Aria

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El piloto estrellaría el avión adrede. Con nosotros. Andriy presuponía una certeza. Aquel chico era uno de los secuaces de los Zharkov. Uno más.

El desmedido temblor que azotó al fuselaje apenas me dejó contemplar con nitidez el rostro de Cameron. Sin hallar fuerzas para levantarme, no tuve más cobijo que acercar las manos al inapreciable volumen de mi vientre e imaginar aquella sonrisita que quizá ya no se mostraría al mundo jamás.

El suelo, las paredes, el techo temblaban con tal violencia que las vísceras clamaban escapar por la boca. Quise gritar, pero no pude. Mantuve los ojos cerrados. La presión me retenía el cuerpo contra la moqueta azul. Temía que en cualquier momento el fuselaje del avión reventara a causa de la potencia ejercida en los motores. Me horrorizaba abrir los ojos y acometer la caída del cuerpo al vacío, lanzado al olvido bajo las aguas.

Ya no era una intuición, sino una realidad: íbamos a morir.

Unos metros más allá, Andriy consiguió ponerse en pie. Cameron le siguió esforzándose en estabilizar su andar pese a la cojera de la pierna derecha. A mi izquierda, la puerta de la cabina de vuelo se abrió de par en par y los dos hombres desaparecieron tras ella.

Oí gritos. Forcejeos. Y el suelo del avión recuperó la horizontalidad. La velocidad se redujo y el ensordecedor baladro de la máquina dio paso al retumbar incesante de mi corazón. El aliento me salía y entraba por la garganta a golpes compulsivos. El sudor frío anticipaba la pérdida de la cordura con la muerte frente a frente.

Cameron apareció segundos más tarde. Se acuclilló frente al pánico que blanqueaba mi rostro.

—Cálmate. Ya ha pasado… —Llevó las manos a mi frente, a las mejillas. Pero aquella mujer estaba fuera de sí. La ansiedad me negaba la capacidad de respirar en un lugar del que sería imposible salir. La absorción de oxígeno comenzó a crearme palpitaciones feroces. No pude retener las lágrimas.

Cameron me abrazó y, sintiéndome al borde del desmayo, sobrevino el contacto con la piel, el amparo de su protección.

Y el tiempo se detuvo a nuestro alrededor. Paulatinamente, el silencio entre los dos se transformó en un compañero de viaje más. En mi interior, calma. Mucha calma. La relajación de los nervios me convidó de pronto a la toma pausada de mi aire. Cameron posó la mejilla sobre mis cabellos. Y me besó. Su primer beso, en mi frente, tras diecisiete años. El tacto de los labios embriagó mi ser con luminosa tranquilidad. La tráquea volvería a abrirse, los pulmones a expandirse. No pensé tan siquiera que el presunto aliado, amante o novio de Amanda Baker pudiera haberme soltado toda su mentira para verme morir en paz, sosegada, sin ser demasiado consciente de mis últimos momentos. Pero allí, unida a él, me sentí preparada para morir. Que la explosión de fuego me incineraba la vida, no importaba. Que la gravedad finalmente hacía desparecer mi cuerpo en aguas del Atlántico, no importaba. Que las placas de acero del fuselaje despedazaban lo que quedara de mí, tampoco importaba. Porque ese era mi lugar, mi momento: su abrazo. El único medio, modo o signo capaz de darme la fuerza suficiente para encararse a esa, a la llamada muerte.

Acepté su consuelo llevando mis manos a los costados.

Pasaron un par de minutos. Cameron volvió a reiterarme su calma. Y calibré que tal vez habrían de destinárseme, al menos, unas horas más de vida.

—El avión vuelve a posicionarse —recabó él.

—¿Qué ha ocurrido…? —pregunté con los nervios apegándose a la serenidad.

—El piloto ha sufrido un mareo. Parece que ahora se mantiene estable.

—Está desangrándose… No le quedará mucho tiempo —señalé.

—Confiemos en que aguante las dos horas que nos restan para llegar a esa presa de Baltimore… —nos interrumpió Andriy, que venía de la cabina de vuelo—. El chico resiste y creo que le he convencido para que americe. Querrá reservarse un sitio entre los ángeles del cielo. Comprendedlo: en el infierno puede hacer demasiado calor para un ruso.

Cameron se levantó dejándome con el fantasma de su abrazo. Me sequé las lágrimas intentando en la medida de lo posible recomponer mi estado emocional. Me levanté del suelo con la confusión del ucraniano escrutando toda mi vergüenza.

—Siento decirle, señorita, que el alprazolam se ha terminado —repuso imitando la voz de un azafato de vuelo y señalando a su vez los cadáveres esparcidos por el avión—. Esos cuatro de ahí atrás se tomaron la caja entera y ahora no hay quien los levante…

¿Qué esperaba?, ¿que nos riéramos?

