Aria

Aria


13

Página 24 de 36

1

3

Taylor echó el freno de mano de su Chevrolet todoterreno de diez años. A las dos y cinco de la tarde el intenso frío, el viento y la lluvia no daban tregua a quienes se obligaban a pisar la calle. Alzamos la cabeza desde nuestros asientos. Sobrevino a nuestra atención la imagen dantesca de la torre principal del Majestic. Como había descubierto por la televisión, la azotea había sobrevivido a la explosión y era ahora la techumbre un gran agujero central por donde antes se asentaban tres plantas del edificio. Cualquier extranjero desinformado del atentado podría haber supuesto que la torre había sido literalmente atravesada de norte a sur por un enorme meteorito. Escudriñé al detalle la envergadura de los daños, presente en la oscura concavidad de la que sobresalían cables suspendidos y barras de hierro dobladas como chicle.

Aún no daba crédito de lo ocurrido. El familiar escenario donde Cameron había terminado sus días descompuso mi cuerpo nada más enfrentarme a la negrura de su tragedia.

Desde el anuncio de su muerte, el padre de mi hijo acudía a mi mente a cada minuto que me obstinaba yo en olvidarle. Nuestras últimas conversaciones bombardeaban mis sienes a traición. Hasta el último minuto ese malnacido quiso negarme toda la verdad, incluso a sabiendas de verme llorar tras descubrirle dirigiendo el hotel. Todas esas mentiras acerca de su verdadero propósito conmigo, para la posesión de esa llave, habían formado una losa en mi estómago, y deshacerme de su peso significaría hallar en las próximas cuarenta y ocho horas la prueba que revelara la honestidad de un hombre enamorado, capaz de mentirme hasta la saciedad con tal de alejarme de una muerte segura; la que él, más tarde, encontró.

Imaginé a Cameron en sus últimos momentos, en su despacho, en su dormitorio, quizá en su terraza… Me aterraba pensar que Cameron, pese a su insistencia en separarnos, hubiera decidido esperar mi regreso de quién sabe dónde, sumido en arrepentimientos, y siendo esta la causa mortal que le retenía en lo alto de su torre. Por paradójico que resultara, cierto era que la muerte de mi tía había salvado mi vida; para lanzarme a vivir otra muy distinta. Mi furtivo viaje a Broken Bow supuso todo un cambio en Madison Greenwood. Ante las revelaciones de Taylor en el motel, sentí cómo mi ser moldeaba, con la cualidad de la arcilla, el dolor del amor perdido, dándole la forma misma de la ira.

Ni por asomo era ya, en aquella tarde del 3 de febrero de 2015, la misma mujer. Durante el silencioso viaje de vuelta a Washington, Taylor consiguió advertirlo, en el brillo de mis ojos, en la frialdad de mi expresión. Nada quedaba de la inocente Maddie en mí, como tampoco de la suspicaz Valentina Castro. En el vacío de mi alma solo pernoctaba un arrojo suicida, una rabia reprimida, y la desgarradora impaciencia de encararme a los que, desde las sombras, deseaban verme muerta. La conjura asesina —en apenas dos días— contra el presidente Kent y las consecuencias del plan de Zharkov de querer llevar al mundo al caos reforzaron, en plano paralelo, el propósito final de conocer el nombre del fabricante de armas y de los que andaban detrás de Zharkov y Cameron Collins. ¿No era esa Triple Alianza la que ansiaba conocer mi paradero? Muy bien. Pues ahí me tenían, de vuelta a la capital y dispuesta a convertirlos a todos en cazadores cazados. El primero en sucumbir en mi lista había sido el menor de los hermanos Zharkov. ¿Cuál sería el siguiente?

En esa tarde, los nubarrones se despojaban del peso de su agua provocando la humareda de las ascuas en lo alto del edificio, vestigios del fuego exhalando el último aliento tras la intervención de los bomberos. A los pies del hotel, coches patrulla esperaban la vuelta de sus conductores a los que la sobremesa les había retrasado más de lo debido.

