Arcadia

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Capítulo 15

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El dominio de Willdon se hallaba a unas tres jornadas de viaje hacia el suroeste de Ossenfud, en una sucesión de valles fluviales conocidos por su fertilidad y su exuberancia. Un dominio era algo especial: por completo independiente, pero sin ninguna ciudad o asentamiento importante. Más bien era una serie de granjas grandes y pequeñas, de aldeas y villorrios, y una gran casa que daba el nombre a toda la zona. Todo ello era propiedad del dominio, y el dominio era propiedad de una persona.

Esta persona era Catherine, la viuda que había asumido ese gran papel tras el fallecimiento de su esposo, Thenald. Se trataba de algo muy poco común: el deseo de mantener unos derechos rigurosamente familiares por lo general habría supuesto que el dominio pasara a manos de un pariente consanguíneo. Pero uno estaba incapacitado debido a su carácter; el otro, debido a su posición. Y es que Thenald había sido asesinado de manera brutal por su heredero, Pamarchon, que había huido y había dejado al estudioso Gontal primero en la línea sucesoria.

Salvo Gontal, todo el mundo consideraba esta posibilidad desastrosa. Sumar la riqueza de Willdon a la autoridad de Ossenfud habría desestabilizado el territorio entero, generando un poder al que no se podría hacer frente. Fue Henary quien desvió la amenaza.

Se encontraba en Willdon cuando ocurrió la catástrofe, así que, como es natural, se solicitó su consejo. La muerte de Thenald, aseveró, era una monstruosidad inaudita. Quizá no fuese más que el comienzo. Quizá en ese momento los proscritos se hubiesen reunido en el bosque y planearan atacar un dominio carente de líder, confuso. Willdon necesitaba un líder enseguida. Debía elegir cuanto antes.

¿Y Gontal? Henary se pronunció como tendría que haberlo hecho el hombre. Gontal era estudioso, señaló. ¿Renunciaría a tal honor a cambio de la mera riqueza y el poder? Las gentes de Willdon sopesaron sus observaciones y una hora después eligieron a Catherine, que conocía el dominio, ya lo había dirigido y, en cualquier caso, gozaba de mayor popularidad de la que había tenido nunca su esposo. Escogieron bien.

Gontal fue el único que se mostró disgustado cuando llegó, demasiado tarde, al día siguiente.

—Mi querido amigo —dijo Henary—, como es natural di por sentado… ¿He hecho mal?

—Por supuesto que no —repuso el estudioso, apretando los dientes—. Es lo que yo mismo habría dicho.

Puesto que era una de las personas más poderosas del lugar y estaba casada y sin hijos, era importante determinar cuál era el estado mental de lady Catherine, de modo que los estudiosos siempre encontraban alguna razón para visitarla, aparte de las que iban impuestas por sus obligaciones. Todos querían obtener la misma información: ¿qué sería de Willdon si ella moría?

A Catherine esto le resultaba a un tiempo divertido y exasperante. En su día comentó a un estudioso muy pesado que acudió de visita que quizá fuese más fácil para todo el mundo que escribiese una carta a la semana en la que detallara su salud y su estado civil. Ello les ahorraría las molestias de tener que desplazarse tan lejos. Tenía pensado conservar sus tierras hasta que muriese, no tenía prisa por descubrir si los relatos del más allá eran ciertos o no, o debían interpretarse como alegorías. En cuanto al matrimonio…, corrían historias sobre sus afectos, pero todo el que se acercaba a ella era demasiado discreto para hablar al respecto.

Bajo su mano, el dominio experimentó una gran prosperidad. Siempre había sido acaudalado, pero ahora, además, reinaba una gran satisfacción. No necesitaba nada del mundo exterior: la tierra proveía de todo en abundancia, frutas y flores, toda clase de cultivos. Había agua dulce en multitud de arroyos y ríos, buenos pastos para vacas y ovejas, barro para tejas, piedra para las construcciones. En los magníficos bosques había tantos ciervos como peces en los lagos y los ríos, y faisanes, palomas y perdices surcando los cielos. Esto fue lo que Henary —poniéndose un tanto poético— contó a Jay cuando se hallaban a unas dos horas de distancia.

