Aria

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El todoterreno quedó atravesado en la vía a medio metro del cañón de mi arma.

Para mi desgracia descubrí que había estado a nada de provocar un accidente mortal a una familia entera, viajando por esa carretera como tantas otras veces. Aplaqué la voz de mi conciencia al ver el rostro aterrado de la mujer en el asiento del copiloto.

—¡Salgan del coche! ¡Ahora! —les grité sin dejar de encañonarles.

El conductor, de unos cuarenta años, con bigote y aspecto campero, salió del vehículo con las manos en alto. Su mujer, con un vestido floreado típico de estar por casa, le imitó rompiendo a llorar.

—¡Por favor, llévense lo que quieran, pero no hagan daño a mis niños! —me gritó la esposa con unas bonitas gafas que me recordaron a las que últimamente utilizaba mi tía Gloria para ver la televisión.

Mi garganta amenazó con un nudo de culpa nerviosa que obstaculicé de inmediato.

—¡No les haremos daño! ¡Solo queremos su coche!

—Cójanlo. Pero dejen, por Dios, que saquemos a nuestros hijos —suplicó el padre.

—Tienen diez segundos —repuse con frialdad.

El matrimonio, en su desesperación, se lanzó a abrir las puertas traseras. De allí salieron dos preciosos niños gemelos de unos siete años, rubios como ángeles. No me atreví a contemplar sus caritas, pues intuía que mi atraco podría provocarles un trauma para el resto de sus vidas. Y para la mía propia.

Impávido, Cameron contemplaba la escena con su bolsa de plástico cubriéndole la cabeza como un espantapájaros clavado en la tierra. Le lancé mi bolso y le ordené sacar mi libreta y bolígrafo guardados siempre a buen recaudo para la confección de la cesta de la compra, siempre a medias con mi tía mientras habíamos compartido habitación en el Majestic Warrior.

—Apunta esto: 2130 de K Street NW, Washington D. C. En un aparcamiento subterráneo encontrarán su coche. ¡¿Han entendido?! —La mujer asintió con la cabeza protegiendo a sus hijos con ambos brazos—. Al atardecer de hoy vayan allí. Encontrarán las llaves escondidas en el alerón de la rueda izquierda delantera, pegadas al interior de la chapa. ¡No quiero que nadie se adelante a nosotros o lo pagarán muy caro!

—No se preocupe. Haremos… Haremos lo que nos dice —me advirtió el hombre posicionándose al frente de la familia—. Sabemos que usted no quiere hacer esto. Le ayudaremos en lo que…

—¡Cállese! —grité. A mi orden los niños comenzaron a llorar. Amilanar al padre era todo cuanto debía conseguir. Volví a dirigirme a él, enfática—: Ahora coja sus pertenencias del coche, bolsos, carteras. No se guarde los teléfonos móviles, déselos a mi compañero. Los recuperarán junto al coche.

Mis rehenes se atuvieron a la absoluta obediencia. Cameron les acercó la nota con la dirección escrita y regresó a mi lado.

—Dale doscientos dólares…

—¿Qué…? —me preguntó el ridículo enmascarado.

—En mi cartera encontrarás dos de cien. Dáselos. ¡Rápido!

Vacilante, Cameron hurgó por mi monedero y extrajo el dinero. Mientras intentaba aplacar en vano la histeria de sus hijos, la mujer aceptó los doscientos dólares sin llegar a clarificar el motivo de mi caridad. Aun sintiéndome terriblemente conmovida por la escena, tuve que continuar con el arma arriba, apuntando al corazón de aquella familia, eludiendo cualquier forma de benevolencia.

—Y ahora escuchen lo que voy a decirles… —Tragué saliva. La nula transpiración del plástico me bañaba en sudor toda la cara—. Aunque no lo crean, mi compañero y yo somos gente de bien, pero metidos hasta el cuello en un asunto de vida o muerte. En un minuto la policía les encontrará a ustedes aquí mismo. Crean o no lo que les digo, salvarán nuestra vida con su silencio. Tanto si deciden delatarnos como si no, encontrarán su vehículo en perfectas condiciones en la dirección que les hemos dejado escrita. Pero sepan que en cuanto subamos a su coche nuestras vidas caerán en sus manos. De ustedes depende ahora que no nos alcancen.

El matrimonio quedó enmudecido. Tanto los padres como los hijos se mantuvieron muy pegados unos contra otros, sostenida su unión sobre el metro cuadrado de asfalto que el miedo les concedía. No me resultó en absoluto tranquilizador contemplarlos allí, con las piernas temblorosas, incapaces de hallarle justificación al ridículo discurso del que se servía aquella criminal para eximirse de culpa. Lo cierto era que esa familia recordaría aquella mañana de sábado durante mucho… mucho tiempo.

Arrepentida y avergonzada de mi verborrea, me monté en el asiento del piloto. En cuanto Cameron se sentó a mi lado, hundí el pie en el acelerador como si la vida me fuera en ello. Y, ciertamente, así era.

Nos quitamos las bolsas de la cabeza al dejar atrás el llanto de los pequeños. Dentro del vehículo se respiraba a chocolatina y caramelo. Empequeñeciéndose la imagen de la familia en mi retrovisor, y a medida que nos distanciábamos, sentí la necesidad de buscar el apoyo visual de Cameron. Una falsa aquiescencia, quizá. Nos contemplamos, serios, sudorosos, empapados, con la expresión propia de esos delincuentes a los que todo el país busca.

No sobrepasamos ni los dos kilómetros metidos en el todoterreno cuando el primer coche policial se cruzó a toda velocidad por el carril contrario. Le siguieron dos más con todo el despliegue sonoro de sus sirenas. Se me encogieron los hombros y el miedo me poseyó los pies. La velocidad del coche comenzó a decaer.

—Tranquila… No dejes de pisar el acelerador —soltó Cameron con la mirada puesta en su retrovisor.