Cansada de ese ucraniano de pésimo sentido del humor, decidí recuperar las únicas cosas que me pertenecían dentro de ese avión: la maleta y el bolso llegados de mano de Alekséi Zharkov desde el apartamento de Muhammad Abd Al Qubaisi, y ahora esparcidos y abiertos de mala manera bajo los asientos. Habían rodado de un lado a otro, entre los registros de Marenko y las demás turbulencias. Los recogí y llevé conmigo hasta esa primera fila de butacas donde Cameron había tomado asiento.

—Tranquila. Saldremos de esta —me dijo a mi llegada. Intenté sonreírle. La dureza de su trato conmigo mermaba por momentos. Era posible que aquella desconocida pudiera haberle traído a la mente recuerdos inesperados. Un refugio antitornados, quizá. Una separación que marcó nuestras vidas; al menos, la mía.

La horizontalidad del avión sufrió un nuevo desnivel para luego recuperarse y mantenerse otra vez. Aun con toda esa inestabilidad en el vuelo, los cuatro hombres a nuestra espalda lograron permanecer en el mismo sitio donde la muerte les había sorprendido. Dos filas más atrás, el medio cuerpo de Leonard Burke suspendido, colgando por encima del respaldo de una butaca, con su pistola aún adherida a la mano derecha. Alekséi Zharkov, al final del pasillo, boca abajo con la cara enterrada en el mismo suelo que tantas veces habían besado cuantos le hubieran temido; los otros dos agentes de Burke había caído bajo los asientos y escapaban a mi vista.

Retomé la atención en Andriy Marenko, consciente de mostrarle un ánimo absorbido por la incertidumbre. Este me guiñó un ojo con soez picardía.

El avión realizó una maniobra de descenso causándome un molesto hormigueo en el estómago. Respiré hondo. Cerré los ojos.

Posarse en el agua. Comenzaba la cuenta atrás para que nuestros cuerpos se despedazaran al impactar contra la superficie de un embalse. Atenidos a la conjetura de Andriy Marenko, existía aproximadamente un treinta por ciento de probabilidades de supervivencia en ese tipo de amerizajes forzosos, estadística milagrosa a la que mi esperanza se aferró para no volver a sufrir otro ataque de pánico.

Un carraspeo. Un ahogo a mi espalda. Ninguno de los allí vivos aparentábamos ser los causantes de tal sonido. Desplacé la vista a mi derecha. No. Ni yo ni Cameron. Tampoco Andriy, abstraído por la fulgurante luz del amanecer desplegada por su ventanilla. Eché el cuello hacia atrás. Abrí los ojos sin dar crédito. Toda mi atención se arremolinó en lo imposible. En lo irremisible. En lo fatídico: Leonard Burke levantando la cabeza con impulso moribundo. La cólera de los ojos sentenciando la vida de uno de nosotros. La mano, portadora del arma que iba a buscar justicia a su muerte.

Grité. Leonard Burke disparó.

La bala atravesó la nuca de Andriy.

—¡Agáchate! —me gritó Cameron deshaciéndose de los cierres de su cinturón y del mío.

Los disparos se sucedieron en medio de la confusión. Me tiré de rodillas al suelo, protegida mi vida por la fila de asientos. Con maestro reflejo, Cameron sacó el arma del piloto que yo le había ofrecido, oculta bajo su cinturón. Parapetado por el respaldo de nuestras butacas, apuntó y apretó el gatillo. Un primer disparo. Después otro. No más. El seco engranaje del cargador nos anunció que se encasquillaba.

Burke continuó disparándonos a bocajarro. En mi necesidad de proteger a Cameron me resistí a quedarme paralizada en un rincón y acudí en su ayuda. Pero de súbito el avión volvió a desestabilizarse iniciando así un irrefrenable descenso con estruendoso silbido. El suelo bajo los pies me descompensó el equilibrio. Caí hacia atrás. Un fuerte golpe en la cabeza. La inconsciencia me sobrevino de forma inmediata.

* * *

Al despertar, el cálculo lógico me llevó a estimar en veinte, treinta segundos el tiempo transcurrido desde la pérdida del equilibrio. Creí además no haber caído totalmente inconsciente y me levanté por inercia de la tensión sufrida, tan rápida y precavida como me fue posible, antes de que Leonard Burke nos acribillara a tiros.

Pero no lo hizo.

No se oían más disparos. Ni se sentía cercana la amenaza de otros.

Cameron. Sentado en el suelo. A mi lado. Sobre el cuerpo me había echado una manta. Bajo la cabeza, una pequeña almohada de viaje. Apenas me miró.

—Se acabó. No temas —soltó con todo el aire que hubieran recogido sus pulmones.

—¿Dónde está Burke? —Me sostuve la cabeza con ambas manos. Me dolía horrores.

