Arcadia

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Capítulo 20

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Después de dejar a un malhumorado Jay en el camino al otro lado de Willdon, Henary se alejó a lomos de su burro sintiéndose extrañamente alicaído. Confiaba en que estuviese haciendo lo correcto. Ni siquiera sabía qué prefería que sucediese. ¿Quería pasar una tarde con lady Catherine, tratar de asuntos agradables y volver a la mañana siguiente y descubrir que Jay seguía allí, aún de mal humor?

Si eso era lo que sucedía, le quitaría un buen peso de encima, sin duda. La alternativa prometía dificultades y pesar. Había pasado gran parte de los cinco últimos años abordando el problema; había levantado toda una estructura intelectual de especulación que ahora descansaba por entero en la posibilidad de que Jay desobedeciera. Pero ¿qué significaría eso en realidad?

Sólo podía compartir sus ideas con un puñado de personas, pero por suerte la señora de Willdon era una de ellas. La había aleccionado de manera informal antes de que se casara, y continuó haciéndolo después. Le brindó sus consejos tras la muerte de Thenald, le enseñó casi todo lo que necesitaba saber sobre el mando y la autoridad. Si bien eran pocos los que recibían educación fuera del mundo de los estudiosos, algunos grandes eran bastante cultos. Ninguno se serviría de sus conocimientos en la práctica, pero muchos estudiaban las historias y eran aficionados a hablar largo y tendido de su significado. Algunos, por sus propios medios, alcanzaban un nivel de comprensión que se acercaba al de los estudiosos. Catherine era uno de ellos.

Varios de los dominios del lugar eran muy antiguos y poseían tesoros de gran antigüedad. En teoría, se suponía que había que entregar el material escrito a los estudiosos para que lo copiaran y lo protegieran. Una vez hecho esto, siempre se ofrecía una copia a su propietario, a modo de compensación. Se daba por sentado que cualquier cosa que pudiese aclarar o ampliar la Historia debía conocerse, catalogarse y facilitarse. Salvo por el hecho, claro estaba, de que los seres humanos a menudo no cumplen con lo que se espera de ellos, y seguía habiendo muchos documentos y manuscritos de los que los estudiosos no sabían nada. Henary había encontrado algunos en Willdon.

Los manuscritos eran antiguos, pero se hallaban excepcionalmente bien conservados. Media docena de fragmentos y pasajes escritos en unos signos que costaba un gran trabajo descifrar. Incluso entonces, después de muchos años de estudio, sólo había logrado desentrañar alrededor de treinta líneas de texto.

No tenían ningún sentido, sin embargo lo que daba a entender su significado era más profundo que cualquier cosa con la que Henary se había topado hasta entonces. Las palabras eran mágicas: el que las desentrañaba se hacía con su poder. Si se descifraban como era debido, quizá esas pocas líneas arrojaran alguna luz sobre la oscuridad, sobre los tiempos olvidados. El que entendiera la oscuridad también entendería el Retorno, ya que el principio y el fin eran una misma cosa.

Sus colegas lo habrían criticado con dureza por no decir nada a nadie. Había un motivo por el que no se sabía nada de la oscuridad, y ese motivo era, principalmente, que la gente no quería saber. Los exiliados volvían, se asentaban y la Historia comenzaba. Los hombres creían en dos cosas a la vez: que no había un antes y que ese antes era la época de los gigantes.

Los estudiosos preferían centrarse en la Historia, que comenzaba con el Retorno. Todo lo demás era mito y alegoría, y eso era cosa de los místicos, los ermitaños, los videntes y los locos. Había muchos de ésos, los que creían en profecías y señales y significados ocultos. Era una lucha constante impedir que imbuyeran a la gente de ideas absurdas, de dioses y de desastres. El mundo acabará: un Heraldo vendrá a emplazar al emisario de la divinidad. Juzgará a Anterwold y lo perdonará o lo destruirá. Hacía falta tener un cerebro retorcido para ver ese significado en los textos, a menos que los citaran a propósito fuera de contexto. Al ocultar los documentos, había impedido que alguien los escondiera en un archivo o que sirvieran de aliento a los mentecatos.

Los encontró cuando Catherine, por aquel entonces una esposa sumisa, organizaba los archivos para poner algo de orden en ellos, dada la dejadez de su marido. Sobre todo documentos legales, las historias conmemorativas de miembros del dominio que habían fallecido hacía tiempo, registros de cosechas y cosas por el estilo, una labor sucia e ingrata que le llevó semanas, a pesar de contar con la colaboración de un puñado de ayudantes. Los manuscritos se hallaban en una caja de plomo que a su vez estaba dentro de un cofre de madera con herrajes de hierro.