—Nos van a coger, Cameron. ¡Esa mujer les dirá que se den la vuelta para alcanzarnos! —le contesté con la enésima pérdida de nervios.

—No, tranquila. Lo has hecho bien… Muy bien.

Mi compañero sonrió al comprobar cómo la policía pasaba de largo, dispuesta a investigar el caso del avión que, con su vuelo intruso en el espacio aéreo estadounidense, había terminado por hundirse bajo la presa de la Reserva Prettyboy, en el condado de Baltimore. Lo que nadie iba a imaginarse es que el avión en cuestión se exhibiría en la prensa como el jet privado de uno de los mayores traficantes de armas del mundo. Y dentro de esa aeronave convertida en tumba acuífera, el dueño, el hermano menor. Como consecuencia, la sed de venganza del mayor no se haría esperar.

—No faltará mucho para tener a los coches patrulla pegados a nuestro culo… Esa gente se encontraba muy asustada… —consideré mientras mi ansia de huida desplazaba la manilla del indicador de velocidad hasta rozar los ciento cuarenta kilómetros por hora.

—No te preocupes. Esos críos han visto en ti la personificación de Robin Hood… Les robas el coche y luego les das la oportunidad para hacerles ver lo buena samaritana que eres… Doscientos dólares… Sí que nos ha salido cara la jugada…

—¡Que te jodan! El llanto de esos niños se va a quedar metido en mi cabeza durante años.

El silencio restauró distancias entre nosotros.

—Debo darte las gracias, de nuevo… —acertó a decir mi copiloto tras la pausa.

—No me des las gracias por haberle estropeado el día a una pobre familia… Me contentaré con que me des las gracias por encontrarte una cama para dormir esta noche.

—Quítate eso de la cabeza. No dejaré que hagas nada más por mí. En cuanto lleguemos a Washington, saldré de este coche y nunca más volverás a verme. No voy a repetírtelo. Ya te he metido en demasiados problemas…

—¡Muy bien! Te dejaré enfrente de la Casa Blanca así como vas, calado hasta los huesos, a rostro descubierto y con la pierna apuñalada… La policía, por supuesto, no sabrá quién es ese tipo que va cojeando por las aceras, ¡qué va! ¿Cómo va a ser el mismo hombre que murió anoche en Dubái y cuyo nombre los informativos de medio mundo han publicado sin cesar? Dime, ¿esa es tu forma de desaparecer para escabullirte de los que intentarán matarte? Definitivamente…, te creía más listo. Y sospecho que esa Amanda Baker también.

Cameron emitió un resuello con el que su disconformidad quedó más que patente. Revolvió incómodo su trasero en el asiento. Echó un ojo a los dígitos de su reloj negro de pulsera, que suponía resistente al agua. Pulsó uno de sus muchos botones táctiles. ¿Era eso un reloj o un ordenador portátil de mínimas dimensiones? Retomó la atención en el retrovisor. La policía continuaba sin aparecer. ¿Realmente había conseguido la criminal conmover a sus inocentes víctimas?

Cumplida la hora y media de trayecto y echados a la espalda los ciento veinte kilómetros que nos separaban de Washington, nos acogimos a la consciencia real nacida de la gran suerte que insistía en no abandonarnos. Atravesamos la capital sin incidente alguno hasta estacionar en el aparcamiento subterráneo donde aquella familia podría recuperar su coche. El mismo por el que la vagancia de Larry había campado en 2010, en su primer trabajo como vigilante tras el término de su curso de formación. Le despidieron a la semana por quedarse dormido al menos tres o cuatro veces durante su jornada laboral.

Al apagar el motor del todoterreno le indiqué a Cameron que escribiera una nota de agradecimiento para depositarla a la vista en el salpicadero del vehículo. Si en ese día a alguien había que estar agradecido era a esa buena familia dejada atrás, abandonada en la cuneta. Un matrimonio que, inexplicablemente, había creído las palabras de la siniestra mujer con la bolsa de basura ocultándole el rostro y que tanto había asustado a sus pequeños. Con un trozo de cinta aislante que encontré en el maletero pude acoplar debidamente las llaves en el reverso de la chapa, por encima de la rueda izquierda delantera, tal y como les había advertido a los propietarios.

A las once y media de la mañana de aquel sábado el aparcamiento tenía más columnas que coches. Algún que otro turista despistado caminaba titubeante sin hallar la salida que le llevara directo a la superficie. Nos alejamos del vehículo y caminamos con decisión hasta las escaleras que nos condujeran a toparnos con el frío invernal de la Costa Este. Evitar en la medida de lo posible un contacto visual con transeúntes era el objetivo. Nuestra facha desaliñada, casi trágica, sacada de las profundidades de la presa Prettyboy, no daría el pego suficiente para despistar a aquellos que, en esa zona céntrica de la capital, guardaran el descanso del presidente de Estados Unidos. Mi camiseta, mis pantalones, manchados del barro de la ribera de la presa. Cameron con igual suciedad agarraba las bolsas de basura negras con nuestras pertenencias tras el «naufragio». ¿Nos dejaríamos ver por Washington con ese aspecto? ¿Conseguiríamos ocultarnos por fin tras los muros del Majestic Warrior? Estaba claro: no daríamos ni media zancada. Cualquiera de los miles de policías que custodiaban la capital de los Estados Unidos nos echarían sus zarpas al cuello al solo intento de cruzar la primera de las avenidas.

Eché un ojo a la pierna herida de Cameron, oculta bajo los sucios vaqueros, con parte de la camisa de Alekséi Zharkov figurándole todavía como resistente torniquete.

—Con tu cosido ha dejado de sangrar —me dijo él al palpar sobre la zona en cuestión.

—Estás muy pálido. Puedes haber perdido mucha sangre… —le revelé con seria preocupación.