La hora del almuerzo era la ideal para pasar desapercibida en las inmediaciones del hotel, y la avenida frente al Chevrolet de Taylor animaba mi paso para atravesarla sin peligro alguno.

—La

suite de Gloria estaba a la altura de ese agujero… Los techos y suelos han caído sobre las plantas inferiores. Es peligroso que subas ahí… —remarcó él apagando el motor de su coche a la entrada de un estrecho callejón.

—Ya es tarde para arrepentimientos —le contesté—. Sea lo que sea a lo que se acceda con esas llaves, voy a averiguarlo.

—Es probable que la llave de Zharkov no se encuentre en ese trozo de camisa…

—No voy a quedarme con la duda, Taylor —le dije.

—Quince minutos, ¿has entendido? No quiero que te entretengas más de la cuenta. El FBI habrá precintado todas las vías de acceso para subir a la zona de la explosión, y te la juegas, lo sabes…

—No necesito más de tu pesimismo. ¿Qué tal unas palabras como «buena suerte, nena»? Esta vez consentiré que me llames así.

—Lárgate si ves el camino jodido, ¿me oyes?

En su asiento de conductor y con el miedo descomponiéndole el rostro, se quedó sin mi respuesta durante algo más de cinco segundos.

—Entiendes por qué hago todo esto, ¿verdad? —le dije con ánimo apaciguador.

—No debí contarte nada de esta mierda. Ahora estarías en Broken Bow a salvo…

—No, Taylor… Me hubieran encontrado, quizá no hoy, pero sí mañana. ¿Hablas de escondernos? ¿De huir? Aunque Cameron haya muerto, la CIA continuará sin él para hacerse con la llave robada al presidente. Zharkov no se detendrá hasta darme muerte y el presidente Kent… vete a saber las veces que me habrá maldecido. —El cielo de Washington se oscureció como si el desplome de sus nubes fuera inminente. En segundos, las sombras tomaron los muros de la torre—. La única forma de liberarme de esta triple amenaza es enfrentándome a ella, cara a cara… Lo sabes. Por esa razón viniste a buscarme, no por otra.

Con sus manos todavía pegadas al volante, echó la mirada al frente:

—No tardes, Maddie.

Taylor contempló mi salida del coche. Quiso adentrarse en mi pensamiento con una sola de sus miradas. Pero lo que no hallara en mí lo hallé yo en él. En su rostro se revelaba un rencor consigo mismo por haber accedido a llevarme de nuevo al Majestic, plenamente consciente del grado de peligro que conllevaba para nuestras vidas. «Aunque me dejes hoy en Broken Bow, volveré mañana a Washington —le dije en el motel—. Solo dispongo de cuarenta y ocho horas para descubrir la verdad sobre esas llaves. Tendrás que matarme para verme alejada de este asunto». Viéndome escapar de la habitación y con la vista puesta en la parada de autobús frente al motel, Taylor se resignó finalmente a no dejarme sola. Con las primeras gotas de lluvia del día, Taylor corrió hacia mí y me subió a su coche. Regresó conmigo a la capital con la misma lealtad y entrega que yo había desgastado en mi aventura con Cameron.

Oculté mi cabeza bajo la capucha del chubasquero verde militar que acababa de comprar en un servicio 24 horas. Atravesé la avenida sorteando el pasar de coches en ambos sentidos. Desde el Chevrolet negro, la protectora mirada de Taylor me apuntaba tan directa a la espalda que, en la distancia de sesenta metros, me pareció sentirla tatuada en la nuca.

Alcancé la acera que bordeaba los muros laterales del hotel. Me detuve justo enfrente de la verja por la que Cameron y yo accedimos en la mañana del amerizaje en la presa Prettyboy. De mi bolso saqué la tarjeta digital y entré en el patio de basuras. Seguidamente, y con la otra tarjeta, pasé al comedor del personal de servicio.