—¿Deseas llevártelos? —le preguntó Catherine.

Él cabeceó.

—Todavía no. No hasta que sepa lo que son.

—¿Cómo lo vas a saber si no los puedes leer?

—A fuerza de trabajo, mi señora —repuso con una sonrisa—. El sudor de mi frente, la labor de los años. Persistencia y esfuerzo. Si no los puedo leer, nadie podrá, de manera que difícilmente estoy privando de algo a la erudición.

—Eres un hombre arrogante —repuso ella—. Aunque sea cierto. Dime por qué son tan importantes.

Él así lo hizo, y Catherine escuchó fascinada.

—¿De dónde vinimos? ¿Quiénes somos? ¿Quiénes eran los gigantes? Dudo que esto proporcione una respuesta, pero es posible que ofrezca alguna pista.

—¿Esto te lo dirá?

Henary sonrió entristecido.

—¿Cómo lo voy a saber? Hasta ahora todo cuanto he descosido es un puñado de frases cortas. Hablan de un muchacho que tiene una visión en lo alto de una loma. Se llama Jay. El fragmento más largo reza así: «Ella sonrió una vez más, una sonrisa radiante, celestial, que hizo que el muchacho volviera a entrar en calor. Levantó las manos en lo que Jay interpretó como una señal de paz, dio un paso atrás y desapareció».

—¿Qué crees que significa?

—Para mí no tiene sentido. Como es obvio, reviste una profunda importancia religiosa: la asociación de lo celestial con el calor sugiere vínculos entre el cielo y el confort. Fíjate en las palabras «lo que Jay interpretó», que implican duda y velada amenaza. Pero no es más que un fragmento de un texto mayor, que se me sigue resistiendo. Luego hay otro, más largo, que no soy capaz de leer.

La cosa quedó así hasta que un día, unos meses después, Henary fue a realizar una visita y allí lo interrumpió un muchacho con una pregunta. Cuando habló con la familia para averiguar algunas cosas sobre el chico, se llevó el susto de su vida.

—Por favor, perdonadlo, os lo ruego. Ése no era él. Hoy se ha llevado un susto, en la ladera de la colina…

—… Dice que ha visto a una muchacha. ¿Acaso no hacemos…?

—… Se inventa las cosas. Ve un hada. Luego el hada se esfuma antes de que la vea nadie más. Cómo no se iba a esfumar…

Pero el nombre no cuadraba. Hasta que preguntó al propio muchacho.

—Todo el mundo me llama Jay.

Esa noche Henary no durmió. ¿Cómo era posible? ¿Qué significaba? ¿Cómo podía un niño revivir con tanta precisión una frase tan antigua?

Tenía que conocer la verdad, pero Jay no sabía nada. De modo que Henary se llevó al muchacho y comenzó con su educación. Respondió bien; sin duda era un estudiante muy capaz, que hizo que la reputación de Henary aumentara, cosa que Henary se ocupó de ocultar como era debido a su alumno. Ciertamente, Jay sabía que era bastante listo, pero Henary no quería que le pudiese el orgullo, pues «el orgullo embota la mente y debilita el espíritu». Mientras tanto permanecía a la espera, y siempre que iba a Willdon sacaba el manuscrito y trabajaba un poco más en él. La muchacha y el chico se volverían a ver, acabaron diciéndole las palabras.

A Henary le fastidiaba esto y la tentación que representaba. Intentaba desenmarañar el documento para que arrojase alguna luz sobre el pasado, y allí estaba, ofreciendo las tentaciones muy distintas de la profecía.

Se había pasado su carrera entera atacando justo eso. Todos los disparates místicos que balbuceaban los memos de sus colegas él los desechaba, y apartaba metódicamente sus reflexiones, sometiendo tanto a ellos como a los textos a la fría luz de la razón. La Historia era la verdad, pero no siempre se comunicaba de manera directa. No cabía la menor duda de que no contenía magia ni profecías. Se ocupaba de lo que había sido, no de lo que llegaría a ser.

