Ari

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Ari

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La subinspectora apenas podía creer lo que acababa de escuchar. Tardó unos segundos en recomponerse. Hasta entonces había supuesto que su interlocutor se decidió a hablar con ella porque no sabía qué hacer al respecto de la petición de José Alberto del Cid. No imaginaba que solo buscaba el perdón por el pecado cometido.

—¿Por qué han hecho eso? Debió avisarnos primero —le reprochó.

—Lo siento —se excusó él, suspirando profundamente.

—¿Cómo le han entregado el dinero?

—Yo mismo se lo proporcioné a última hora de la noche, en su casa.

En su cabeza se agolpaban unas cuantas preguntas en relación a la procedencia de ese dinero y a cómo habían podido reunir semejante suma en tan pocas horas, pero decidió que lo más importante, en ese instante, era informar a sus compañeros. La labor de vigilancia de Santos, adquiría una importancia capital y, por supuesto, como jefe de la investigación, antes que a nadie, tendría que ponerme al corriente.

Recibí su llamada cuando todavía no habíamos abandonado el barrio en el que Román Giovanetti poseía su lujosa residencia. Tras repetir en voz alta, anonadado, las palabras que me decía Mediavilla sobre los trescientos mil euros que acababa de recibir José Alberto del Cid, me quedé mudo. Pero no sucedió lo mismo con Duende.

—¡Mierda! —gritó—. Era ella.

Lo miré sin comprender.

—La mujer con la que se encontraba Giovanetti cuando llegamos.

—¿Quieres decir que...?

—… Que Olivia Madueño ha venido a encargar otro hechizo de teleportación, y lo ha pagado con ese dinero.

—Pero ella no...

—No, ¿qué? —me interrumpió Duende—. ¿No tenía el pelo rubio? ¿Llevaba un peinado diferente?

Comprendí que mis reticencias no se sostenían y que él había dado en el clavo. Cualquiera, sobre todo si pretendía permanecer en su entorno y no deseaba ser descubierto, podría haberse cortado y teñido el pelo. Los demás detalles empezaban a encajar en mi cabeza, completando esa parte del puzle. De inmediato relacioné el nerviosismo del señor Del Cid, durante la conversación que mantuve con él la tarde anterior, con la presencia en el domicilio familiar de su esposa. Con toda probabilidad le había pedido el dinero para rescatarla y él, a su vez, había trasladado la petición a sus socios. Por otra parte, el empleado de Giovanetti nos había dicho que este atendía a una visita inesperada, lo que también encajaba con que Olivia Madueño, en cuanto obtuvo la suma requerida, acudió en busca de lo que necesitaba. Todos esos detalles, además, cimentaban, a mi juicio de forma definitiva, la hipótesis de que deseaba traer de vuelta a su hija.

Me bajé del coche. Necesitaba que el aire fresco me golpeara un poco para decidir cuáles deberían ser nuestros próximos pasos. El cuerpo me pedía regresar a la casa de Román Giovanetti, pero, por otro lado, sabía que él no iba a dejarse intimidar tan fácilmente; ya me lo había demostrado. Debía acceder hasta él a través de sus negocios, pero eso me planteaba graves inconvenientes. Por una parte, con casi total seguridad, encontrar algo en sus finanzas nos llevaría un tiempo del que no disponíamos y, por si fuera poco, no sabía cómo justificar aquella investigación. Necesitaba los medios de la policía para llegar hasta Giovanetti, pero, en apariencia, él no tenía ninguna conexión con el caso.

Llamé a Palacios. Le conté lo que sabíamos y le pedí que un equipo de vigilancia especializado relevara a Santos de su tarea. Me prometió que lo haría a la mayor brevedad.

Teníamos que descubrir el paradero de Olivia Madueño ya, sin más dilación. Tanto el piso de Fuengirola como su marido se encontraban bajo vigilancia, y ahora ya sabíamos que había cambiado de aspecto. Mi único problema residía en cómo encajar a Román Giovanetti, que se había constituido en una pieza clave, dentro de la investigación oficial.

Le expuse mis razonamientos a Duende.

—No sé adónde irá ahora —dijo—, ni creo que sea tan importante.

—¿Cómo?

—Puede que no sepamos en qué lugar se encuentra, pero sí sabemos que regresará aquí, a la casa de Giovanetti. No olvides que tiene que recoger algo por lo que ha pagado mucho dinero.