—Muerto —me contestó pesaroso—. Mi pistola se encasquilló. Le pegué un par de golpes. Resultó. Cuando quise volver a disparar, Burke ya había muerto. No hizo falta que lo matase. Volvió a caer fiambre tan rápido como lo habíamos visto resucitar. Bicho malo nunca muere, ¿no dicen eso?

Ayudada por Cameron, me levanté, no sin cierto mareo. Eché una mirada hacia el pasillo. Acerté a descubrir que el medio cuerpo de Burke yacía colgando sobre el respaldo de la misma butaca de la que había renacido. Los ojos habían quedado abiertos, tiznados por la opacidad del óbito.

—Hay que sentarse… —advirtió Cameron tras de mí—. ¿Me escuchas, Madison?

Más cerca, en la primera fila, un silenciado Andriy Marenko. La imagen de su asesinato me llenó de una terrible desazón. Deseé que resucitara tal y como Burke lo había hecho; que volviera a lanzarnos su jocosidad malintencionada. Pero sobre aquel espía de humor sátiro se tendía la más oscura expresión del infortunio. El disparo de Burke había propulsado la mitad del cuerpo sobre el asiento a su izquierda.

—No hay tiempo. El avión está a punto de llegar a…

—¿Qué…?

—Has estado inconsciente dos horas y cuarto —relató Cameron como si él mismo fuera protagonista en esos instantes de una pesadilla de la que me resistía a despertar—. El piloto… ha perdido mucha sangre, y está haciendo todo lo posible por permanecer despierto. Debemos ponernos a cubierto. Ha llegado el momento.

Casi de manera instintiva me acerqué a Cameron, a su abrazo, como si en mi fuero interno deseara buscarle una salida a esa muerte que parecía seleccionar a dedo a los que permanecíamos vivos en el avión. No lejos de asemejarse a la más célebre novela de Agatha Christie, de ocho personas, tan solo continuábamos tres: el bróker del petróleo, la prostituta de lujo y el piloto, y a este último le quedaban unos minutos de aliento a tenor de su desvaída maniobra con la aeronave.

En efecto. La navegación volvía a descontrolarse, pero esta vez con mayor propulsión y abuso. Fuera, el cielo parecía partirse en dos. El estruendo de los motores, el silbido de las alas. El temblor acometido en toda la cabina incidía en la inestabilidad de las piernas, doblegadas al retornar del pánico.

—¡¿Qué está pasando?! —le grité a Cameron intentando sortear el ensordecedor chillido a nuestro alrededor.

—¡Descendemos! —exclamó él.

Cameron me tomó de la mano. Me dejé llevar, hasta donde él quisiera. Nos alejábamos del resquicio de supervivencia que nos proporcionaría el cinturón de seguridad de nuestros asientos, y aquello clamaba en mi instinto como la verdadera y única forma de salir vivos de esa. En contra de la decisión que presumía la intuición como la más acertada, acometimos un paso al frente. El avión, en su variable e imprevisible movimiento, permitió acercarnos a la puerta cerrada de la cabina de navegación. Entramos en el pequeño habitáculo. El olor metálico de la sangre nos acometió raudo las fosas nasales.

«¡Identifíquese! ¡Es una orden!», clamaba una voz masculina desde cualquier torre de control del estado de Maryland.

Al grito de advertencia, el piloto, pálido y ojeroso, determinó quitarse los auriculares de vuelo y apagar los altavoces por los que se proyectaba el aviso.

El ruso, bañado en sudor, hincó la mirada al frente. La sangre supuraba por gran parte del torniquete que le había atado Andriy en el hombro.

En apenas dos minutos, los cristales de la cabina desplegaron toda la tragedia que se cernía sobre nosotros. La velocidad del avión comenzó a disminuir rápida y progresivamente. Cameron y yo contuvimos el aliento al comprobar que había llegado el momento del amerizaje. El agua del embalse se extendía frente a nuestra incredulidad, con el amanecer cristalizado en su superficie. Más allá de aquella evocadora imagen, y frente a nosotros, se distinguía la impenetrable realidad del muro de contención de la presa. Con su puente alzado a unos siete metros sobre el agua del embalse, podíamos llegar a imaginar la pared opuesta: las cuatro imponentes arcadas vomitando agua a ciento sesenta metros de altura. La presa Prettyboy. Aquella enorme pared de hormigón construida en zona boscosa —que no veíamos de frente, pero sí intuíamos— pondría punto final a la improvisada pista de aterrizaje que, en un desafortunado cálculo del piloto, llevaría el avión directo a su destino último: su impacto primero contra el puente, para después sortear la piedra y despeñarse por alguno de los aliviaderos de la presa, hasta acabar aplastado sobre el tranquilo fluir del río.

De la boca del joven piloto comenzaron a desprenderse rezos en su idioma nativo que no hicieron más que ponerme los pelos como escarpias. Los motores del avión se silenciaron de repente, llevados a la mínima tracción. Aquella forma de volar denotaba la sensación de estar flotando en el aire dentro de un avión de papel lanzado por un niño.