Sin embargo, en sus últimos meses de vida incluso Etheran empezó a preguntarse si habría algo en las palabras de los ermitaños y en las interpretaciones de los místicos. Y ahora tenía ese manuscrito, que había presagiado la aparición de Jay y su encuentro en la ladera, ofreciendo una oportunidad nueva e inigualable de poner a prueba el poder de tales cosas. Algún día Jay entraría sin permiso en el bosque y la muchacha volvería a aparecer, cerca del Sepulcro del Líder. Ésa era la predicción.

Gran parte del texto seguía siendo incierta, había numerosos fragmentos y palabras que no entendía o no era capaz de descifrar, pero a grandes rasgos todo estaba claro. Así que llevaría a Jay a Willdon y vería lo que pasaba. Demostraría, para satisfacción suya, que el manuscrito no era mágico. Que no era profético. Presentaría sus conclusiones en Ossenfud para desacreditar a quienes se tomaban esas cosas en serio.

—¿Por qué sigues con esto? —le preguntó Catherine.

—Porque necesito saber. No cabe duda de que este manuscrito es muy importante. No quiero que su importancia se vea menoscabada, que acabe siendo un juguete para los adivinos. Es posible que encierre una gran sabiduría. No quiero que ésta se pierda porque acabe siendo pasto de la cháchara supersticiosa.

—¿De verdad crees que en el sepulcro se producirá una aparición?

—Por supuesto que no.

—¿Y si la hubiera?

—Sería un asunto espinoso.

—¿Sabe algo de esto tu alumno?

—Ni una sola palabra.

No había nada en el manuscrito que indicase cuándo o cómo. Si la muchacha no aparecía, los escépticos argüirían que ello se debía a que el documento era un fraude, y los místicos responderían que tendría que haber llevado a Jay a las afueras de Willdon el año anterior, o seis meses después. Llevaba muchos meses preocupado, efectuando comprobaciones y más comprobaciones. Hasta que tomó una decisión. Era evidente que si no hacía nada no obtendría ningún resultado. De manera que llevó a Jay a Willdon, lo dejó fuera del dominio y le dijo que no se atreviera a poner el pie dentro. Después se fue a esperar.

—¿Está todo listo, lady Catherine?

—Eso creo. Tus instrucciones son tan pobres que me he visto obligada a servirme de casi todos los hombres de que dispongo, pero si tu muchacho entra en mi territorio, lo verán y lo seguirán.

—¿No lo asustaréis? Tengo la sensación de que lo estoy engañando, y no quiero que sufra por culpa de mi necedad.

—No le tocarán ni un pelo.

Henary estaba sentado frente a ella, a una mesa. Cerró los ojos y se llevó los dedos a los labios, dirigiendo una oración muda, después la miró. Lo cierto es que era una mujer extraordinaria.

—No pienses, dicho sea de paso, que no soy perfectamente consciente de la gravedad de lo que estamos haciendo —observó—. Sé de sobra que si esto saliera mal y se llegara a saber, mi reputación se vería perjudicada. Gontal estaría encantado de tener pruebas de que creo en el poder de convocar espíritus y semejantes disparates.

—Entonces ¿por qué me ayudas? ¿Me provocas, incluso?

—Porque me tienes fascinada. Así que si el gran Henary está a punto de ponerse en ridículo, quiero verlo. Pero no te apures: el placer será sólo mío. Hay algunas cosas que es mejor que no se sepan. —Se retrepó en su asiento, más elevado que el de él: le gustaban esas pequeñas demostraciones de autoridad—. ¿Estás seguro de que este manuscrito es tan antiguo como dices?

—No sé cuántos años tiene, pero sin duda es antiguo. Podría demostrarlo, si lo deseas, enseñándote el fragmento en el que estoy trabajando: emplea determinados símbolos, determinadas formas gramaticales, y utiliza palabras que por lo demás son desconocidas. Dicho de otro modo, el manuscrito podría hablarnos de la era de los gigantes. Si es así, la Historia en sí podría ser simplemente parte de una historia mucho mayor, quizá ni siquiera la parte más importante. Si entraña algún poder, ahí es donde reside.

—Sin embargo, Jay vio a un hada.

—Una coincidencia, estoy seguro. Claro que si volviera a suceder…

—Socavaría los cimientos de las costumbres y la autoridad —apuntó en voz queda lady Catherine—. ¿Quién os escucharía a vosotros, los estudiosos, pudiendo escuchar a los profetas? —Se hizo un silencio largo mientras ambos se miraban entre sí—. Cosas peligrosas, sin duda, estudioso Henary. Las trataremos más tarde —añadió con energía—. Sin embargo, hay algo que me gustaría saber.

—¿Qué?