Para Jay, ésta era una gran aventura. Henary lo había apartado de pronto de sus clases sin darle ninguna explicación y le había pedido que preparara una bolsa de viaje. Jay estaba encantado: eran muy pocos los estudiantes que salían de Ossenfud, salvo en época de cosecha, y menos aún los que iban en una visita oficial como ésa. Apenas podía contener su entusiasmo, y había estado acribillando a Henary a preguntas durante todo el viaje.

—Es un sitio precioso, aunque ello se debe principalmente a la naturaleza de lady Catherine. «Es el sol cuya luz hace que el lugar sea fértil y que se encuentre satisfecho. Su sonrisa hace que las flores florezcan, su ceño fruncido trae la lluvia».

Jay hizo memoria.

—¿Nivel uno, diecisiete?

—Casi. Nivel dos, catorce. Aunque el tema es el mismo. Es una mujer de lo más capaz, mucho más que el majadero que tenía por esposo, que habría llevado a la ruina al dominio de no haberlo refrenado ella… y de no haber sufrido esa oportuna muerte. No pongas esa cara de espanto, muchacho, sólo digo la verdad. Es una pena que no la vayas a conocer. Ni vayas a ver el Sepulcro de Esilio, que sin duda es lo más extraordinario del dominio.

—¿Qué? Yo pensaba…

—No le gusta recibir a quien no ha sido invitado. Tolera a los estudiosos, claro está, pero, como tú sólo eres estudiante, tendrás que quedarte fuera.

—Entonces ¿por qué me habéis traído? —exclamó Jay.

—No me gusta nada viajar solo. Es agotador.

—Esto es muy injusto.

Henary lo miró casi con perplejidad, aunque estaba más ocupado en que no se le notara que se divertía.

—¿Injusto? ¿Por qué? Yo doy las órdenes, tú las obedeces. ¿Qué hay de injusto en eso?

—Es injusto porque habéis permitido que me ilusione con algo que sabíais que no iba a obtener.

—Te he dado información y mi compañía. ¿Qué más podrías querer?

A Jay le entraron ganas de soltar un bufido de mofa, pero no podía hacerlo, así que se sumió en un silencio enfurruñado.

Cuando llegaron, Henary lo dejó justo en los límites. A los dos lados de la trocha se alzaban sendos pilares de piedra, ambos de alrededor de un metro de altura, con un ave tallada en todas las caras. Henary le explicó que era el símbolo de las tierras de lady Catherine, nadie recordaba desde hacía cuánto. Una vez que se cruzaban los límites, todos salvo los estudiosos se hallaban sometidos a las leyes de lady Catherine, y todo el que los cruzara sin haber sido invitado —en este punto miró a Jay con severidad— podía ser acusado de intruso.

—Ya sabes lo que eso significa —añadió—. Deshonra y servidumbre. Advertido estás. Mantente ocupado levantando la tienda ahí, junto a ese arroyo, y sigue con el cuarto tema. Puede que tú hayas olvidado que dentro de dos semanas has de dar un discurso, pero yo no. Tú puedes ponerte en evidencia si lo deseas, pero no me pondrás en evidencia a mí.

Se montó en su pequeño caballo, se despidió de su joven pupilo y no tardó en desaparecer en el bosque que se hallaba al otro lado de los hitos.

Jay lo siguió con los ojos. Sólo los acompañaba un criado, que habían sacado de las cocinas para la ocasión, dado que no era preciso mantener la dignidad del colegio. Y Jay tampoco era un alumno lo bastante avanzado para que otra persona hiciera todo el trabajo. De haberlo intentado, habría recibido una mirada hosca y negativa, además de adquirir mala fama a su vuelta. Además, no sabía cuál era su sitio. En ningún momento se le pasó por la cabeza no echar una mano.

—Venga, vamos a montar la tienda. Luego puedes empezar a preparar la comida y yo iré a por leña.