—¡Está reduciendo la velocidad al máximo! —Cameron contuvo la respiración y comprendió—. ¡El fuselaje debe resistir el impacto contra el agua!

Desde los cristales de la cabina, el embalse esperaba el asentamiento del avión. Bajo el fuselaje el agua se diseccionaba en fugaces y oscuras cortinas, una superficie mortal a tenor de los más de doscientos cincuenta kilómetros por hora, resistentes aún por abandonar la fuerza aerodinámica de las alas.

—¡Esto se acaba! —volvió a referir Cameron con los ojos colmados por el reflejo del embalse, a buen seguro convertido en nuestra tumba en pocos segundos.

Recuperó mi mano y nos lanzamos a abandonar la cabina del piloto. Había que regresar a nuestros asientos. Abrocharnos los cinturones y…

No dio tiempo. Regresados a la zona del pasaje, el piloto ya había iniciado su maniobra de inclinación, a tal efecto que la cola del aparato sería lo primero que golpease contra el agua. La táctica de amerizaje hizo que perdiéramos el equilibrio y, sin remisión, salimos despedidos al centro del pasillo de butacas. Cameron cayó sobre mí. Se le ocurrió abrazarme. Apreté los brazos contra su espalda, más segura que nunca del fin de mis días.

Asentó la mano en mi nuca como si su última voluntad se resumiera en proteger a aquella desconocida que le había acompañado en tan funesta aventura.

—Saldremos de esta, ¿entendido? —me susurró al oído.

No quise que apreciara el brotar de las lágrimas y enterré el rostro en su hombro. Solo deseaba que todo terminara, mal o bien, pero que terminara. Esperé lo peor.

Asida a su protección, la fragancia natural de su piel volvería a eclipsarme los sentidos, y en su efecto tranquilizador me abandoné al arrastre de un sueño. Una vida juntos. El amanecer y el atardecer de unos días felices, nunca antes imaginados.

Cerré los ojos y apreté los brazos aún más contra los omoplatos de Cameron.

Y llegó el momento.

El impacto de la cola de avión propinó tan fortísima sacudida que nos levantó medio metro del suelo. Los asientos chirriaron desprendiéndose de su anclaje. La cabina de pasajeros lanzó chirridos metálicos resistiendo al choque que, en fallida maniobra, la hubiera despedazado en miles de trozos sobre las aguas. Entre terribles zarandeos, la panza del avión se asentó en aquella «placa acuosa» convertida en posible plataforma de salvación. Pero sin haber acometido el peligro del amerizaje en su totalidad, quedaba otro al que sobrevivir: el impacto frontal contra el puente de la presa que asomaba por el horizonte.

El avión de Alekséi Zharkov, con cinco cadáveres a bordo y tres supervivientes, fue reduciendo velocidad en su navegación por la superficie del embalse. Se me ocurrió levantar la mirada hacia el techo. Aún nos cubría las cabezas. Las paredes, en su lugar. Nos vimos salvados por unos instantes. Pero, sorpresivamente, el fuselaje comenzó a inclinarse a la derecha cambiando su rumbo en línea recta por otro en semicírculo y a merced de la corriente.

—Quédate aquí —me ordenó Cameron dejándome tumbada en el suelo.

Mi acompañante se armó del valor suficiente para cruzar el pasillo mientras aquel avión infernal se resistía a frenar en su deslizamiento por las aguas. Cameron se acercó a una de las ventanillas desplegadas por la parte izquierda de la cabina.

Y lo vio. La expresión del rostro cambió por completo.

Las manos se aferraron como garras a los respaldos de las butacas más cercanas.

Aquello que le mostraba la ventanilla le hizo echarse hacia atrás cual animal asustado a punto de sucumbir a la captura del cazador.

—¡Agárrate! —le oí gritar.

Sin resuello, levanté la mirada y comprobé cómo una sombra se cernía por las ventanillas oscureciendo el amanecer que entraba por nuestras retinas. El puente de hormigón y piedra de la presa arreciaba su proximidad como inclemente paredón facultado para transformar el aluminio del avión en moldeable papel.

De un salto, Cameron consiguió llegar hasta mí. Casi no tuvimos oportunidad de protegernos cuando el choque se hizo inminente. El ala izquierda del avión quebró nada más verse empujada contra el pilar central del puente. Sus cascotes de aluminio y acero, arrojados por el aire, atravesaron el fuselaje de la parte trasera del aparato abriendo enormes brechas en la cola. El agua entró rauda desde la última fila maltrecha de butacas, y entre fuertes corrientes se acometió el hundimiento de toda nuestra esperanza. Era imposible salir vivos de allí. El derrumbe del puente aplastó el metal en mortal estruendo. La roca y el hormigón amenazaban con sepultarnos en su caída sobre el techo. Los cristales de las ventanillas de la izquierda explosionaron hacia el interior y el avión expelió su último aliento en el impacto lateral contra el puente de la presa.