Sabía que a esa hora el personal de cocina iniciaba su almuerzo.

—¿Quién es usted? —me dijo una de las cuatro cocineras extrañadas al ver entrar por esa puerta lateral a esa desconocida con chubasquero.

—Vaya tiempo… —le sonreí. Me quité la capucha y me sacudí el pelo—. Buenas tardes y que aproveche… Soy Katherine Shaw. Empiezo hoy a trabajar como asistenta de limpieza en planta.

Las mujeres aflojaron el gesto. Tres de ellas dejaron de prestarme atención para proseguir devorando el estofado de sus platos. Solo la más joven tuvo la educación suficiente para ayudarme en mi «primera» andanza por el hotel.

—Sí… Eh… —balbució la chica—. La próxima vez tienes que acceder por la puerta del ala norte. Esta es la entrada a cocinas…, ¿no te lo dijeron?

—Oh, lo siento. Me informaron de que…, bueno, no importa. ¿Puedes indicarme donde están los vestuarios?

La amable cocinera interrumpió su almuerzo para acompañarme a la bajada de unas escaleras muy próximas al

office. Nos adentramos en un estrecho pasillo, demasiado oscuro para poder pisar sin llegar a caerse.

—Debes acostumbrarte a la falta de luz en algunas partes del hotel —me informó la chica de belleza pelirroja y caminar desgarbado—. La explosión de ayer ha dañado el generador central. Hasta que el FBI deje de investigar no se podrá reparar los desperfectos… Al menos los de cocina seguimos de una pieza… Vienes a sustituir a la limpiadora que murió ayer, ¿verdad?

—Sí…, sí, claro. Para mí ha sido horrible aceptar este trabajo…

—¿Tienes hijos?

—Sí, uno.

—Por eso estás aquí —caviló—. Aunque el mundo se vaya al garete, nuestros hijos tienen que seguir comiendo… Ya hemos llegado.

Nos detuvimos en el centro del corredor, frente a una doble puerta. La chica no había de tener mucho apetito, pues la lengua la convidó enseguida a la cháchara conmigo.

—Esta mañana,

The Washington Post ha publicado los nombres de los fallecidos, no he querido saber de ninguno más… La verdad…, aún no he podido salir del

shock.

—Bueno, muchas gracias por traerme hasta aquí. Has sido muy amable —le dije.

—Cuando te hayas vestido debes salir hacia la derecha, sube las primeras escaleras que encuentres hasta el ascensor de servicio, después sube un piso y a la izquierda encontrarás los cuartos de limpieza. Supongo que te habrán informado de que está prohibido subir más allá de la planta diecinueve…

—Sí, por supuesto.

—El FBI se ha apropiado de las demás plantas superiores.

—¿Sabes si a esta hora hay agentes por esa zona?

—Ni idea. Puedes encontrártelos en el hotel tanto de día como de noche.

La chica se despidió tan gentil como había sido su ayuda. En cuanto sentí las piernas subir por las escaleras, me adentré en los vestuarios tan rápido como el corazón me lo permitió. Al igual que el pasillo, los vestuarios andaban muy escasos de iluminación, conformado su ambiente por una siniestra luz amarillenta venida de tres bombillas auxiliares. Las taquillas se alienaban por las cuatro paredes, así como en dos hileras, dando lugar a los pasillos centrales. Aproveché para moverme rauda. Estaba sola y no sabía por cuánto tiempo.

Sabía que estaba tentando demasiado a la suerte en mi intención de conseguir un batín azul de las limpiadoras y así hacerme pasar por una de ellas. La suerte me mostró su mejor cara. En una taquilla abierta, abandonada, encontré entre latas de refresco y papeles de compresa una bata que, aunque no muy limpia, era decente para cubrirme con su disfraz. También encontré una goma para el pelo con la que me ajusté la melena en un higiénico recogido terminado en cola de caballo. Me quité el chubasquero y lo guardé doblado en el bolso. Me coloqué encima el batín y me lo abroché sobre el pecho.

