Ariana

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TREINTA Y TRES

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Mercedes Cuevas se sabía deseable. Los hombres no dejaron de lisonjearla desde que entró en el salón. Y uno de ellos era, casualmente, uno de los consejeros de quien dirigía en aquellos momentos España. Domingo Ortiz: joven, guapo y rico, sobre todo desde que le encomendaran parte de la industria y sus bolsillos no cesaban de llenarse con acuerdos, no siempre legales. Sin embargo aquella noche Ortiz parecía estar muy interesado en sus nuevas amistades extranjeras. Desde que aquella sosa, pálida y esmirriada inglesa, acompañada por el petimetre de su marido, hizo acto de presencia, Domingo no tuvo ojos más que para ella.

De todos modos, Mercedes no estaba irritada, ni mucho menos. Soportaba la compañía de Domingo en Madrid y eso la procuraba vestidos caros y joyas que su economía, a pesar de ser floreciente, no le permitía. Tenía una herencia, pero sus caprichos salían del bolsillo de los hombres. Incluso a Rafael Rivera le había sacado unas cuantas chucherías. Y lo único que le importaba aquella noche era poder tener al dueño de Torah para ella sola. Se mostró melosa y pizpireta y procuró bailar con cada uno de los invitados, incluido don Joaquín, sonriendo jovialmente ante el gesto severo que le regaló doña Elena.

- No es más que una ramera.

Rafael respingó al escuchar la voz de su hermana, a su lado. Se volvió.

- Una damita de tu clase no debe usar según que palabras, Isabel -le regañó-.

- Y un caballero de la tuya debería tener más cuidado con sus amistades -repuso la chiquilla, radiante aquella noche con su vestido blanco y ligeramente escotado-. ¿O es que te has propuesto escandalizarnos a todos?

Rafael protestó por lo bajo. Sabía que su hermana se refería al modo en que dejó que Mercedes le enlazara de la cintura para pedirle un baile. Habían sido el centro de atención de todas las miradas y sin embargo, no había picado la curiosidad de la única persona a quien realmente trataba de escandalizar, Ariana.

- Ya soy mayorcito, Isabel.

- Y estúpido -le regañó, ganándose un pellizco en la cadera-. Imagino que no soy la primera que te lo digo, ¿verdad? - ¿Por qué no bailas con alguno de tus admiradores, princesa? Diviértete y déjame tranquilo.

- Si prefieres, les dejo el campo libre a Miguel y a Enrique -se trataba de una amenaza clarísima-. Están deseando darte la tabarra. - ¡Por todos los Santos! -barbotó Rafael en voz baja, llevándose a su hermana a un rincón-. Diles a esos mequetrefes que se mantengan alejados de mí esta noche, no tengo humor para aguantar sus bromas.

Ella se soltó de los dedos de acero que sujetaban su brazo y oscureció la mirada.

- Me he dado cuenta, hermanito. Como se ha dado cuenta mamá. ¿Qué pasa? ¿Tiene ese Weiss y su esposa algo que ver con tu gesto de fiera acorralada?

Rafael cambió de postura. Isabel era una bruja. Podía disimular delante de todos menos frente a ella, tenía un sexto sentido; su madre siempre dijo que lo había heredado con seguridad de una bisabuela gallega, de la que todos comentaban que era meiga. Se obligó a relajarse y le acarició el mentón.

- Conocí a Weiss en mi viaje a Inglaterra. - ¿Y su mujer te dio calabazas?

- Eres irritante, lucero.

- Y directa.

- Mi mano puede ser también muy directa si decido ponerla sobre su trasero esta noche.

Ella le obsequió con una risita divertida y su mano enguantada se apoyó en el pecho masculino.

- De modo que fue eso -se estaba divirtiendo-. La inglesa te dio calabazas y estás rabioso -le encantaba mostrarse juguetona con Rafael, aunque podía resultar peligroso enfadarle. Pero se sabía a salvo, porque era su niña mimada, lo mismo que para sus otros dos hermanos. La menor de la familia y la única chica, gozaba de ciertos privilegios y de la protección de dos de ellos, cuando decidía enfrentarse con un tercero. Sabía que Rafael podía parecer un tigre cuando rugía, pero nunca llegaría a darle un zarpazo, la amaba demasiado. Echó un vistazo rápido a Julien Weiss-. La verdad, es un hombre muy guapo. No es extraño que su esposa tenga suficiente con él. ¿No opinas igual? -pinchó, alisándose una manga del vestido-.