Horrorizada, llegué a vislumbrar cómo toda la fila de asientos a mi izquierda sucumbía al aplastamiento en acordeón. La butaca en la que yacía el cuerpo de Andriy salió despedida llegando a parar a la parte contraria de la cabina. El agua empapaba nuestros cuerpos tumbados al comienzo del pasillo, apretados, uno contra el otro, carnaza humana de fácil despiece ante cualquier placa de aluminio mal direccionada. El piso se levantó bajo nosotros en una propulsión de ondas que nos lanzó casi a tocar el techo del avión para caer sobre la fila de butacas a nuestra derecha. Mi cabeza fue a parar contra el duro perfil de plástico de un asiento y quedé aturdida. Mal tirada bajo las butacas, sentí el abandono de las fuerzas que me habían ayudado milagrosamente a sobrevivir, a levantarme una y otra vez. La inconsciencia mitigaba el dolor de los golpes, y mi mente inició su arrastre a una reconfortante oscuridad. Oí mi nombre en boca de Cameron, pero sentía su voz lejos, muy lejos. Solo la sensación del agua helada entumeciéndome la nuca, la espalda, las piernas me hizo regresar a la sensatez: había que proteger la vida de ese niño, fuera como fuese. Mientras resistiera en mi vientre. Y su madre no sería menos. Sin poder imaginar en qué parte del avión había aterrizado mi cuerpo, inicié mi incorporación entre el nimio espacio existente entre dos filas de asientos.

Al extender mi campo de visión percibí la quietud ante el destrozo. Nada se movía. Me costó creerlo. Era verdad. El avión se había detenido. La buenaventura había considerado no dejarnos caer en picado por los ciento sesenta metros que aguardaban letales tras la otra cara de la presa. Sí. Era una realidad: seguía con vida. El aire del amanecer invernal en Baltimore entraba por la parte trasera de la aeronave. Al igual que la ingente cantidad de agua que sentenciaría a las profundidades a todo ser viviente que permaneciera un par de minutos más dentro de aquel aparato.

—¡Tenemos que salir de aquí! —Cameron se acercó hasta mí y solo Dios sabe lo que sentí al verle de pie, vivo.

El fuselaje chirriaba a nuestro alrededor, sabedor de su aciago destino bajo el agua. La cabina inició su hundimiento abandonada a una inclinación que nuestras piernas apenas lograron salvar. Con el agua helada cubriéndonos las rodillas, llegamos a la primera fila de butacas; allí Cameron tomó prestado el maletín negro de Alekséi Zharkov hundido bajo una de las butacas arrancadas de cuajo. Muy cerca de allí encontré mi bolso, que colgué al hombro. Prescindí de portar mi maleta traída desde Dubái. Intuí que una buena distancia nos separaba de la orilla y un peso como aquel no me dejaría dar ni media brazada. Omití todo deseo de rebuscar en mi maleta por si alguna cosa podría echar de menos en cuanto pisara tierra firme. Si es que lo conseguía.

Cameron, con los nervios a flor de piel, comenzó a abrir las portezuelas en la pared dispuestas para el servicio del avión. Allí encontró grandes bolsas de basura impermeables que desplegó en el aire. En una metimos el maletín y mi bolso, en otra, las pertenencias de Cameron además del revoltijo de tela en que se había convertido su esmoquin, antes impecable y en consonancia con el fastuoso lujo del Burj Khalifa. Con un fuerte nudo se protegería del agua todo lo indispensable para nosotros mientras durara nuestra travesía a nado.

Echamos un ojo a la puerta de la cabina de navegación, abierta de par en par. Dudé en acompañar a Cameron. No estaba segura de si testificar la muerte de otro hombre —el más joven de todos— me habría de arrebatar el resto del sueño nocturno que me quedase intacto tras haber matado a Alekséi Zharkov en su propio avión.

—Espérame aquí —me recomendó Cameron ante la incertidumbre de mi paso.

—No. Voy contigo —le dije. En realidad, prefería estar donde él estuviera antes de verme rodeada a solas por los cinco cadáveres que habían de emprender su viaje a las tinieblas del embalse.

Al empujar la puerta descubrimos la cabina de pilotaje reventada por su parte izquierda. La piedra desprendida del puente había caído sobre el cristal frontal y la ventanilla lateral deformando las placas y perfiles del habitáculo. El piloto se había visto obligado a saltar de su asiento en diagonal para así sortear el impacto. No podíamos permanecer allí ni diez segundos más. Abierta en canal una de sus paredes, el habitáculo se abandonaba al hundimiento, sin remisión.

Encontramos al piloto sentado en una banqueta auxiliar, detrás de la puerta. Nada más verle, con la sangre cubriéndole el ancho y largo de la camisa, entendí que el torniquete sujeto al hombro había sido un remedio más que insuficiente.