Cameron transformó su gesto de repente. La resignación que rodeaba el posible fin de nuestra escapada en cuanto pisáramos la calle le regaló al verde de sus ojos una especial iridiscencia.

—Estoy bien… Puedes estar tranquila, que no me escaparé corriendo… Seré el perrito fiel y cojito que siempre deseaste tener de niña.

Le miré como si fuera ese el último instante que compartiría con él, antes de que en la superficie las esposas de un agente federal nos separasen. Era lo obvio. Lo inevitable. Y ambos lo sabíamos.

—Ha sido un placer compartir con usted esta aventura, señorita Madison. —Y extendió la mano hacia mí. Desprecié su gesto con mi quietud. Luego dijo—: Prométeme que dejarás de seguirme y recuperarás tu vida en cuanto salgamos fuera.

—No te voy a prometer nada de eso… Te llevaré al hotel y seguiremos curando esa herida…

—Madison… —me interrumpió. Acercó el rostro al mío y las manos me rodearon las mejillas—. En cuanto nos detengan, yo ya estaré muerto, ¿has entendido? Aléjate de todo lo que rodee el caso de Amanda Baker porque todo este asunto pinta muy mal, lo mires por donde lo mires. Nada de lo vivido conmigo habrá ocurrido para ti.

—¿Has acabado? —le arrojé amenazante y aferrada a la mínima posibilidad de vernos acomodados en media hora en la habitación de mi tía Gloria.

—No. Aún no… —me susurró.

Los labios se aproximaron a los míos.

Me besó. En la forma y el modo del amante avezado, capaz de arrancarle el corazón a quien no veía lugar ni tiempo para resistirse a la humedad de unos labios.

Tres, cuatro segundos y su boca tomó el camino contrario al de mi deseo: la distancia.

Le miré con absoluta desaprobación. A punto estuve de abofetearle.

Pero no lo hice. Hubiera sido demasiado evidente la implicación de mi sentimiento hacía su osadía.

Sin mediar palabra, le arrebaté las bolsas de basura y cargué con ellas. Subí los escalones con determinación. Sin prisa pero sin pausa. Me detuve a mitad del tramo de escaleras, justo antes de doblar la esquina para iniciar el ascenso del segundo tramo. Volteé el rostro hacia él. Cameron permanecía quieto, en el mismo lugar en donde se había producido nuestro primer íntimo encuentro en diecisiete años. Inmóvil, quizá a la espera de mi respuesta a su portentosa forma de posar los labios sobre los míos.

—Lo que acabas de hacer tampoco habrá ocurrido para los dos —le dije tan gélida como el invierno que nos esperaba fuera.

—¿Eso es un trato?

—No. Una certeza.

* * *

Salimos a K Street NW con el frío cortante de la capital amigado con la humedad que aún presentaban nuestras ropas. Una pulmonía, el acto de bienvenida que nos ofrecería la ciudad con su temperatura ambiente bajo cero. Enfermar o no dependía de esa fortaleza física que aún nos convidaba a no desfallecer, pero sobre todo de la fortuna de tomar la decisión adecuada que nos llevara directos al Majestic Warrior sin enfundar sospecha alguna por la vía pública. A la salida del aparcamiento estudiamos las posibilidades: siendo sábado y a diferencia del resto de los días laborables, los transeúntes se contaban escasos por las aceras. El tráfico fluía disperso, sin problema aparente a la vista. Nuestro objetivo se trasladaba ahora a bajar toda esa calle hasta dar con el cruce de Connecticut Avenue. Una vez llegados allí, tan solo cuatrocientos metros nos separarían de las puertas del Majestic.

—¿Alguna idea? —enunció Cameron tras observar por cuarta o quinta vez la pantalla de su reloj digital. Acababa de apretar un nuevo botón de su pequeño cuadro de mandos táctil.

—Por lo pronto, mantén la cabeza gacha —propuse—. Nadie debe reconocerte. Estás muerto para el resto de los mortales, ¿recuerdas?

Nos atrevimos a soltar una decena de pasos por la calzada. Una mujer de mediana edad acometió el cambio de acera ante el acercamiento de esos dos con ropas empapadas y embarradas. Lo más probable era que cuando esa señora nos perdiera de vista llamase a la policía. El tiempo apremiaba.

Un taxi. La forma más discreta y rápida para salir de allí.

Detuve la vista en la calzada al encuentro de un taxista lo suficientemente comprensivo, ingenuo y discreto para llevarnos hasta el Majestic y no a la comisaría más cercana. De la boca me emergió una triste sonrisa de escepticismo. Ningún taxista de la capital accedería a trasladarnos en su coche con semejante desaliño en nuestro aspecto.

Había que rendirse a la evidencia. Cameron estaba en lo cierto. No había escapatoria posible para dos fugitivos embarrados, caminando por el límpido centro de Washington.

La ausencia de opciones llegó inesperadamente secundada por una enloquecida decisión de saltar a la vía pública y abordar los asientos traseros del primer taxi libre que pasase.

Semáforo en rojo. Ojo avizor a la presa. Ahí estaba. Un taxi. Libre. Sin pensar en las consecuencias, habríamos de aprovechar la detención del tráfico y cruzar la vía para encarar el sentido contrario en dirección a Connecticut Avenue.

Y sin previo aviso, me lancé a correr hacia el frente. Cameron observó estupefacto mi carrera. Desde la otra acera, mi compañero de aventura me vio abrir una de las puertas traseras de un taxi, vehículo rezagado por haberse calado inesperadamente.

—¡¿Pero qué está haciendo?! —gritó el taxista al ver abordado su coche por la moribunda que por allí pasaba.

—¿Está libre, no? Su cartel lo indica… —le solté al hombre, en el que apenas había reparado en mi intento por sacar a Cameron de la estupefacción que lo había dejado plantado en la otra acera, frente a la salida del aparcamiento, y a quien grité—: ¡Sube al coche!