—¿No cabe la posibilidad de que se lo haya llevado hoy mismo, delante de nuestras narices?

—No —rio Duende ante mi ignorancia—. Preparar un hechizo tan potente, además para que lo pueda realizar otra persona, no resulta tan sencillo. El tiempo exacto que necesitarán los hombres de Giovanetti, no lo sé, pero imagino que, como mínimo, uno o dos días. Hablamos de algo demasiado específico como para tenerlo preparado de antemano.

Me di cuenta de que aquel razonamiento de Duende, que en teoría nos ofrecía a Olivia Madueño en bandeja cuando se dirigiese a recoger su encargo, adolecía de un grave problema.

—No acudirá —predije.

—¿Por qué?

—Porque Román Giovanetti sabe que la buscamos, y la avisará.

XXIV

La situación se complicaba más de lo previsto. La prudencia, una de las cualidades de las que solía alardear, no le serviría para salir del atolladero en el que se encontraba en esa ocasión. Había subestimado la facultad de Olivia Madueño para obtener dinero, y ahora se enfrentaba a la disyuntiva de no cumplir la palabra dada a un cliente, algo que jamás había hecho, o enemistarse con los poderosos miembros de El Claustro. Por si no tuviese suficiente, además, la policía le pisaba los talones. En su primera visita, se había librado de ellos con facilidad, pero no dudaba que regresarían para seguir incomodándolo.

Él mismo se sirvió un generoso vaso de whisky con el único acompañamiento de un par de cubitos de hielo. Se sentó en una pequeña silla situada al borde mismo de la piscina, y dejó el vaso sobre el cuidado césped del inmenso jardín. Le gustaba pensar allí, sin importar la climatología. Nunca había temido a la lluvia o al frío, pues aunque pocos lo sabían, sus habilidades mágicas guardaban relación con el control de los cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua; y exponerse a ellos le proporcionaba una paz que no podía compararse con ninguna otra sensación.

Extrajo de un bolsillo su teléfono móvil de última generación, y buscó en la agenda el nuevo número de contacto que le había proporcionado Olivia Madueño.

—Estoy conduciendo —respondió ella.

—Pues para en el arcén. Lo que tengo que decirte es muy importante.

—Entendido.

Román Giovanetti suspiró, tras lo cual aprovechó para dar el primer trago al carísimo líquido escocés que se había servido.

—Ya estoy.

—La policía ha venido a verme.

—¿Cómo? No puedo creerlo, ¿cómo han podido llegar hasta ti?

—Hay gente de nuestro mundo trabajando para ellos.

—No lo sabía.

—Yo tampoco, francamente —admitió como si de una derrota se tratase—. Ellos saben cómo desapareció tu hija y que yo te proporcioné el hechizo necesario para hacerlo posible. No pueden detenerme y acusarme de vender magia, por supuesto, pero sí que me mantendrán vigilado para intentar atraparte.

—¿Eso significa que no fabricarás el portal?

—Eso significa que debemos extremar las precauciones. No sé, ni quiero saber, dónde te escondías hasta ahora, pero cambia de lugar. Cuando dispongamos de la magia, me pondré en contacto contigo llamándote a este número. Ya se me ocurrirá una manera de entregarte lo que has comprado, yo siempre cumplo mi palabra.

—Gracias, Román.

En realidad, continuaba sin decidir cómo se comportaría, a quién agraviaría con su actuación. Aquella llamada tan solo constituía un aviso para Olivia Madueño, una forma de ganar tiempo, de evitar, o al menos intentarlo, que cayese en manos de la policía mientras él dilucidaba cómo proceder.

Volvió a probar el whisky. Cerró los ojos y buscó en el viento el equilibrio necesario. Extendió los brazos, con las palmas de sus manos hacia abajo, y tras susurrar varias palabras, el agua de la piscina comenzó a agitarse. Apretó los puños y abrió los ojos. El agua se apaciguó mientras él, olvidando el vaso en el piso, se levantaba con el semblante serio.

Entró en la casa y giró a la izquierda en dos ocasiones. El pasillo por el que caminaba ahora se estrechaba más de lo que nadie hubiese imaginado en una vivienda como la suya. Se detuvo junto a una puerta y suspiró de nuevo. La decisión estaba tomada, pero sentía que un calor poco natural le subía hasta las mejillas. Todo el proceso, se dijo, había resultado una ficción, pues en realidad no tenía capacidad de maniobra. Para muchos la libertad constituía el más importante patrimonio de un hombre. Él la había perdido.

