Arcadia

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Capítulo 7

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Hasta que el soldado —el mismo que fue amable con él— retiró la cubierta y le indicó que fuera con él, Jay viajó casi en la oscuridad. Absolutamente nadie le había dicho nada. A lo largo del viaje había tenido que hacer frente a sentimientos opuestos: miedo, como es natural. Aburrimiento. Resentimiento. Por último, una curiosidad abrasadora, desesperada. Justo al otro lado de la lona había maravillas que no había visto nunca: bosques, monte, casas, montañas: ¿quién sabía la cantidad de cosas que se podrían ver allí? Procuró levantar un poco la cubierta para poder mirar, pero era demasiado gruesa y pesada. Imaginó una huida audaz, pero era inútil incluso intentarlo.

Después salió a la desvaída luz de última hora de la tarde; soplaba un aire fresco que contrastaba con el calor maloliente y sofocante del carro, que había soportado en sombrío silencio.

—Ven a sentarte conmigo y mantén la boca cerrada —le dijo el soldado.

Jay obedeció deprisa, no fuera a cambiar de opinión, y se acomodó a duras penas junto al corpulento hombre. Miró a su alrededor y se le escapó un grito ahogado. Ni asombrado ni maravillado, tan sólo atónito. No había mucho que ver que fuera distinto de su entorno más familiar.

—¿Dónde estamos? —quiso saber.

El soldado negó con la cabeza.

—Te he dicho que no abras la boca. Eso significa que te estés calladito. Mantén el pico cerrado. No digas nada. Silencio. ¿Lo has entendido?

Jay asintió.

—Yo hablaré, tú no, ¿de acuerdo?

Jay asintió de nuevo.

—Bien, porque no hay mucho tiempo. Llegaremos dentro de una hora aproximadamente. ¿Estás asustado?

Jay abrió la boca para hablar, pero al ver la cara que ponía el soldado, asintió por tercera vez.

—¿Sabes lo que va a ser de ti?

El muchacho negó con la cabeza.

—Eso pensaba. Creo que no vale la pena asustarse sin motivo, así que te contaré lo que he oído, ¿de acuerdo?

Otra señal afirmativa.

El soldado gruñó.

—¿Lo ves? Cuando lo intentas lo consigues. Muy bien: vas a Ossenfud para ser estudiante.

Jay lo miró con curiosidad.

—¿Ni siquiera sabes qué es eso? Muy bien. Un estudiante es alguien que aprende. Lo que aprendes depende de tu preceptor, pero lleva años y años, y los mejores se convierten en narradores.

Jay no pudo contenerse más.

—¡Narrador! ¿Yo?

—He dicho los mejores. Los narradores necesitan años de disciplina y grandes conocimientos e inteligencia. Deben confiarlo todo a la memoria y ser capaces de evocarlo todo en la medida en que se requiera. Los narradores son los custodios del pasado y los modeladores del futuro. ¿Crees que podrías ser uno de ellos?

Jay negó con la cabeza.

—Exacto. Tal vez llegues a ser tenedor de libros, o algo por el estilo. Una categoría inferior, pero aun así importante. Te pega más. La cosa es que has sido elegido. Por ese mismísimo narrador. Henary, se llama. Es algo muy poco habitual.

—¿Por qué?

—No es así como se suele hacer. Cuando los visitantes y los narradores viajan por el país, mantienen los ojos abiertos. Buscan a gente joven, que puedan formar. Por regla general son recomendados. Alguien con una inteligencia excepcional. Un alcalde o un líder repara en ellos, y los cuestionan, los ponen a prueba. Y después los eligen. Contigo no ha sido así. Debes de haber dicho o hecho algo que ha convencido a Henary de que eres uno de esos críos, y no me preguntes qué, porque de haber sido por mí te habría dado una buena zurra y te habría mandado de vuelta con tu madre.

—Pero no sé hacer nada. Sólo sé un poco de forja.

—Te enseñarán. No creas que será divertido. Muchas horas, trabajo duro, sentado a una mesa todo el día todos los días. Desearás volver a estar en los campos. La mayoría de la gente no lo aguanta. Yo, desde luego, no podría. A tu alcance están el poder y la gloria, a cambio de que te conviertas en una criatura arrugada, medio ciega, con la espalda doblada para lograrlo. Eso no es para mí.

—¿Quién eres tú? Lo siento, pero es que no sé gran cosa.

—Sólo un soldado. Vengo de Willdon, a unos tres días de marcha de aquí. Cada asentamiento envía a soldados para escoltar durante un tiempo a los estudiosos. Yo acabaré pronto, y entonces volveré a trabajar en los bosques. Es demasiado complicado de explicar. Lo sabrás a su debido tiempo. Sabrás más que yo, y seré yo quien te haga preguntas.