—¡Salga ahora mismo de mi taxi! —vociferó el conductor, para luego contemplarme con absoluta perplejidad—. ¿Señorita Greenwood?

Esa expresión paternal. Su níveo bigote. Los ojos almendrados que tantas veces había contemplado alzados en el espejo retrovisor del vehículo.

—¿Señor Farrell? —proferí invitada a creer en lo increíble. Norman Farrell, el siempre amable taxista apostado en la entrada del Majestic y con el que casualmente me había topado cada vez que había necesitado cruzar la ciudad.

El hombre me arrojó toda su preocupación en cuanto se convenció de que, efectivamente, tras esas greñas y ropas empapadas se escondía la señorita Madison Greenwood, de la suite 2023 del Majestic.

—¿Qué le ha pasado? —se alarmó mientras Cameron se introducía en el coche con tal impulso que me vi empujada casi hacia el otro extremo del habitáculo.

—Por favor, señor Farrell, no pregunte.

—Pero ¿se encuentra bien?

—Lo estaré en cuanto lleguemos al Majestic —referí—. Por favor, no comente a nadie que nos ha visto entrar en el hotel. Hágame ese favor. Su silencio significará mucho para mí.

—Pero puedo ayudarla en algo más? —me preguntó nervioso—. ¿Llamo a la policía?

—¡No, no! Solo conduzca hasta el hotel. No le pido más.

Ante la presencia de Cameron a mi lado, el taxista asintió desconfiado desde su retrovisor.

—Soy el secuestrador —le dijo Cameron con un sarcasmo fuera de tono.

—¡¿A qué viene esa tontería?! —le increpé—. No se preocupe, señor Farrell. Es… mi hermano. Hemos tenido una excursión un tanto accidentada… Eso es todo.

Con aquel último comentario conseguí que Norman Farrell relajase las manos frente al volante e iniciara así la conducción sin tensiones adicionales, ni inventadas. ¡¿Por qué Cameron había querido asustar a propósito a ese buen hombre?

Lo había decidido: mi habla comenzaría a rozar la apatía a cada momento que Cameron me lanzara su acercamiento con el uso de ese humor tan suyo sacado de contexto. Era evidente. Su complicidad se percibía cada vez más estrecha después del atrevimiento de su beso. Y tal efecto me hacía sentir vulnerable a su lado. Era hora de poner tierra de por medio.

Desearlo pero no tocarlo, mirarlo pero no contemplarlo… Resistiendo a ese particular viacrucis por el que se expandía la alargada sombra de Amanda, sentenciaría a mi cuerpo a suprimir cada gesto, cada movimiento que pudiera indicarle a Cameron que la tonta de Madison permanecería horas, días, años…, quizá una vida entera esperando un nuevo beso proveniente de sus labios. Fue el respeto por el recuerdo que la novia desaparecida aún retenía de su relación con Cameron lo que llevó a frenar mi arrojo inconsciente. Estaba convencida: mientras el nombre de Amanda girara en torno nuestro, mientras su búsqueda se sucediese, la falsa aversión hacia todo lo que significaba Cameron para mi mundo no se detendría jamás, posiblemente hasta verme separada de él por mucho que mi estúpido corazón sufriese.

Avistamos el Majestic Warrior con todo el esplendor del sol naciente centelleando en sus ventanales. Connecticut Avenue iniciaba su ir y venir de vida cosmopolita, apacible, pero alentado ante cualquier información visual susceptible de convertirse en amenaza civil. Debíamos estar atentos a todo lo que se produjera en los alrededores del hotel: Cameron y yo teníamos sendas papeletas para que las decenas de guardaespaldas —a esa hora paseantes incansables ante el inminente despertar de sus dirigentes en las alturas— avistaran en nosotros la imagen misma de la tropelía o, cuando menos, de la inmundicia con ansia de lo ajeno.

El señor Farrell dio un volantazo y consiguió invadir el carril más cercano a la admisión de clientes del hotel.

—No aparques en la entrada —tuteó Cameron, para después corregirse—: Rodee el hotel. Hasta que encontremos una puerta de acceso trasera. Y háganos un favor: no se marche hasta que hayamos entrado sin problemas —advirtió Cameron al conductor.

—No se preocupe —contestó el conductor a ese desconocido con toda la pleitesía de un criado.

No logré encajar en la lógica las palabras de mi compañero. Y no por lo inteligente de la pretensión, sino por esa confianza extrema de hallarle al hotel una segunda entrada algo más discreta. Y la había, claro que la había: la puerta que a patadas abría el personal de limpieza cargado con toda la basura que generara la alta esfera mundial.

Por suerte, la zona lateral del hotel se encontraba despejada de guardaespaldas. Solo un par de gatos con su hambre a cuestas saltaban entre cubos de basura alineados contra el muro izquierdo del callejón. Cierto era que en los alrededores del Majestic la gran suerte que nos había acompañado en nuestra evasión desde Dubái no nos duraría ni treinta segundos.

—Deténgase aquí —ordené al señor Farrell al divisar la altísima verja de hierro por la que debíamos cruzar.

Con sonrisa esquiva, tendí al taxista un billete de veinte dólares.

—Esto es mucho dinero, señorita —repuso el hombre con alma de ángel—. No hemos recorrido ni kilómetro y medio.

—Por su discreción —le respondí—. Acéptelo, por favor.

Y comprobé que la atención del taxista viajaba distraída de un lado a otro, de mi contestación a la salida de Cameron de su taxi. Atento, metódico.

Me asusté. Estaba segura de que Norman Farrell había acabado por reconocer en Cameron las facciones de aquel norteamericano muerto en la explosión en Dubái, y de la que tanto, supuse, habría hablado la televisión desde la pasada madrugada. Pero que el señor Farrell creyera en fantasmas o no ya dependía de los muchos cafés que se hubiese tomado esa mañana, o del poco descanso que encontrara a la suma de su años.