Su plan ya tenía forma. Sabía —todo el mundo lo sabía— de la existencia del sepulcro, el lugar donde habían enterrado a Esilio después de que los condujera de vuelta del Exilio hacía infinidad de generaciones. Había leído acerca de él: los pasajes en los que se daba sepultura al cuerpo del anciano eran de los más bellos y conmovedores de toda la Historia. Estar tan cerca y que le fuera negada esa experiencia era demasiado. Tenía que verlo con sus propios ojos. Además, era trabajo, se dijo: comparar la descripción con la realidad. Nadie lo sabría, nadie lo vería; Henary no sospecharía nada.

Él y el mozo de cocina —que tendría diez años, a lo sumo— montaron la tienda, y una parte de Jay estaba deseosa de disfrutar del gran lujo que suponía pasar la noche a solas en ella. Por primera vez iba a disponer de una cama en condiciones, y mantas, y todo cuanto un joven podía desear para estar cómodo. Esto es, una vez que hubiese concluido una pequeña labor de exploración. Lo cierto era que si Henary hubiese intentado despertar su curiosidad no podría haberlo hecho mejor. Aun así tendría que ser prudente. No quería que el mozo de cocina se metiera en un lío, ni meterse él en un aprieto.

Fue a por leña mientras el chico preparaba la comida, pero cogió muy poca a propósito, sólo lo justo para cocinar. Por la mañana ya no habría nada. Podían pasar sin ella, claro estaba; por lo general, pocos, salvo los más quisquillosos, disponían de otra cosa que no fuera agua fría para lavarse, y el desayuno, en cualquier caso, era a base de pan únicamente, o quizá unas gachas frías. Con todo, necesitarían más leña para cuando Henary volviera.

—Iré yo —se ofreció el chico.

—No. Insisto. Ha sido culpa mía.

El chico no discutió: estaba encantado de sentarse en el suelo y ponerse a soñar con lo que quiera que soñaran los muchachos de diez años.

De manera que Jay se fue, hacia la izquierda, y permaneció fuera del dominio hasta que dejó de vérsele desde la tienda. Entonces, volviendo la cabeza un instante para asegurarse de que nadie lo observaba, giró deprisa a la derecha y cruzó la línea invisible que separaba el dominio de lady Catherine de Willdon de las tierras comunales del otro lado.

No tenía nada de extraordinario, aunque lo cierto es que no sabía qué esperaba encontrar. Caminó alrededor de diez minutos en línea recta por el bosque, que le pareció un bosque normal y corriente. Cruzó un arroyo, que era un arroyo normal y corriente, y si, en efecto, había muchos pájaros, en su mayor parte eran pájaros normales y corrientes. No tenía mucho sentido seguir invadiendo esa propiedad —y arriesgarse a recibir a saber qué castigo— sólo por el escaso placer de contemplar los árboles. Decidió ir un poco más allá y dar media vuelta. Pero diez minutos después llegó a un claro que le hizo cambiar de opinión.

Medía unos cien metros, estaba cubierto de hierba muy mullida, y los árboles se alzaban a su alrededor formando un círculo natural. Era posible que los animales acudieran allí a pastar y a abrevar en el arroyo que lo cortaba, que tintineaba y reía al pasar por las piedras, y caía poco más de un metro en una cascada natural, aunque en miniatura.

Sin embargo, otras cosas del claro lo hicieron vacilar. Había un segundo círculo, de menor tamaño, formado por piedras dispuestas en el centro, todas ellas moldeadas y tapizadas por el musgo y los líquenes. Dentro de este círculo se erguía media docena de columnas altas y redondas. Lo devoraba la curiosidad, y lo cierto es que estaba un poco asustado. ¿Las habrían puesto allí los gigantes, esas criaturas míticas que sólo existían en los relatos que se contaban a la luz de la lumbre?

Entonces, cómo no, cayó en la cuenta: ése era el Sepulcro de Esilio, la gloria suprema de Willdon. Sin embargo, ¡qué insignificante era! Apacible y bonito sí, sin duda, pero él se imaginaba algo imponente, algo que resultara abrumador por su carácter sagrado y su majestuosidad. En lugar de eso era únicamente un claro, rodeado de un círculo de piedras. Lo que ahora comprendió era que la tumba del líder no era más que una piedra rectangular lisa y descuidada. Uno de los lugares más famosos de todo Anterwold y él habría podido pasar de largo con facilidad, sin pensárselo dos veces.