—¿Qué diantres hacemos si de verdad aparece alguien?

—Supongo que tendrás en tus manos a un invitado de honor.

Catherine se levantó y dio unas palmadas.

—Y, ahora, si me disculpas —dijo, cuando apareció un criado—. Debo prepararme.

Durante casi tres horas Henary tuvo que aguardar sufriendo una agonía de esperanza, desesperación y expectación. Tuvo que tranquilizarse varias veces diciéndose que no iba a pasar nada. Poco a poco fueron llegando noticias que alimentaron sus esperanzas, para frustrarlas después. Jay estaba en su tienda. Se había alejado. El mozo que lo acompañaba estaba listo para enviar señales. A Henary le dio un vuelco el corazón, pero el muchacho sólo había ido a por leña para el fuego. Nada más. Se animó, se desanimó de nuevo cuando llegó el mensaje de que no había vuelto. Después había cruzado los límites del dominio.

Henary se mecía adelante y atrás con impaciencia y nerviosismo. Los soldados que aguardaban en el bosque no lo habían hallado. Una hora. Nada. Catherine fue a ver cómo se encontraba y le gruñó.

Los soldados habían dado con él. Lo habían arrestado.

—¿Y…? —preguntó Henary al hombre que llegó con el mensaje—. ¿Hay alguien más?

—Nadie —respondió, y él suspiró aliviado: el manuscrito mentía.

Entonces llegó otro mensajero. El último. Catherine lo condujo hasta él y lo hizo pasar de un empujón. El hombre se quedó allí plantado, nervioso y sin aliento.

—¿Y bien? —quiso saber Henary—. ¿Qué ocurre?

—Una muchacha. Salida como de la nada.

Presa del pánico, Henary notó que se le revolvía el estómago. No podía ser. ¿Era una broma orquestada por Catherine para burlarse de él? Una mirada bastó para convencerlo de que no era así.

—¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué tiene que decir en su defensa?

—No lo sé, señor. Pero habla la lengua antigua.

—¿Y Jay? ¿Cómo ha reaccionado?

—Daba la impresión de que la reconocía, señor.

Cuando el mensajero se fue, Henary se acercó a Catherine, la rodeó con los brazos y la apretó con fuerza.

—Dios mío —dijo—. ¿Qué he hecho?

—Enhorabuena, estudioso Henary, sabio entre los sabios —lo felicitó, apartándolo y haciendo una pequeña reverencia—. ¿Quién lo habría pensado?

Henary negó con la cabeza. No se le ocurría ninguna palabra para dar a entender tan siquiera lo que pensaba o sentía.

—Conque tenemos un nuevo invitado —prosiguió ella, con tono práctico—. Creo que debería darle a la muchacha la bienvenida que se merece, ¿no opinas lo mismo? Que venga un emisario de los dioses no es algo que suceda todos los días. ¿Será el Heraldo de los últimos días? Sería sumamente latoso. Ve a sentarte y a reflexionar sobre tu genialidad un rato, y vuelve cuando creas que estás en condiciones.

Henary renegó, pero sabía que Catherine tenía razón. Se serenó, recordándose que era un estudioso del primer nivel, un hombre con autoridad y con los mayores conocimientos. Que merecía ser respetado y honrado. Le costó lo suyo.

Cuando en efecto estuvo listo, se dirigió a la sala, donde permaneció a un lado, para no estropearle la bienvenida a Catherine. El corazón le latía con fuerza cuando las puertas se abrieron y entró la procesión de bienvenida. Vio al chambelán, a Jay y por último a la muchacha en la que tanto tiempo llevaba pensando, que había imaginado miles de veces.

Se llevó una decepción. No sabía qué pensar. Desde luego no era un espíritu, ni un hada. La descripción de Jay era buena: tenía el cabello corto, un rostro bonito y una expresión de aturdimiento o incluso irritación. Pero se esperaba… ¿qué? ¿Cómo se suponía que debía ser una criatura celestial? No había nada especial en ella, a excepción de sus extrañas ropas.

El momento de escrutinio no duró mucho. La muchacha echó un vistazo a la sala y sus ojos descansaron en Henary. Le dedicó una ancha sonrisa y echó a andar hacia él. Henary no entendió las primeras palabras que le dijo, para él no tenían ningún sentido, pero el resto sí lo comprendió. Hablaba con absoluta fluidez y soltura, como si ni siquiera lo intentara.

—¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Por qué lleva esa ropa tan ridícula?

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