—No tarden en entrar. Hoy hay más vigilancia de la deseada por la zona —le soltó el taxista a Cameron, quien ya se encontraba fuera del vehículo.

Con la siempre tranquilizadora expresión de su rostro tornada en la de la preocupación, Farrell nos lanzó su compromiso de silencio con nuestra necesidad de pasar desapercibidos. Se marchó evitando las despedidas, sopesando con los ojos un aura de nerviosismo que me trastocó el andar hacia el lateral del hotel.

—Sabe quién eres… —le solté a Camerón—. Acabo de verlo en su mirada. Ha cambiado su expresión en cuanto has salido del taxi…

—No me digas… —arguyó Cameron tan cansado de huir como yo.

—Te ha reconocido. Estoy segura. Habrá visto las noticias esta mañana y…

—Déjate de paranoias y acelera el paso… —Cameron se dolía de la pierna a cada zancada. Pronto olvidé el taxista, pues supuse que lo último que desearía Norman Farrell era buscarse problemas con clientes sujetos a las faldas del Majestic Warrior.

Nuestra entrada se encontraba justo al final del muro lateral de la manzana. Gracias a las copias de las tarjetas magnéticas de mi tía, extraídas de mi bolso, logramos abrir la puerta de la verja, con accesos por un lado al patio de basuras y por otro a la puerta del refectorio del personal de cocina y restaurante. Ese, el comedor de cocineros y camareros, sería el primer cuarto a afrontar una vez sobrepasados los inexpugnables muros del Majestic.

Abrimos la puerta. Nadie. Por suerte, a esa hora los cocineros aún no habían llegado y los camareros se afanaban en adecentar mobiliario, vajilla y cubertería en el restaurante de cara al inminente almuerzo de las doce y media. Pero eso no quitaba que, en ese preciso momento, algún sirviente entrase en la cocina para picar lo que no debiera.

Cerré la puerta en cuanto entró Cameron tras de mí. La oscuridad nos rodeó por completo. Por fin dentro. «¿Y ahora qué?», me dije. ¿Cómo nos las arreglaríamos para tomar un ascensor de servicio sin ser vistos en plena hora punta laboral del hotel? En aquellos instantes el subir y bajar de esos ascensores sería constante por el uso de las decenas de doncellas aplicadas en el arreglo de las camas y demás desórdenes.

«Por aquí —oí chistar—. Vengan por aquí».

Cameron volvió a tomarme de la mano y con reveladora decisión viró por un estrecho pasillo a nuestra izquierda. El emisor de la voz fantasmal, que se había percatado de nuestra presencia, nos esperaba bajo la leve luz de un aplique de emergencia.

Ante nosotros un jovencísimo camarero al que nunca había visto en mi tiempo de estancia en el hotel. Vestía su uniforme blanco de rebordes dorados. El cabello de suave rizo rubio se revelaba en contraste con unos ojos oscuros.

—Me alegro de verles. ¿Es usted la señorita Madison? —susurró con un acusado acento irlandés.

Asentí con la cabeza, sin pestañear. ¿Quién era ese chico? ¿Qué suerte nos esperaría ahora? ¿No eran ya demasiadas dosis de surrealismo en veinticuatro horas?

—Me envía su tía Gloria. Síganme. Me encargaré de que nadie pueda verles.

—Pero ¿cómo sabe ella que estamos aquí? —repuse desconcertada—. No he podido avisarla de…

—Por favor, no pregunte. No hay tiempo. Limítense a seguirme.

Cameron, sin atribuirme responsabilidades, confió sin mediar palabra en el joven, que con buena previsión nos despejó el camino hasta un ascensor de servicio. Subimos hasta la planta 20. Nada más abrirse las puertas, el camarero sacó mitad del cuerpo ante la amenaza que significaba el pasillo de habitaciones por el que debíamos continuar, y que tanto habían recorrido mis pies en los últimos cuatro meses.

El muchacho —de unos diecisiete años, no más— giró la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Hasta tres veces seguidas vimos el cuello balancearse en pos de nuestra seguridad. En cuanto confirmó la ausencia de peligro, nos alentó a abandonar el ascensor con tanta presteza como le fuera posible a la pierna de Cameron.

En medio minuto llegamos hasta el fondo del pasillo, en donde conseguí aferrarme al frío tacto de la puerta de la habitación de mi tía: la suite 2023. Deseaba echarme en sus brazos en cuanto su rollizo cuerpo se presentase ante mi vista. Su deseo de verme, por fin, acompañada del supuesto amor de mi vida me había costado lo que ella jamás imaginaría, pues no estaba dispuesta a descubrirle las veces que, en cuarenta y ocho horas, mi existencia había corrido peligro.

—Tengo que dejarles. Métanse rápido en la habitación —nos sugirió nuestro joven ángel de la guarda—. ¿Qué le ocurre en la pierna, señor?

—Necesitaré desinfectantes, analgésicos y vendas —se adelantó Cameron a mi respuesta.

El camarero nos aseguró su regreso cargado con un botiquín completo. No me dio tiempo a agradecerle al chico su insustituible ayuda y exquisita discreción. Escapó enfilando por el pasillo hasta el interior del ascensor, cuyo cierre automático sorteó por los pelos.

De la bolsa de plástico negra saqué mi bolso. Rescaté de su fondo la tarjeta digital de la habitación y la introduje en la ranura. El piloto luminoso de la cerradura tornó su rojo a verde. El chasquido de apertura sonó en mis oídos como el hilo musical concedido a la ambientación del Jardín del Edén.

Entré en la suite. Los ojos se me nublaron de lágrimas. No volvería a separarme de mi tía jamás. El abandono al que la había compelido durante esos dos días había supuesto un auténtico martirio para mi conciencia. A cada peligro acechante siempre había acabado por materializarse en mi mente su imagen arrodillada, arrebatada por el dolor, sopesando la muerte de su sobrina en forma de culpa acuciante que acabaría por hacerla enloquecer definitivamente.