Caminó alrededor del perímetro un rato, sin atreverse a cruzarlo por miedo de ser víctima de un encantamiento, pero al final la curiosidad lo venció. Extendió primero una mano sobre el límite y luego el brazo. No sucedió nada, así que dio un paso adelante y siguió hacia el centro.

Deseó que Henary se hallara con él; castigaría su desobediencia, eso sin duda, pero valdría la pena escuchar sus explicaciones, pues Jay sabía que su maestro podría contar historias fabulosas de ese sitio.

Pero ya bastaba. Había satisfecho su curiosidad y había sofocado esa molesta sensación que empezaba a atormentarle el alma siempre que se le impedía hacer algo. Había entrado en Willdon, había visto el sepulcro y era hora de volver. Mirando por última vez el círculo, enfiló el camino que lo llevaría de regreso a la línea divisoria. No tenía nada en la cabeza, tan sólo una sensación de satisfacción por estar al aire libre, disfrutando del sol, y por haber visto algo interesante. No prestaba atención a nada; no oyó las ramitas que se quebraban tras él ni el susurro de las hojas de delante. No se percató de nada, de hecho, hasta que dio la vuelta en una curva poco pronunciada y vio a tres hombres armados en medio del camino. Eran altos y fuertes, y no parecían muy contentos de verlo.

—Intruso. Estás arrestado, y has perdido tu libertad. Entrégate pacíficamente —dijo uno.

A Jay se le revolvió el estómago. Los árboles que crecían junto al camino eran densos: imposible abrirse paso por la espesa maleza y escapar. Miró atrás, pero dos soldados más aparecieron sin hacer ruido: debían de haberlo seguido todo el tiempo. No había posibilidad alguna de huir, ni aunque el hombre del arco fuese mal tirador. No tenía intención de averiguarlo.

Prefirió alzar el mentón y replicar en tono desafiante:

—¿A quién llamas intruso? Soy estudiante en Ossenfud. No hago ningún daño aquí.

—Podrías ser el mayor estudioso del lugar y seguirías sin tener derecho a entrar en el dominio de lady Catherine sin su permiso. Te entregarás, pacíficamente o no. A nosotros nos es indiferente.

—¿Con qué fin?

—¿Con qué fin? —fue la burlona respuesta—. Con el fin, joven estudiante, de que comparezcas ante el tribunal. Has violado el círculo, la parte más preciada del dominio. Has entrado en sus tierras sin permiso. Serás castigado por ello.

Eso Jay ya lo sabía: Henary se había desvivido por explicárselo. Fue consciente ahora de la magnitud de su necedad. Nada podía salvarlo de… ¿qué? Henary sería humillado: que un estudiante cayera en desgracia de semejante manera supondría una mancha en su reputación que jamás se olvidaría. El nombre de Jay sería suprimido de la lista del colegio, su historia se borraría de la memoria. ¿Cómo podía haber cometido tamaña estupidez?

Durante el tiempo que le llevó pensar estas cosas, uno de los soldados se le acercó y, antes de que Jay se diera cuenta, sacó una soga y la puso en el cuello del muchacho; no la apretó, pero era imposible quitársela deprisa. Ahora no había forma de salir corriendo para recuperar la libertad.

—Veamos. Hay dos formas de hacer esto: pacífica y servicialmente o pataleando y chillando. ¿Cuál de las dos prefieres?

—Me mostraré pacífico —afirmó Jay—. No tengo miedo. Cuando mi maestro se entere de esto…

—Recibirás la mayor tunda de tu vida. —El soldado terminó la frase por él.

—Y después comparecerás ante el tribunal —añadió otro.

—Basta de cháchara —ordenó el hombre que Jay supuso que era el sargento a cargo del pequeño pelotón—. Tenemos que coger al otro intruso.

—¿Qué otro intruso? —preguntó Jay—. No hay nadie más. Estoy yo solo. He dejado a mi criado en el campamento, fuera del dominio. No le podéis hacer nada.

—Silencio. Vosotros dos —se dirigió a los dos soldados que habían aparecido detrás de Jay—, a vuestro puesto. Silbad cuando oigáis algo.

Diez minutos después se oyó un suave silbido entre los árboles.

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