Bajo uno de los bancos de madera encontré tiradas con descuido unas zapatillas de trabajo. Me las calcé y comprobé que al menos les faltaban dos números para la medida exacta de los pies. No me importó. Agarré mis zapatos y el bolso y los escondí bajo una torre de taquillas.

Me observé en un espejo de los lavabos. Con ese uniforme lograría pasar desapercibida. Un movimiento en mi vientre, un temblor procedente del embrión me dejó unos instantes sin respiración. Me recompuse y por enésima vez deseé obviar el peligro al que de nuevo iba a someterle.

Salí de los vestuarios y seguí las indicaciones de la joven cocinera. Sin problemas llegué hasta los cuartos de limpieza de la planta baja, donde una mujer obesa de pelo canoso y muy corto me recibió con cara de perros.

—Si estás buscando cepillos, ya no quedan. Con el atentado me han roto todos los palos… No sé qué coño piensan… ¡los cepillos no están para barrer trozos de muros, joder…! —repuso según pasaba las manos por un barullo de máquinas de vapor, aspiradoras y demás accesorios de limpieza.

Sin abrir la boca, secundé el sentir de la mujer con una mueca cómplice.

Me hice con una aspiradora, ligera de peso, y salí enfilada al ascensor de servicio más próximo. Mi disfraz por fin estaba completo.

Las puertas me regalaron la buena fortuna de encontrar vacía la cabina del ascensor. Pulsé el botón de la planta dieciocho. No me arriesgaría a subir directamente a la planta diecinueve y a la llegada del ascensor encontrarme de frente a algún agente del FBI, preparado para desarmar las falsas excusas. Recorrería pasillos y subiría escaleras con sigilo, con lo que lograría acercarme poco a poco a lo que quedase de la habitación 2023.

Los cables del elevador chasquearon con sonoridad sobre mi cabeza, quizá un tanto afectados por la onda expansiva de la bomba. Tragué saliva. Lo peor que podía haberme ocurrido era quedarme allí encerrada a causa de cualquier avería «posbomba» del edificio.

Llegué sana y salva a la planta dieciocho. Ni un alma merodeaba por los pasillos. No perdí el tiempo. Con la aspiradora a cuestas, busqué un tramo de escaleras que me condujera hasta las plantas superiores. Encontré enseguida un acceso restringido por el precinto policial, desplegado en aspa amarilla. Me agaché, e hice caso omiso a la ley. Alcé una pierna, después la otra, y pude colarme por uno de los espacios vacíos dejados por la cinta. Subí las escaleras prohibidas hasta el piso diecinueve. Los cascotes y trozos de muro comenzaron a impedirme el paso. Las escaleras yacían casi enterradas por el desplome de una pared adyacente, por lo que casi tuve que escalar. Llegada a la planta diecinueve, el hormigón reventado se amontonaba por el suelo y los cristales crujían bajo mis zapatos con un quejido agudo, como si aún retuvieran en su reflejo el rostro mismo de la muerte.

Miré inquieta a mi alrededor. La cantidad de explosivo utilizada por Zharkov no era más que el reflejo de la intensidad de su furia hacia quienes lo habían separado para siempre de su hermano.

Era más que obvio: el señor de la mafia rusa estaba cabreado, muy cabreado. No logré contener mi análisis del piso inmediatamente inferior a la zona cero. Lo que antes era un pasillo elegante de tonos melocotón con bellas lamparitas rococó y larguísimas alfombras persas tomaba ahora la apariencia de una trinchera oscura, envuelta en polvo gris y con destrozos cuantiosos. El olor a plástico quemado era muy intenso, así como el de la madera que había sufrido, hacía apenas unas horas, la extinción por el fuego.

El tramo de escaleras hasta el piso veinte, como era de esperar, se mostraba aún más complicado para el ascenso. Algunos peldaños aparecían hundidos por enormes trozos de pared. Pisar esas escaleras no es que fuera precisamente una acción propia de la cordura. Pero Madison Greenwood ya no respondía a razones. Subiría a esa planta aunque segundos más tarde se viera en caída libre, atravesando con su cuerpo la veintena de techos y suelos bajo sus pies.