Se alejó unos pasos de la puerta, mientras maldecía por haber aceptado hace años aquel chantaje que lo mantenía prisionero de Cedric y sus compinches de El Claustro. En su momento, el precio a pagar le pareció razonable a cambio de lo que él obtenía, pero contemplado con la perspectiva otorgada por el tiempo, no consideraba que hubiese valido la pena, por mucho que ella se lo hubiese agradecido.

Comenzó a notar una fuerte presión en el pecho. Algo se revolvía en su interior contra la decisión de traicionar a Olivia Madueño. Él, ante todo, se consideraba un caballero, alguien para quien el valor de la palabra dada se hallaba muy por encima de cualquier otro aspecto. Siempre se había jactado de convertir la confianza en la base de sus negocios. Él, invariablemente, cumplía sus compromisos; entregaba lo que los clientes habían pedido en el plazo acordado. Así, al menos, había funcionado hasta entonces.

Intentó consolarse recordando que, durante años, había disfrutado de su parte sin la obligación de entregar algo a cambio y que, en cierta forma, aquello también supondría cumplir con un pacto que había establecido. Pero había una diferencia fundamental y que, por mucho que lo intentase, no podía obviar: el pacto con Cedric no había sido acordado en libertad. De hecho, más que un pacto representaba una amenaza pura y dura, que solo las circunstancias le habían obligado a soportar.

Colocó su dedo índice sobre la puerta. Una luz verde y un pequeño chasquido le indicaron que podía pasar. Nadie, salvo él, podía acceder a esa habitación, pues allí guardaba su más valioso tesoro.

Ella sonrió al verle. Ya apenas podía moverse, e incluso así, sus ojos se iluminaban con cada una de sus visitas. En su presencia, a Román Giovanetti todo le resultaba más sencillo. En cuanto la tuvo delante, con su cuerpo menudo, de niña, supo que la suerte de Olivia Madueño estaba echada.

—¿Qué te preocupa, Román?

—Solo que te encuentres a gusto. No sé cómo puedes vivir aquí, encerrada, sin apenas contemplar la luz.

—Créeme, el sitio más maravilloso puede convertirse en la peor de las cárceles posibles y, a su lado, estas cuatro paredes ser un paraíso.

—No sé que haría sin ti.

—Oh, vamos, no te rías de una pobre y moribunda vieja.

—Sabes que lo digo muy en serio.

—Pues la vida ha demostrado lo contrario. Sin ti yo no me encontraría aquí. Tú me rescataste.

—No, fuiste tú la que logró escapar de donde nadie jamás lo consiguió. Yo solo pagué para que no tuvieses que regresar.

—Me diste la vida.

—Solo hice lo que cualquier hermano hubiese hecho.

Stella Giovanetti asintió en silencio mientras su hermano se sentaba junto a ella, tal y como había hecho cada día durante los últimos veinticinco años, desde que huyó de un maravilloso bosque con la única pena de dejar atrás a un alumno alemán, llamado Jurgen, por el que a menudo se preguntaba.

Libro tercero: El intercambio

I

La pantalla de su ordenador portátil, que constituía la única fuente de luz en toda la estancia, le iluminaba el rostro, confiriéndole un aspecto angelical que distaba mucho de su estado de ánimo. Bebió un sorbo de la copa de vino tinto, y después la sostuvo en la mano. Las estadísticas de visitantes del blog que llevaba cuatro meses escribiendo resultaban desalentadoras.

Cerró el ordenador y dejó la copa junto a él. Permaneció así, a oscuras, por un buen rato antes de desnudarse y meterse bajo la ducha. Quizás a otras personas les costase admitir sus errores, pero a ella, a Mónica Fuentes, no. Si alguna vez había soñado que aquel espacio en la red la devolvería al primer plano, se equivocó y, mientras el agua caía sobre sus ojos cerrados, decidió que lo dejaría sin ni siquiera despedirse de sus seguidores más fieles.

Se puso un albornoz celeste y se tumbó sobre la cama. El plan consistía en buscar otro camino, no en rendirse, pensó. Había pasado mucho tiempo alejada del periodismo, su profesión, y no encontraba la forma de retomarlo. Ciertamente, los tiempos no eran favorables. La crisis económica cerraba medios de comunicación y despedía periodistas sin cesar. El sector se encontraba, como el resto del tejido empresarial, al borde del colapso y, en ese contexto, una persona de cuarenta y seis años, que había permanecido casi veinte dedicada a las tareas domésticas, no tenía fácil encaje.