Alzó la cabeza, ondeando sus rizos, para ver el efecto de sus palabras en Rafael y parpadeó cuando le encontró sonriendo. Él se inclinó y la besó en la sien.

- Te quiero, bruja -susurró-.

Suspiró y se encogió de hombros con coquetería.

- Pórtate bien, por favor. Y no nos pongas en evidencia con la señorita Cuevas, ¿quieres? Si deseas revolcarte con ella, hazlo, pero no en el salón, hermanito.

Rafael tuvo un acceso de risa y no pudo contestar a aquella deslenguada. La vio alejarse regalando sonrisas e inclinaciones de cabeza, con lo que su cabello atrapaba la luz de los candelabros. Se apoyó en el muro y cruzó los brazos, divertido de sus puyas. Y así le encontró Mercedes Cuevas un instante después, cuando reclamó de nuevo un baile. Rafael accedió mientras echaba miradas de reojo al grupo que formaban Ariana, Julien y sus dos hermanos menores.

Y para consternación de Isabel Rivera y de doña Elena, Rafael se mostró más atrevido que nunca, levantando murmullos entre los invitados.

Mercedes le miró con rabia y restañó su labio partido. Exudaba cólera, pero no protestó por el golpe que acababa de propinarle Domingo Ortiz. - ¡No eres más que una puta barata! -le insultó él-. Que debas vigilar a ese condenado no significa que te lo tires en medio del salón.

La muchacha se acercó a la coqueta y observó críticamente la magulladura en el espejo. Buscó en el primer cajón y se secó la sangre con un pañuelito de seda rosa. - ¿Quieres que te lo entregue o no? -preguntó, volviéndose hacia Domingo-. Rafael Rivera es escurridizo como una lagartija, mi amor. Si quieres que le sonsaque, debes dejarme el campo libre.

- Tienes todo el territorio español para llevar a ese cabrón donde quieras, Mercedes -dijo él, furioso, deseoso de volver a abofetearla-, pero no a mi costa. Varias de las personas que están en Torah saben que hemos mantenido una… amistad. No me gusta que me dejen en ridículo delante de los amigos.

- Ninguno de los presentes es amigo tuyo, Domingo -se le enfrentó ella-. ¡Por favor, no seas necio! Seguramente más de uno te despellejaría si pudiera.

- De todos modos, no me gusta estar en boca de nadie. - ¡El maldito machismo español! -rugió Mercedes-. Si se ha tenido una puta está bien, pero si esa misma puta ronronea con otro, ya es distinto.

Domingo cruzó el cuarto, asió el picaporte de la puerta y dijo:

- Cumple con tu cometido y tengamos la fiesta en paz, de lo contrario…

- De lo contrario… ¿qué? -ella se le aproximó y le puso ambas manos en el pecho- ¿Vas a pegarme otra vez?

- Podría hacerlo.

- Y te gustaría, ¿verdad?

Domingo se envaró cuando la mano bajó con descaro y oprimió sobre la bragueta del pantalón. Abrió los labios en un suspiro y Mercedes se rió en su cara. Sabía como dominar a los hombres, sobre todo cuando descubría sus gustos más escondidos, sus debilidades. La debilidad de Domingo Ortiz era casualmente esa: que no se sentía hombre si no maltrataba a la hembra. Cuando los dedos de él aferraron sus cabellos, obligándola a echar la cabeza hacia atrás, gimió, pero no de terror. La boca masculina maltrató más sus ya lastimados labios y ella enlazó sus brazos al cuello de Domingo. Cuando se miraron a los ojos, en los de él ya no había odio sino deseo.

Domingo la lanzó lejos y ella cayó sobre la cama; el camisón con el que le recibiera se enroscó a sus bonitas piernas dejando buena parte al descubierto. Esperó a que él se aproximase, y le regaló una sonrisa perezosa mientras le veía deshacerse de la chaqueta y tirarla a un lado. Se mojó los labios cuando se inclinó para volver a besarla.

- Está bien, zorra -dijo él con voz ronca-. Haz lo que quieras con Rivera y entérate de en qué está metido, pero mantén este cuerpo listo para cuando a mí me plazca utilizarlo.

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