Ahora o nunca.

Primero el pie derecho, después el izquierdo. El mármol crujió como vulgar piedra al peso de mi cuerpo. Pero los peldaños aplastados lograron amigarse con el cometido de la intrusa. La aspiradora me sirvió de elemento de apoyo para empujar el paso. La afinidad que me inspiraban los heridos muros del Majestic me ayudaba a sobreponer fuerzas. Aquel hotel de lujo había sido mi hogar en los últimos cuatro meses y, por muy engañada que me hubiera sentido en su acomodo, me conmovía profundamente el atentado contra su orden y belleza.

Un último impulso encaramó mi esperanza hasta el asolamiento total de la planta que había albergado mi convivencia con mi tía. Comprobé que la hipótesis de Taylor era más que acertada. La planta veinte sostenía por sí sola el derrumbe de las tres plantas superiores.

El temporal campaba a sus anchas por ese espacio, diáfano por el horror.

La detonación había tumbado los muros frontales y laterales de pasillos y habitaciones y se hacía extremadamente peligroso caminar por la inmensa montaña de escombros que era todo aquello, eso sí, una zona cero con hermosas vistas al norte y sur de la ciudad. Mi tobillo hizo un falso apoyo y caí de costado contra un lienzo rajado, que bien recordaba situado frente al ascensor. No podía permitirme más distracciones. Una sola corriente de aire más fuerte de lo previsible podría llevarme a tropezar de nuevo y caer por los noventa y cinco metros de altura. Contuve mi miedo y me limité a caminar por el centro de la cordillera de muros, techos, suelos y lámparas que me separaban del trozo de camisa de Alekséi Zharkov. Sin más dilación, tomé la dirección hacia donde se suponía que encontraría semienterrado el armario de Gloria.

El pelo aún sostenido con la goma se arremolinaba incesante por el empuje del vendaval. Su rebeldía duró poco, al quedarse el cabello rápidamente empapado. Era la lluvia la que apenas me ayudaba a auspiciar el paso más seguro. Miré hacia el cielo y contemplé, en toda su plenitud, la mastodóntica abertura que había dejado la bomba: veinte metros de aire, viento y lluvia me separaban del suelo de la azotea, visible y aún sostenido en su altura, tan tétrico e inalcanzable como mi objetivo en esa tarde.

El soplo de la tormenta me zarandeaba de un lado a otro el cuerpo. Tuve que abandonar la aspiradora por el camino para hacer un uso completo de las dos manos y así poder ascender y descender a gatas por los muros caídos. La mirada quedó fijada al frente, concentrados los sentidos para no ser una de tantas víctimas del viento.

Llegué hasta el extremo oeste de la planta veinte, acercándome, incauta, al borde del precipicio. Pocas eran las paredes vecinas que habían salvado su verticalidad. Entre ellas, la habitación 2023. La puerta se sostenía abierta, pero desviada en su marco.

Al entrar en la

suite, el alma se me cayó a los pies. No había techo ni paredes ni ventanas. Cada uno de mis recuerdos vividos allí con Gloria, Yvonne o Cameron ya no sería más que retazo en la memoria, carente del lugar físico que lo había visto nacer. Desatendí en mi interior el impulso de desenterrar mi pasado, escondido en mesillas, armarios y alacenas. Un pasado expuesto ahora a la tormenta de la tarde, sepultado por el peso de la venganza. No había tiempo para recuperar nada del ayer, porque el mañana había cobrado obsesiva importancia en mi presente. Por ello me limité a seguir por el camino directo al dormitorio de mi tía.

Empapada de pies a cabeza, el intenso frío arrojado a esas alturas comenzaba a hacerme estragos en la piel y las articulaciones. Mi respiración agitada e impulsiva no ayudaba en absoluto a retener el calor interior, y los escalofríos se apoderaron de todo el cuerpo.