Aun habiendo sobrevivido al amerizaje, la herida de bala le había ocasionado una imparable pérdida de fluido y la muerte le pesaba ya en los ojos dispuesta a cerrárselos para siempre.

Cameron se acercó al joven. Tendría que sacarle de allí. Como fuera. En conclusión, la habilidad de ese chico con los mandos del avión había resuelto con nota un amerizaje que, a su edad, pocos pilotos hubieran salvado. Llevárnoslo con nosotros era lo mínimo que podíamos hacer por él.

Cameron se echó al hombro uno de los brazos del piloto y lo levantó de su asiento. El ruso emitió un quejido al ponerse en pie.

—¡¿Qué vas a hacer?! ¡¿Cómo vas a transportarlo?! —le dije preocupada.

—¡No podemos dejarle aquí!

—¡Lo sé! Pero ¿y tu herida en la pierna? ¡No podrás con él!

—¡No te preocupes! Tú lleva la bolsa con el maletín y el bolso.

El avión propaló un último y desgarrador quejido. Todo el aparato comenzó a voltearse lentamente hacia nuestra izquierda. El peso del agua calibraba el minutado de nuestra vida como juez determinante. Abrí la puerta de embarque cercana a la cabina de navegación cuando el propio suelo, empinado y resbaladizo, se convertía en un fatal obstáculo para asirnos a nuestra única salida. El agua comenzaba a arremolinarse en derredor de nuestra cintura. Medio minuto más y seríamos tragados y sepultados por aquella tumba cilíndrica.

Decisión. Cargué con la bolsa portadora de lo indispensable, de lo robado a Zharkov.

El ágil movimiento del cuerpo resultaría determinante si quería ver a Cameron salir con vida de la aeronave de los hermanos rusos. Casi tuve que escalar para aferrarme a la abertura de la puerta que, en segundos, y a causa de la irrefrenable succión, viajaba a posicionarse donde antes había estado el techo.

Con fuerte asimiento de las manos conseguí aferrarme a los perfiles del hueco e impulsar el cuerpo hacia el otro lado. Hacia la vida. Sin creerlo, me vi plantando los pies en la cara exterior del fuselaje, que no era sino la parte lateral derecha del avión. De cuclillas, y no sin grandes esfuerzos por mantener el equilibrio, inspiré una gran bocanada de aire haciendo caso omiso al terror que, desde muy niña, me producía nadar sin tocar suelo firme.

Y salté. No vi fin a los seis metros de caída libre hasta verme zambullida en el agua.

Acuchillado el cuerpo por la helada temperatura del embalse, luché por salir a la superficie y aprovechar las últimas fuerzas que me quedaban para nadar los cincuenta metros que me separaban de la orilla.

No. No iba a alejarme de él. Suspendido el cuerpo en el agua y con el aliento convertido en denso vaho, lancé la vista atrás. No gastaría ni una sola brazada más mientras no avistase a Cameron fuera de la trampa mortal que resultaba ese avión, amasijo de hierros condenado a la succión del embalse.

Tuve que asirme al transcurso de quince infernales segundos para presenciar su salto al agua con el piloto a cuestas, justo cuando el avión viraba sobre su panza llevando su ala derecha a posicionarse en línea vertical, con la apariencia de una gran mástil de barco apuntando al cielo.

En apenas un minuto la aeronave de los Zharkov fue engullida por el embalse, dejando como única huella de su destrucción fragmentos del ala izquierda que, a golpe de las cataratas de la presa, se resistieron a hundirse.

Llegamos a la orilla sin aire, casi desvanecidos. Con brazo adiestrado, Cameron se las arregló en su travesía a nado para mantener la cabeza del piloto permanentemente por encima del agua. Pero en cuanto llegó a tierra dictaminó que los cuidados con el piloto ya no serían más que esfuerzos vanos. Soltó el cuerpo del joven con absoluta desgana, dejándolo tendido sobre la gravilla. Exhausto y víctima de una intensa tiritera, Cameron se dejó caer a mi lado.

Necesitamos unos segundos para recomponernos del esfuerzo; mientras, la humedad helada nos mordía cada músculo, cada hueso. Me recosté sobre el lado izquierdo. El aviador no daba señales de vida. Entre jadeos y temblores logré levantarme del suelo, preocupada por el estado del piloto. Caí de rodillas frente a la opacidad de las pupilas del joven. No dudé en cerrarle los ojos. Cameron había traído el cuerpo del piloto a la orilla sin percatarse del desprendimiento de su alma entre las aguas.

—Está muerto… —dije a quien lograra escucharme.

—Dejó de respirar en cuanto lo saqué de la cabina —contestó Cameron con aire entrecortado, sin recomponer todavía las fuerzas que lo animarían a levantarse—. No podía dejarle ahí dentro…, con Zharkov y los otros. No merecía igual destino.