A menudo se preguntaba cómo sucedió todo, cómo pudo abandonar su profesión para dedicarse en exclusiva a su marido y a su hija. Él, por supuesto, se lo pidió. La convenció de que con sus ingresos dispondrían de una posición acomodada, más que suficiente para sacar adelante a la familia; pero esa, por supuesto, no era la única cuestión. Ella renunciaba a su trabajo, a años de estudio y sueños, por algo tan etéreo como el amor. Ahora que este se había evaporado, no le quedaba nada salvo una miserable pensión compensatoria y una hija de diecisiete años que no quería saber nada de su madre.

Se puso el pijama y se acostó temprano. El sueño tardó en llegarle. Se debatió entre giros a izquierda y derecha e ideas cada vez más oscuras sobre su incierto futuro. Viajaba a toda velocidad hacia ninguna parte y no sabía si deseaba que aquel tren descarrilase o si, por el contrario, le daría tiempo a bajarse en alguna estación cuya apariencia le resultase acogedora.

Se despertó más tarde de lo que acostumbraba. El reloj marcaba más de las nueve mientras se lavaba la cara frente al espejo. Ese día de noviembre, le gustaba la determinación que veía reflejada en sus ojos, pues anunciaba que nuevas posibilidades se abrirían para ella.

Apenas constató que el ordenador se había conectado a la red, accedió al buscador que usaba habitualmente y tecleó un nombre y dos apellidos: Ariadna del Cid Madueño.

Se echó hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, mientras con el puntero del ratón hacía bajar la página y decidía sobre cuál de los enlaces pincharía primero. En realidad, pensaba leerlos todos. Pasaría el día entero acumulando información sobre la desaparición de aquella niña. Siempre le llamó la atención el caso y su escasa relevancia mediática. La madre había secuestrado a su hija. El padre no hacía declaraciones. La policía no había sido capaz de encontrarla en nueve meses. Fin de la historia.

Pero no para Mónica Fuentes.

A las tres de la tarde decidió dejarlo para almorzar y despejarse un poco. Se preparó una ensalada con algo de pasta y fruta, mientras hojeaba el cuaderno en el que había ido tomando notas durante toda la mañana. Lo que llevaba examinado hasta entonces reforzaba su idea inicial de que existía muy poca información respecto a los avances de la investigación, si se admitía como avance el hecho aislado y único de endosarle la autoría del secuestro a la madre, aprovechando la coyuntura de que ella también hubiese desaparecido. Si había alguna otra evidencia que vinculara a la doctora Madueño con el suceso, no había trascendido.

Mientras retomaba el trabajo, le daba vueltas al inquietante hecho de que en sus notas se acumularan más preguntas que respuestas. Le sorprendía especialmente que en ningún medio se aclarase cómo había sucedido el secuestro de la niña a manos de su madre. La coletilla, «en extrañas circunstancias», se repetía sin cesar y sin que nadie, al menos en apariencia, hubiese intentado desentrañar qué escondían aquellas palabras. Tampoco le cuadraba la actuación del padre o del resto de familiares, que no habían ofrecido ni una sola declaración pública; y no se refería a que no hubiesen concedido entrevistas, sino a que ni siquiera hubiesen emitido un comunicado pidiendo ayuda a quienes pudiesen haber visto a su hija.

Siguió buscando durante unas horas más, hasta que obtuvo la convicción de que no encontraría nada diferente de lo que ya conocía. A partir de ahí, dependía de ella. Que el caso no hubiese disfrutado, hasta entonces, de un seguimiento mediático importante no significaba que, si salían a la luz novedades, no adquiriese una nueva dimensión. Ahí radicaba su oportunidad. Si lograba arañar bajo aquella superficie impenetrable, encontraría un hueco para ella, pues, por mucho hermetismo que existiese alrededor, hablábamos sobre la desaparición de una menor, y eso siempre atraía los focos.

Se echó sobre la cama y esbozó un esquema de las personas implicadas en la investigación con el objeto de determinar cómo proceder. Por supuesto, intentaría hablar con José Alberto del Cid, el padre. Conseguir una entrevista con él significaría, sin más esfuerzos, un pasaporte directo al primer plano de la actualidad. Puede que resultase conveniente investigar un poco sobre él antes de intentar acercarse. Si pudiera convertirse en una especie de portavoz suya, ganándose de alguna forma su confianza, podría acceder sin dificultad a todos los detalles que necesitaba.