Me encaramé a una zona por la que llegué a avistar la cama de mi tía, aplastada por el muro en el que el cabecero había buscado antes el apoyo vertical.

A la izquierda, el armario donde se guardaba su ropa, sus mantas, y bajo estas el trozo de tela con las sangres mezcladas de Alekséi y Cameron.

Para encontrarme con el tacto de la madera del armario tuve que echar a un lado una decena de cascotes y una gran lámpara de cristal procedente del piso superior.

Era de prever. El armario había sido derribado por completo, literalmente reventado por enormes trozos de hormigón imposibles de apartar, a no ser con una grúa.

Me arrodillé frente a la decena de paneles de madera astillados, antes un armario.

Los muros que habían caído sobre el mueble habían dejado un pequeño espacio bajo ellos. Allí se descubría un apilamiento de maderas y baldas. Metí la mano como pude. Palpé las mantas y tiré de ellas. Estaban tan aprisionadas que tuve que sentarme en el suelo y apoyar los pies contra los cascotes para ejercer una mayor fuerza. Logré liberar una de ellas. Dejé la manta a mi derecha. Volví a introducir la mano en el oscuro resquicio. La bolsa con la ropa de Cameron emergió a mis manos como el tesoro en la isla de Stevenson. Extraje la bolsa del agujero y metí la mano en ella. Rebusqué entre el pantalón y la camisa de Cameron ignorando el doloroso recuerdo que esa ropa me lanzaba con intención de paralizarme la mente. «Está muerto, Maddie. Está muerto». El suave tacto de la camisa Armani del ruso resurgió de improviso. Bajo la intensa lluvia saqué de su escondite el ansiado pedazo de tela ensangrentada. Lo desenrollé y extendí sobre un trozo de muro. Nerviosa, me enjugué el agua de la cara y del pelo. Reposé las manos sobre la tela. El corazón me latía desaforado a cada centímetro, a cada milímetro que el tacto pudiera aproximarme a la evidencia del fracaso.

Los dedos llegaron hasta el bolsillo interior bajo la solapa frontal.

Un objeto rectangular me dio la bienvenida al ser descubierto.

Desabotoné el bolsillo y metí la mano en su interior.

Extraje un aparato electrónico, pesado, de carcasa negra muy asemejado, en efecto, a un iphone. Lo resguardé de la lluvia bajo la tela de la camisa. Observé su enorme pantalla táctil acaparando todo su frontal. La pulsé un tiempo. La pantalla se iluminó con una intensa luz blanca. Como si no fuera la primera vez que me enfrentaba a ese objeto, mi inconsciente viajó por su menú interactivo. El recuerdo fue envolviéndome de forma estremecedora. Estaba segura de que ese tipo de artilugio, o alguno de iguales características, había caído en mis manos no hacía demasiado tiempo. En el menú hallé el apartado destinado a las funciones destinadas a la «llave». El sistema me pidió de súbito marcar la contraseña. Mis dedos acudieron a los mismos dígitos que hubo de marcar Alekséi Zharkov la noche del 30 de enero en Dubái: «X322X». Después me animé a pulsar el

enter de la pantalla. Un movimiento mecánico en el interior del aparato. Del lateral se desprendió una pletina lectora. Tiré. Sobre ella se exponía reposada una tarjeta o… llave. La extraje del cajetín. Sentí mis pulsaciones a mil por hora, a mi hijo retorcerse en el vientre. Casi todo el peso que conservaba el aparato lo albergaba esa tarjeta, de carcasa de acero, con forma de triángulo equilátero de no más de diez centímetros para cada uno de sus lados. En su parte frontal se apreciaba, en sobrerrelieve, una extraña composición que a simple vista no supe descifrar.