Ante su alegato, cargado de aplastante verdad, lancé al ruso una última mirada de agradecimiento. Pestañeé al frente. El sol emergía por las montañas al límite de completar su circunferencia en la cúpula celeste. Observé el puente maltrecho sobre la contención de agua, sobre la imposible pista de aterrizaje que nos había regalado una segunda vida. Desde aquella orilla, podía escucharse la ingente descarga de agua por las cuatro arcadas bajo el puente. Apenas dos metros más de arrastre del avión y habríamos sentido nuestros cráneos quebrar como nueces al precipitarnos sobre el río, a los pies del gran muro de la presa.

Y allí, con las piernas sosteniéndome a duras penas el miedo, no me atrevía a mirar hacia delante, al próximo camino que nos encumbraría a la nueva huida.

Nuestra misión en aquel mundo, que a tales horas despertaba, había cambiado de forma radical: Madison Greenwood, Cameron Collins, responsables de la muerte de Alekséi Zharkov, testigos de la corrupción en la principal agencia de inteligencia del país. Éramos animales de caza para ambos bandos. ¿A quién confiarle nuestras vidas mientras existieran ocultas conexiones entre ellos?

Calado hasta los huesos, Cameron se incorporó y trató de ponerse de pie. Lo miré fatigada.

—¿Qué vamos a hacer ahora…? —repuse cabizbaja y con el entumecimiento apresándome la movilidad.

Cameron observó la espesa arboleda de píceas y arbustos de enebro que nos rodeaba. La suela de nuestras zapatillas deportivas mezclaba el barro con el musgo rayano al agua.

—El ucraniano habló muy claro —dijo por fin—. Debemos ocultarnos. Para el mundo yo ya estoy muerto. Patrick Cromwell se ha encargado de que así sea. Pero si cree ese imbécil que volveré a contactar con él, se equivoca. Han sido demasiados errores los cometidos en esta misión. Que Cromwell haya confiado la operación Qubaisi a un hombre como Leonard Burke dice mucho del poco control que se cierne sobre la investigación. —Cameron tomó una piedra del suelo y la lanzó al agua, en dirección al lugar donde el pequeño de los Zharkov había encontrado su improvisada tumba—. Está claro que Viktor Zharkov no se quedará de brazos cruzados, pero creyéndome muerto lo mantendré alejado por un tiempo. Así tendré vía libre para investigar sobre quién fui en realidad y cuáles han sido los verdaderos motivos que han llevado a la CIA de Cromwell a acudir a mí. Empiezo a creer que mis contactos con la realeza de los Emiratos no fueron la principal causa… —Respiró hondo. Clavó sus ojos en los míos—. Por lo pronto hay que salir de aquí. En cinco minutos todo este recinto se va a cubrir de agentes del FBI.

—Te ayudaré… Iré contigo —resolví a su espalda.

—No.

—He dicho que te ayudaré…

—Y yo he dicho que no. —Cameron se volvió hacia mí. El cuerpo empapado de pies a cabeza irradiaba toda la musculatura de su torso bajo la camisa a cuadros—. Vete a casa. No voy a ponerte más en peligro. Seas quien seas, prefiero que te mantengas al margen. Lo que yo haga o deje de hacer ya no te incumbe.

—Desde luego que me incumbe. ¿De qué servirá haber arriesgado mi vida por ti si a la mínima de cambio te planteas una vida de fugitivo sin rumbo? ¿Dónde comerás? ¿Dónde dormirás? —Cameron lanzó una furtiva mirada a mi escote mojado. Proseguí haciendo caso omiso a ese detalle que se repetiría a cada uno de mis descuidos—. Necesitas a alguien que viva el exterior que por tu condición de «muerto» no se te permitirá pisar. Dispongo de una suite discreta en un hotel en Washington, el Majestic Warrior.

—Vaya… No te andas con remilgos… —repuso—. Así que te hospedas en el hotel donde los dirigentes de este mundo echan sus cabezaditas… No creo que ese sea el lugar idóneo para ocultar a un fugitivo.

—Es el mejor sitio para pasar desapercibido, créeme. Mi tía se encuentra alojada de forma permanente en la planta veinte. Llegó a un acuerdo con la dirección del hotel y ahora es cantante de jazz en su club. Desde la suite de mi tía podremos seguir investigando sobre…

—No, no… ¡Olvídate! Siento que esto se me está escapando de las manos. Tú no tendrías que estar aquí. Yo nunca debí ser asunto tuyo. ¿Te has preguntado si has generado en mí la suficiente confianza como para mantenerte a mi lado? Apareciendo en mi vida, así sin más… —me increpó. Endureció de pronto la voz, la mirada, y concluyó—: Algo me dice que debo mantenerme alejado de ti. Con tu jodido misterio no me queda otra que tomar un camino separado al tuyo. Así, por un lado, salvaré tu vida; por otro…, quizá salve la mía.

Ante su resolución, no acerté a contestarle ni con un monosílabo.