No más huidas. No más distancias. En cuanto me abrazase a mi tía, en no menos de diez segundos, me la llevaría en un aparte a la cocina, sin darle tiempo a saltar de alegría por descubrirme junto a Cameron, a cavilar en lo intensa, o no, que pudiera haber sido mi hazaña en Dubái con aquel prófugo. Y todo por un estúpido e imposible amor de juventud. Idealizado. Y a todas luces inviable.

Sí. Ya estaba pensado. La miraría fijamente y le haría comprender mi desamor por Cameron. Sí, eso haría. Que las cosas habían cambiado por completo: el hombre de mi vida enamorado de otra mujer, de nombre Amanda Baker. Caso cerrado. Y vuelta a la normalidad.

No más recesos entre ella y yo. No más falsas esperanzas, ni movimientos en falso del corazón. Una vez que entrase Cameron por esa puerta, su sola presencia alumbraría peligros para mi tía y para mi hijo, y por muy enamorada que me sintiera, no estaba dispuesta a volver a poner en riesgo ni mi vida ni mucho menos la de ellos.

Desde la distancia que me separaba del estado de Quintana Roo en Méjico —lugar al que habrían sido destinadas nuestras tumbas si la suerte hubiera sonreído a Leonard Burke—, daba oído al afilar de uñas de Viktor Zharkov preparado para vengar la muerte de su hermano. No me quedaría otra que buscarle un nuevo cobijo al mundo apacible que estaba dispuesta a componer con mi pequeña familia, aunque para el desventurado Andriy Marenko, con el asesinato de Alekséi Zharkov de por medio, ningún lugar del planeta conocido sería ya seguro para ninguno de nosotros.

Le daría una semana a Cameron para recuperarse y encontrar el emplazamiento idóneo donde proseguir con sus quehaceres suicidas con la CIA, al amparo de ese Patrick Cromwell. Todo lo ocurrido desde mi viaje a los Emiratos Árabes, con el tiempo, lo convertiría en basura desechable para el recuerdo. Pestañeé. ¿Estaba segura de eso? Después de lo ocurrido, ¿lograría dejar a Cameron Collins al margen de mi vida tan fácilmente? ¿Qué había de los inevitables daños colaterales? ¿No era yo acaso la autora material del asesinato de uno de los jefes de la organización que deseaba verlo muerto? ¿No fueron dos los hombres que se quedaron en tierra dubaití supervisando y dando testimonio del despegue del avión del ruso con mi presencia a bordo? ¿No hubo uno de ellos que, con cámara en mano, había llegado a fotografiarme nada más bajarme del Bugatti sorprendida por la intercesión de Burke en aquella inhóspita carretera?

Me encontrarían.

No sabía si en unas horas o en unos meses, pero me iban a encontrar.

Me faltó el aire. Aparté de mi pensamiento la descontrolada verborrea que acuciaba mi estabilidad mental y me dispuse a disfrutar de un nuevo presente con mi tía Gloria.

Nada más echar un paso al frente, me preparé para su grito de júbilo. Pero nos recibió un silencio amilanado por la oscuridad.

Crucé el recibidor y llamé a mi tía una, dos veces.

Dejé en el suelo las bolsas de basura con mis pertenencias. La luz de la mañana iniciaba su particular baile de destellos tras el cortinaje de los dos principales ventanales del salón.

Cameron cerró la puerta y observó mi andar inquieto por el pasillo de los dormitorios. Abrí cada puerta. Suelos limpios, ni una gota de wiski cubriendo encimeras, tocadores o moquetas. Las camas tan echas e impolutas como si se esperara a un nuevo e inesperado huésped.

—Habrá salido a hacer unas compras… —me alentó Cameron entrando al cuarto de baño. Y a su reflejo en el espejo, esbozó—: Ha sido una suerte pasar desapercibidos de esta guisa. —Sacó su cabeza de nuevo al pasillo y replegó todo su deseo por tranquilizarme—. No te preocupes por tu tía. En estos casos, las deducciones más simples siempre son las más acertadas. En la tarde la encontrarás viendo la tele en el salón.

—Pero no acierto a imaginar una causa razonable para que a esta hora no se encuentre en la habitación. —Fui hasta la mesilla junto al sofá y en el teléfono de la suite marqué dos, tres veces el número móvil de mi tía… Apagado.

—Estará en la cafetería, o en el restaurante… —supuso Cameron—. Es lógico echar un paseo a media mañana por un hotel de estas características…

—Mi tía odia las comidas de este hotel, por la escasez del plato, vamos…, y el café que ponen le da dolor de estómago. No hay quien la quite de su muffin y su taza de chocolate del mediodía.

—¿Y atiborrarse a muffins y chocolate cada mañana no le da dolor de estómago?

—Cállate. —Suspiré no muy convencida de acercarle a Cameron más información de la recomendada. Pero lo hice—: Como trabajadora del Golden’s Club no le permiten acercarse más de lo debido a las dependencias reservadas a los clientes.

Cameron entrecerró la puerta del baño. La voz sonó tras la madera:

—El cabrón de Zharkov se aseguró bien de clavarme su puto cuchillo. Hijo de puta… Así te revienten a puñaladas en el infierno. Duele de cojones…

—Iré yo a buscarte un desinfectante. Quizá ese camarero no sepa dónde…

—No te preocupes. Jimmy traerá todo lo que… —se interrumpió de improviso.

—¿Jimmy?

—Sí… El chaval que nos ha ayudado a subir. ¿No viste el nombre en su placa? En su pecho, en el lado izquierdo…

No recordaba ninguna placa en el uniforme de aquel muchacho. Obvié mi despiste.

—No tardes en ducharte. Estoy deseando quitarme todo este barro de encima —le dije a mi paso por el dormitorio de Gloria.