—Lo dudo.

—Yo dudo que vayas a responder.

—¿Por qué?

—Porque vosotros no respondéis.

Vosotros. A Jay le resultaba bastante confuso. Hasta hacía tres días, alguien como el soldado que tenía sentado al lado le habría parecido sumamente grande y poderoso. Alguien a quien Jay se habría dirigido con naturalidad llamándolo «señor», haciendo una reverencia. Y sin embargo allí estaba, hablando casi como si ambos fueran iguales. Y empezaba a intuir un cambio incluso mayor, pero su joven cerebro todavía no alcanzaba a ver su significado.

—Yo te responderé. ¿Cómo te llamas?

—Callan. Hijo de Perel.

—Callan Perelson,[1] pues. Cuando nos veamos, sea quien llegue a ser, serás mi amigo, y responderé a tus preguntas.

A Callan pareció conmoverlo su ingenuidad.

—Gracias. Me tendrás que perdonar si te digo que no te creo.

—No —repuso Jay, con cierta tristeza—. No, no te perdonaré.

Jay nunca había visto una ciudad, y Ossenfud, donde residían los estudiosos, era bastante grande. Allí la mayor parte del año vivían cerca de seis mil almas, aunque ese número fluctuaba en función de las estaciones. Se hallaba a orillas de un río y a ella se llegaba por cuatro caminos, de cada uno de los puntos cardinales. Como algo excepcional, a lo largo de esos caminos había edificios periféricos, hasta alrededor de un kilómetro y medio de distancia de la ciudad propiamente dicha.

Tantas casas, tanta gente, el traqueteo del carro por caminos pavimentados con piedras, todo eso hacía que Jay temblara de entusiasmo. Más alarmante fue cuando se detuvieron a las puertas de un enorme edificio de inconcebible magnificencia.

—Bueno, pues ya hemos llegado —anunció con alegría Callan—. Hogar, dulce hogar. El colegio East College, donde se encuentra el estudioso Henary y donde estarás hasta que termines o te echen.

Se bajó y se quedó esperando.

—Si crees que te voy a llevar la bolsa estás muy equivocado —dijo.

Jay buscó el pobre saquito que contenía todo cuanto poseía en el mundo: dos camisas, dos pares de pantalones, un par de chanclos y un par de zapatos, su orgullo. También una talla de madera que le había regalado su tío. Nada más. Al menos la bolsa no pesaba.

Entonces descendió de un salto él también, y vio que Callan estaba hablando con un hombre joven que se había parado a mirar. Jay se preguntó si sería de buena educación unirse a ellos y decidió no arriesgarse. Aun así aguzó el oído.

—Me sorprende verte aquí —decía Callan.

—Ah, cosas del dominio. Alguien tenía que venir, y me ofrecí. Por cambiar un poco, ya sabes. —Señaló a Jay—. Y dime, ¿qué tenemos aquí?

—Lo ha encontrado Henary. Me pidió que os lo trajera.

El joven le hizo una seña con el dedo, y Jay se acercó obediente.

—Conque te ha encontrado el estudioso Henary. Eres un muchacho con suerte. Espero que te des cuenta de ello.

Era un joven alto y bien vestido, unos diez años aproximadamente mayor que Jay, pero a varios años luz de distancia en modales y serenidad. Jay se fijó en que hablaba con el entrecano soldado con familiaridad, con regocijo incluso, como si le estuviese haciendo un favor. Ahora Jay se sentía más confuso aún.

—Bueno, no quiero entretenerte. Confío en que tu servicio termine pronto y vuelvas a tu sitio, Callan Perelson. Nuestros árboles te echan mucho de menos.

—Y yo a ellos. Volveré pronto.

El joven asintió y se fue. Callan gruñó.

—¿Quién era ése?

—El sobrino de lord Thenald. Un gran tipo, ¿no crees? Lo cierto es que no es mal muchacho, aunque sí demasiado consciente de su apellido. Aun así tiene sentido de la justicia y el decoro, algo valioso en los tiempos que corren.

Jay no entendió una sola palabra, y Callan se rió al ver la perplejidad del chico.

—Tendrás que disimular mejor tu ignorancia, muchacho. Recuerda esto: los estudiosos lo saben todo, hasta cuando no saben nada. Los mercaderes son honrados, hasta cuando son ladrones, y quienes poseen un dominio son justos, hasta cuando son unos malnacidos de pies a cabeza.

—¿Qué hay de los guardabosques?

—Unos tipos magníficos, todos ellos —replicó—. Vamos. Aprieta los dientes, cálmate y sígueme.

Jay hizo lo que le decía, y al día siguiente comenzó su nueva vida.

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