Cameron se acuclilló y deshizo el nudo de la bolsa de plástico donde habíamos guardado todos nuestros enseres. Agarró el maletín de Zharkov y la bolsa con sus pertenencias. Se levantó y giró sobre sí mismo. Sin despedirse alejó su indiferencia encumbrando un camino que lo llevaba directo a la carretera de asfalto avistada desde esa base de la ladera.

Observé su huida, sin mí, ascendiendo entre matorrales, tierra y piedras. Intentó disfrazar el dolor en la pierna adherido a su cojera. Pero al querer sobrepasar el primer gran desnivel en la escalada, su debilidad física se hizo del todo evidente.

Una punzada en la nuca me alertó de mi pasividad. No podía dejarle marchar. Tuve la corazonada de que algo horrible podría pasarle en no menos de veinticuatro horas. Le encontrarían. La conspiración criminal que sobrevolaba en círculos sobre su cabeza acabaría convirtiéndole en carroña. Pero podría ahorrarse tal infortunio si antes alguien lograba encontrarle un buen lugar para su resguardo, sobre todo en esos días en los que su cabeza sostuviera, ondeante, una etiqueta con precio marcado.

Sus piernas, su espalda fueron ascendiendo poco a poco, a ya pocos metros de alcanzar el quitamiedos de la carretera.

Está bien. Le contaría todo sobre mí. Quién era, qué me había movido hasta él y por qué insistía en acompañarle pese al riesgo de perder la vida. Contuve la respiración. Aquello iba a ser una declaración de amor en toda regla; empero, no había tiempo para más palabrería. Tal y como Cameron me había advertido, la escapada a tiempo era vital para ambos. La policía ya estaba tardando en personarse, y la detención de los dos únicos supervivientes del avión siniestrado de Alekséi Zharkov era todo un manjar para la prensa sensacionalista de medio mundo.

Había que idear algo, y rápido.

A mi izquierda, atisbé a lo lejos la cercanía de un vehículo todoterreno. En dos minutos pasaría de largo. Busqué en el interior de la bolsa de plástico. Extraje mi bolso y me lo colgué al hombro. Rompí la bolsa en dos trozos. Su plástico negro y opaco me serviría para la locura que iba a acometer. Eché a correr tras Cameron, que por fin había subido la falda del gran cerro que delimitaba el contorno del embalse. Subí la pendiente de tierra con más destreza de la que pudiera esperar y en segundos me vi a escaso metro y medio de su ascenso.

Sin detener la carrera, alcancé a tomarle prestada la pistola del piloto pegada a su costado derecho con la empuñadura sobresaliendo de su pantalón.

—¿Qué estás haciendo? —me gritó Cameron viéndome como de forma imprevista le había usurpado el arma de su cintura.

—¡Salvarte por enésima vez! ¡La policía llegará en dos minutos y la prensa en tres! Y tan parado como te veo es probable que los enemigos que ahora te creen muerto se partan de risa al verte vivito y coleando. ¿No debemos esconderte para que la mafia de Viktor Zharkov te deje tranquilo durante unos días? Pues con esta parsimonia no llegaremos a ninguna parte.

Cameron me miró ensimismado, sin resolución para dar una zancada más. ¿Qué le había ocurrido a aquel manojo de nervios con cuerpo de mujer? ¿De dónde había surgido esa fiera empujada a amedrentar a todo aquel que se le pusiera por delante?

Empuñé la pistola sintiendo una creciente afinidad entre la mano y el contacto con el arma ligera.

—Y ahora mueve ese culo y cúbrete la cara —le increpé. Lancé a Cameron la mitad de la bolsa negra de plástico. Con el otro trozo restante de la bolsa improvisé una máscara: cuatro agujeros para ojos, nariz y boca. Me cubrí la cabeza con ella a modo de improvisado pasamontañas. Anudé el plástico a la altura de la nuca—. ¡A qué esperas! ¡Póntela del mismo modo!

El motor del todoterreno asomaba el sonido de su potencia más allá de la esquina rocosa frente a nosotros.

—¿Qué vas a hacer con la pistola…? Está descargada —repuso Cameron nada seguro de ofrecerme toda esa libertad para actuar.

—Eso solo tú y yo lo sabemos. —Me situé en el centro mismo de la carretera. Apunté el arma al frente. Separé las piernas. Cinco segundos más tarde apareció el vehículo rebasando la curva que lo protegía de mis intenciones—. ¡Pare! ¡Pare el coche ahora mismo!

Al distinguir mi negra figura en mitad de la vía, el conductor dio un violento volantazo. Las ruedas quemaron su caucho en el forzoso intento de no arramblarme bajo ellas.

El chirriar en el asfalto abrasó los tímpanos.

El lateral derecho de la carrocería amenazó con volcarse sobre mí.

Cerré los ojos.

Último día de enero de 2015. Esa mañana, nadie me salvaría de morir atropellada.

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