Contemplé la ancha cama que había acogido su dormir y sus otras tantas resacas pulcramente hecha, intacta y con el colchón ligeramente hundido, como siempre. Metí la mano bajo las sábanas, justo en el lado donde, acostada y durante su sueño, a doña Gloria siempre se le antojaba dar la espalda a la puerta. El frío raso de la sábana bajera se resintió al tacto. No era posible. A tal hora de la mañana debía aún desprenderse parte del calor del orondo cuerpo de mi tía. ¿Se habría tomado unas minivacaciones aprovechando mi ausencia? Quise restarle importancia al motivo de su marcha. Me restregué los ojos sin la fuerza mental necesaria para dar respuesta a tanta confusión y duda. Cameron tenía razón: más que en ningún día en toda mi vida necesitaba descansar. Proyecté la voz por el pasillo a sabiendas de que Cameron me oiría:

—En cuanto despertemos quisiera ir a comprarte algo de ropa. En la planta baja de este hotel hay una boutique para caballero.

—… Armani…

—¿Cómo? —me extrañé. No podía creer tal sibaritismo hacia su nueva ropa adquirida a modo de favor.

—Utilizaste la mitad de una camisa de Armani para anudármela a la pierna… —aclaró—. ¿A quién se la arrancaste?

—¿A quién crees tú? —le contesté incómoda—. Deja ya de recordarme lo ocurrido en el avión. Ese disparo me va a quitar el sueño de años enteros… Voy a ducharme.

—Ese cabrón ruso no se merece ni el remordimiento de un perro, ¿me oyes?

—Olvídalo ya, ¿quieres? —Caminé por el pasillo con el cuerpo cada vez más hundido por el cansancio—. ¿Cuánta ropa necesitas?

—Ropa interior, una camisa y un pantalón. Lo justo para un día. Contactaré esta tarde con Patrick Cromwell. Me iré de aquí esta noche. La agencia me conseguirá un alojamiento seguro. También les pediré protección para tu tía y para ti. Al menos durante un par de meses, hasta que veamos que todo anda más tranquilo para todos.

Retorné sobre mis pasos y me acerqué a la puerta entornada que ocultaba el desnudo de Cameron. ¿Es que ese hombre nunca entraba en razones? ¿Qué no había entendido de las palabras de quien le había sugerido que se mantuviera alejado de la CIA ante la inminente venganza del mayor de los Zharkov?

—Ya oíste a Marenko en el avión —le recordé—. Es peligroso que acudas en estos días a ese Cromwell. Sabes que no andan muy saneadas las filas de los agentes que rondan a tu jefe. Sería un suicidio, esas fueron sus palabras antes de que al tipo le metieran una bala en la cabeza. ¿Quieres correr su misma suerte? —Retomé de nuevo el paso hacia la habitación de mi tía Gloria. Por el camino me desprendí de la sucia camiseta, regalo de Leonard Burke tras mi ducha en ese avión—. No contactaremos con nadie por ahora. Te quedarás con nosotras una semana y no se hable más. Nadie sabrá que estás aquí.

Me quedé en ropa interior frente al espejo de cuerpo entero de mi tía.

La cabeza de Cameron apareció por la abertura de la puerta del baño a mitad del pasillo. Acertó a vislumbrar mi desnudo en el fondo del pasillo.

—Madison. No quiero volver a hablar de lo mismo.

—Ni yo —le advertí dándole la espalda con el sujetador al descubierto.

—Intento protegerte. No volveremos a vernos desde esta noche lo quieras o no.

—¿Cómo te gustan las camisas? ¿Con rayas?, ¿lisas?, ¿a cuadros?

No me contestó. Contuvo unos segundos su mirada sobre mi desnudez y volvió a meterse en el baño a puerta cerrada.

A su indiferencia, yo resolví pagarle con la misma moneda: encerrarme en el dormitorio de Gloria y convertirlo en mi lugar de recogimiento mientras pisásemos ambos el mismo suelo. En esa semana dormiría con mi tía, en su cama. Vidas separadas. Mundos paralelos. Como había sido siempre, y sería. «Estúpida. ¿Qué te habías creído?».

Vano el intento de cambiar destinos, pues era precisamente ese, el destino y sus vueltas, el que al final te mostraba su afianzamiento a tal poder. Sobre nosotros. Siempre sobre nosotros. Persuadida por mi sexto sentido, a cada segundo cobraba más fuerza la idea de que Amanda Baker había sido y sería el latido que impulsaba el corazón de Cameron Collins. Hasta el punto de merecer arriesgar su vida por ella. «Tarde, Maddie. Has llegado tarde».

Sentada en la cama esperé a que mi invitado saliese del baño. Al cuarto de hora oí su andar por la moqueta hasta encerrarse en la que había sido hasta entonces mi habitación.

Paso libre.

Con la bañera humeando una relajación ilusoria, pude respirar tan profundamente como no se me había permitido en horas anteriores. Tomé la esponja con la mano derecha y me preparé para frotar con ella el antebrazo izquierdo. Minúsculas manchas rojas salpicaban la muñeca derecha, unas cuantas también a la altura del bíceps. Marcas de un estigma, resistentes al agua del embalse Prettyboy.

Froté, pero las manchas se resistían a despegarse de la piel. Froté una segunda vez. Y la sangre de la cabeza de Alekséi Zharkov se mezcló con la espuma jabonosa de mi baño.

Al término de mi primer aclarado tuve que vaciar la bañera, lavar sus paredes con lejía perfumada y lavarme otra vez. No sirvió de nada. Y desde ese instante supe que la estimulante fragancia de cualquier gel, frotado sobre mi piel, acabaría sucumbiendo al metálico olor de la sangre expelido por mi conciencia, hasta el fin de mis días.