Más difícil le parecía aproximarse al inspector Van der Hayden, encargado de la investigación policial, pues sabía que se hallaba ante un policía con mucha experiencia e intachable hoja de servicio. Mónica lo recordaba como un tipo de la vieja escuela, que detestaba por igual a periodistas y delincuentes.

El aviso de llamada entrante del teléfono móvil vino a sacarla de la profunda reflexión en la que se hallaba sumida.

—¿Sí? —respondió sin ni siquiera mirar quién la llamaba.

—¿Se puede saber dónde estás?

Su hija María demostraba su enfado con un tono bastante elevado, algo que se repetía con frecuencia en los últimos meses, mientras ella, aturdida, no sabía qué responder.

—Te has olvidado, ¿verdad?

Sí, admitió, pero sin decirlo. Había pasado las últimas horas tan centrada en encontrar información sobre el caso de Ariadna que había olvidado que María, tras pasar el fin de semana con su padre en Sevilla, regresaba por la tarde en tren, y debía recogerla en la estación María Zambrano.

—Lo siento, cariño —se excusó—. Salgo ahora mismo para allá.

—Genial —gruñó ella.

María acababa de cumplir los diecisiete años y, últimamente, la relación de Mónica con ella se estaba volviendo cada vez más complicada. Desde pequeña, su hija había demostrado un carácter fuerte e independiente, y en ese momento, en plena adolescencia, se había convertido en una inagotable fuente de problemas. Sus notas iban a peor trimestre a trimestre. Resultaba rara la semana que no recibía alguna llamada de su tutora en el instituto para quejarse de su comportamiento en clase. Como madre, empezaba a sentirse desbordada por la situación, además de sola, pues su exmarido prefería no saber nada al respecto.

Se vistió a toda velocidad y se dirigió hacia el coche, un viejo Peugeot 306 de color blanco. En cuanto se puso en marcha consiguió olvidarse de su hija para concentrarse en el trabajo que acababa de comenzar. A la mañana siguiente se pondría manos a la obra. Conocía a un par de importantes asesores financieros en Málaga, e indagaría sobre la reputación de José Alberto del Cid en ese mundillo.

María la esperaba en la entrada principal del centro comercial, dentro del cual se hallaba la estación. Llevaba colgada una mochila celeste y una cara de muy pocos amigos.

—¿Qué tal el viaje?

Por toda respuesta recibió un gesto de negación con la cabeza, así que prefirió no preguntar más, pues sabía que no serviría para nada.

Regresaron en silencio mientras la noche dominaba ya el horizonte sobre la capital de la Costa del Sol. Se encontraban tan cerca, físicamente, como alejadas en lo emocional. Imaginó dos continentes que se separan poco a poco pero de manera inexorable. Aquello, para qué negarlo, no parecía un proceso tan lento, aunque, si en algún punto no se paraba a analizarlo, acabaría por convertirse en definitivo. Le asustaba que así fuera; que su hija cortase de raíz cualquier vínculo con ella. Sin embargo, siempre existía otro asunto con el que ocupar su mente y lo dejaba todo en manos del destino, albergando la esperanza de que María cambiase, de repente, y la situación mejorara.

A la mañana siguiente, tras dejar a su hija en el instituto, se dirigió de nuevo hacia Málaga. Notaba que esta vez había dado en la diana con la elección del asunto. Cuanto más lo meditaba, más convencida se encontraba de que, tras la desaparición de esa niña, se ocultaba una gran historia.

Las dos reuniones que había concertado le llevaron menos tiempo del esperado y depararon el mismo, y decepcionante, resultado. El padre de Ariadna, al menos en opinión de sus compañeros de gremio, no daba para mucho. Parecía un hombre discreto; brillante en lo profesional, pero de comportamiento gris, siempre alejado del primer plano y más bien tímido en sus relaciones personales. No le interesaba alternar con la alta sociedad malagueña, pese a lo cual, su fama como asesor lucía intachable. Nunca, al menos que sus contactos supiesen, se había visto envuelto en ningún asunto turbio.

Con la oficina del señor Del Cid a escasos metros, decidió tentar a la suerte, pero, una vez más, sus esperanzas resultaron baldías, pues una joven recepcionista le informó que se había marchado un par de meses a Múnich, con la intención de perfeccionar su alemán.