Grosso modo se podía vislumbrar un cuarto del rostro de una bella mujer con tocado, con trazo apegado al arte sirio, o de la ancestral cultura del Medio Oriente. Una cara con posibilidad de ser completada con la unión de las otras dos llaves. Analicé la teoría que acababa de determinar mi intuición. ¿Por qué estaba tan segura de que la conjunción de las tres llaves formaría el rostro de esa extraña feminidad?

Sentí que Amanda iniciaba su ascenso desde las tinieblas a mi realidad. Pese a lo urgente y peligroso de la misión, me hallaba en calma, libre del estrés, sabiendo que con la muerte de Cameron y Gloria ya nada tenía que perder y sí mucho que ganar.

Calma. Esa era la principal pauta para que la memoria se viera cara a cara con mi pasado. Y aquella llave había abierto la puerta más inesperada. Solo hacía falta continuar escuchando la voz de mi intuición que clamaba por liberar todo lo que Amanda había conocido y por lo que decidieron matarla. Solo había que continuar por un camino a medio hacer dejado en la estela de su desaparición.

Por lo pronto había encontrado la primera llave. Ahora solo faltaban las otras dos.

* * *

Con mi disfraz de asistenta salí sin problemas del Majestic por una puerta trasera. Al recoger mi bolso y abrigo de debajo de las taquillas del vestuario opté por dejar allí la aspiradora. A alguna otra le caería la charla por abandonar los aparatos de limpieza en cualquier lado.

Al salir a la avenida me cubrí de nuevo con el chubasquero militar.

Taylor atisbó mi acercamiento y, desde el interior del vehículo, se apresuró a abrirme la puerta del copiloto.

Me subí al asiento y cerré la puerta. Al sentarme junto a él quedó tácito.

—Estás empapada… —me dijo muy serio llevando al máximo la calefacción del Chevrolet. Me ofreció una toalla limpia que recuperó de los asientos traseros. Me apresuré a secarme la cara y el pelo.

—Allí arriba no es que haya mucho resguardo para no pescar una pulmonía… —dije con flaco humor. Taylor me lanzó su pregunta implícita en los ojos. Encontré pronto la respuesta que deseaba—: La tengo, Taylor. Tengo la llave.

Se quedó sin respiración.

—Déjame verla. —Él extendió su mano inquieta sobre mis rodillas. No encontré el motivo de mi aversión a ese gesto. Una inesperada desconfianza hizo que mis dedos se asieran con fuerza a mi bolso.

Cedí ante la insistencia de Taylor. A simple vista no tenía ninguna razón lógica para dejarme llevar por ese recelo sobrevenido de repente hacia mi amigo.

Saqué del bolso el aparato rescatado y se lo ofrecí a Taylor. Este lo tomó en las manos.

—Se asemeja a un iphone, de los antiguos —remarcó—. Tal y como me indicó Gustav.

—Sí. Es muy similar —secundé. Encubierto, me pareció ver entre los dedos de la mano izquierda de Taylor un minúsculo alfiler, con su punta introduciéndose en el lateral izquierdo de nuestra reliquia. Lo dejó hundido en la carcasa del aparato un par de segundos.

—¿Qué haces con ese alfiler?

A mi pregunta Taylor naturalizó el movimiento de la mano exponiendo el alfiler a mi vista. Sonrió con su ánimo aparentemente recuperado a mi vuelta.

—Manías… Me entretenía con él mientras te esperaba. Lo hago siempre, cuando estoy un poco tenso. —Dejó caer el alfiler en el cenicero vacío del coche y me devolvió el tesoro hallado en la torre. Lo volví a meter en mi bolso—. Con los alfileres me arranco los pellejos de los dedos, o me atravieso la parte superficial de la piel de las yemas, cosas de críos que permanecen en el adulto; ¿qué te parece?

—Asqueroso…

La mano derecha de Taylor viajó hasta posicionarse firme sobre las llaves de contacto. Carraspeó y miró hacia el frente.

—Y ahora, señorita… ¿adónde desea que la lleve? —me dijo emulando la voz cortés de un chófer de alto rango.

Ir a la siguiente página

Report Page