* * *

El joven Jimmy, tal y como nos había prometido, regresó con un botiquín al cuarto de hora, justo en el tiempo de mi baño. Unos estudios inacabados de auxiliar de enfermería le aseguraban mano ágil para enfrentarse a la cura de cualquier herida de mediana gravedad. Mi cosido sobre la piel de Cameron volvió a ser desinfectado y el dolor emergente a esa segunda cura mitigado con analgésicos y antiinflamatorios.

Cuando quise darme cuenta de la presencia de ese chico en la suite —pues toda mi ansia era preguntarle acerca del paradero de mi tía y su inusitada vinculación con ella—, ya se había ido. Nada más terminar de vendarle la pierna a Cameron, el hacendoso camarero se marchó sin dar más explicaciones. A los dos minutos, salí yo en albornoz por la puerta del baño. Me enfrenté nuevamente a Cameron, al que vi sentado en el sofá del salón, en calzoncillos y con el muslo perfectamente vendado. Le pregunté si ese camarero le había dicho algo referente a mi tía, a su relación con ella, insólita para mi conocimiento. Un simple «no» le bastó para hacerme callar y alejarme de la tentativa de continuar hablándole mientras soportaba los dolores de la herida recién hurgada.

Sin hacer alusión a más asuntos, planeamos dedicar el tiempo que pudiéramos restarle a la tarde al descanso por separado, cada uno en una habitación; yo en la cama de mi tía y Cameron en el colchón que había revitalizado mis días alejada de mi matrimonio con Larry.

Hundida mi inquietud en la cama de Gloria, mis ganas de dormir se disiparon con la sola pretensión de asirme a ellas. Mi tía no podía haber ido muy lejos. Tumbada, vi pasar una hora de desazón, entre arruga de sábana y trajín de almohada. Imposible cerrar los ojos cuando mi realidad insistía en abrírmelos a base de sobresaltos. Hubo de ser el propio esfuerzo de cavilar sin término, unido al surgir de hipótesis estúpidas (otras no tanto), lo que finalmente me convidó a caer en el agotamiento mental, a la media hora, llegando a atraparme un inesperado sueño en no sé qué parte de mi miedo.

Me levanté a las cinco de la tarde. La ciudad aclimataba sus luces dándole la bienvenida a la noche. Tres horas de sueño, suficientes para afrontar el término del día.

Me vestí con unos tejanos y un jersey blanco, de lana y cuello vuelto, regalo de mi tía. Abrí la puerta del dormitorio con la voz clamando a Dios para que me mostrara, sentada en el salón, su maternal imagen con sus bonitas gafas rosas puestas sobre su nariz respingona, tan graciosas y vistosas como le habían quedado siempre.

Crucé un salón malacostumbrado a esa ausencia de luz, a esa carencia de vida y a ese silencio. Convidada a dejarme atrapar por un atardecer cerrado, me senté en el sofá de tres plazas sintiendo una desazón que tragó a bocados el ansiado momento en el que mi tía y yo volviéramos a estar juntas. «En cuanto la tenga enfrente, va a saber lo que es verme enfadada, ya lo creo. ¿Es que no puede avisarme adónde va?», me dije adoptando el papel que tantas veces le había visto adoptar a ella conmigo.

Allí sentada, las piernas, las manos no pararon quietas. Las cinco y media. Cameron no daba indicios de despertar y mi tía seguía sin aparecer por la suite.

Distraerme para no pensar. Bajar a la zona comercial del hotel y comprarle a Cameron su ropa nueva. Eso es. Era todo cuanto podía hacer, por el momento…

En cinco minutos los tacones de mis botas repiquetearon por el imposible brillo de las baldosas de mármol blanco, en la planta baja del hotel. Allí, las mejores marcas comerciales regalaban los ojos con su mejor aspecto y trato para gusto de los huéspedes más elitistas.

A simple vista, la boutique para caballero lograba dar una imagen de pulcritud y orden absolutos. La luz blanca y un tanto excesiva de los focos reforzaba el refulgir de los rojos, verdes y azules de polos y chaquetas, contrapuestos al gris invierno de la capital. Al fondo, la dependienta, de rubio cabello semirrecogido, me saludó cordialmente.

Elegí ropa cómoda para Cameron, estilo sport y no demasiado llamativa. Me sentía en la obligación de vestir a Cameron como aquel ciudadano que deseara pasar inadvertido por la capital, aunque, por el momento, la expectativa se centrase en mantenerle las veinticuatro horas del día encerrado en la suite. Me cargué al antebrazo cuatro camisas, tres juegos de ropa interior y tres pantalones. Una gorra de los Lakers y unas gafas oscuras en oferta también se unieron a la adquisición. Probablemente, los dos complementos más importantes para que lograse pasar desapercibido.

—¿Se lo envuelvo todo para regalo, señorita? —me dijo la guapa vendedora.

Le señalé que no era necesario. Ella comenzó a pasar las etiquetas por el lector óptico de su ordenador. En ese momento y en un intento por entretener la mirada, mi atención quedó embebida por las imágenes que tras la joven se sucedían por una finísima pantalla de plasma. La CNN insistía en lanzar titulares con captaciones de cámara referidas a los momentos posteriores a la explosión en el Burj Khalifa de Dubái. Las cenizas del desastre y el cubrimiento de víctimas mortales sacadas del interior del edificio. Sucesivamente se mostró una fotografía de Cameron, con traje, corbata y sonrisa un tanto huidiza. Este se acompañaba de dos hombres a quienes los editores del informativo habían emborronado el rostro. El lugar en el que se había captado la imagen me resultó más que familiar. ¿No era esa la recepción del Majestic Warrior?

—¿Quiere que suba el volumen, señorita? —La dependienta, de estilizado porte, me miró un tanto confundida.

—Oh, no, no se preocupe —atiné a decir ruborizada—. Discúlpeme. ¿Cuánto me ha dicho que debo pagarle?

La fotografía de Cameron con sus dos amigos quedó sustituida por imágenes de vídeo en las que varios coches policiales invadían el acceso principal del Majestic.

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