Se sentó en la primera cafetería que encontró. Pidió un té mientras reorganizaba sus pensamientos. Una cierta sensación de fracaso se abatía sobre ella. No había empezado con buen pie. Dos meses fuera le parecían un mundo. No podía permitirse esperar tanto, pero ¿de qué otras opciones disponía? Se preguntó si podría viajar hasta Alemania y abordar allí al señor Del Cid. Tal vez debería centrarse en otros familiares directos de la niña: tíos, abuelos, etc.

Suspiró mientras daba el primer sorbo. Odiaba las complicaciones y, últimamente, tenía la impresión de que todo en su vida se hallaba repleto de ellas. De repente, nada, ni la acción más intrascendente, le resultaba sencilla. Nunca había creído en la mala suerte, pero empezaba a temer que alguien le hubiese lanzado algún tipo de maldición.

Intentó serenarse, alejarse de inútiles excusas y centrarse en el futuro más inmediato. Descartado, por el momento, el padre, la mejor forma para obtener datos de la investigación consistiría en acudir a fuentes policiales o judiciales. Hizo un repaso mental de los conocidos que tenía en los dos ámbitos. No tardó mucho en acordarse de alguien. La última vez que hablaron tendría unos treinta años, y podría encuadrarse dentro de la categoría de jóvenes ambiciosos.

Buscó el número de la comisaria de Torremolinos y pidió que la pasasen con él. De entrada, descubrió que ya no ejercía como agente sin más, sino que ahora poseía el rango de subinspector. No se encontraba allí en ese momento, pero pudo dejarle un mensaje con su número de teléfono para que contactase con ella.

No pasaron ni cinco minutos, cuando recibió su llamada.

—¿Sí?

—¿Mónica?

—Sí, soy yo.

—¡Cuánto tiempo!

—Sí, demasiado.

Él rio al otro lado de la línea. Su voz no había cambiado con el paso de los años. Continuaba desprendiendo la misma vitalidad de siempre. Se preguntó si habría ocurrido algo similar con su aspecto físico, pues calculó que llevaban sin verse más de quince años.

—¿Podríamos vernos? —preguntó Mónica—. Es importante.

—Por supuesto.

Concertaron un encuentro para esa misma tarde, en un centro comercial. Desconocía si su contacto había tomado parte o no en el caso, pero, de cualquier forma, tendría acceso a los informes policiales y no le resultaría difícil recabar los detalles de la investigación.

Tras recoger a su hija, ambas comieron en casa, pero no juntas. Mónica ni siquiera intentó un acercamiento, pues su mente no daba para otro asunto que no versase sobre el secuestro de Ariadna del Cid.

Decidió marcharse con tiempo y aprovechar para hacer unas compras en el centro comercial de Fuengirola, en el que habían quedado. Sin embargo, no adquirió nada, pues no podía concentrarse y fue incapaz de elegir algo que le agradara.

No tardaron en reconocerse. Él no había cambiado ni un ápice. De repente, aunque debían tener aproximadamente la misma edad, se sintió vieja en su presencia. Consideró que el tiempo no se había comportado tan bien con ella como con aquel policía que guardaba la llave de su futuro profesional.

—Necesito que me ayudes con un reportaje en el que estoy trabajando —le explicó ella, sin rodeos.

—Oí que lo habías dejado.

—Sí —admitió—. Me casé y me convertí en un ama de casa.

—Y ahora te has hartado de serlo, supongo.

—Más o menos.

Mónica no deseaba perderse en explicaciones sobre su vida personal. Claro que llevaban mucho tiempo sin hablar y podía considerarse normal ponerse al corriente de cómo había discurrido la vida de cada cual durante esos años, pero, si acaso, charlarían sobre eso más tarde.

—Necesito información sobre el caso de Ariadna del Cid, la niña que desapareció en febrero.

—Vaya, tan directa como siempre —rio él.

—¿Qué puedes decirme al respecto?

—Lo mismo que puedes leer en los periódicos.

Mónica Fuentes sonrió y entornó ligeramente los ojos. Se llevó la taza de té a la boca y después la depositó con sumo cuidado sobre el plato. Solía comportarse con la misma meticulosidad en todas las facetas de su vida, salvo en lo tocante a su hija, que siempre se le antojaba algo caótico.

—Seguro que tú conoces más detalles.

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