Arcadia

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Capítulo 21

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Sirviéndose de la información de que disponía, Chang se hizo con algún dinero y después con una habitación de hotel donde pasar la noche. La operación le destrozó los nervios, pero para entonces ya estaba desesperado. Necesitaba descansar y un sitio donde quedarse. No podía arriesgarse a comer de nuevo en público hasta que fuera capaz de retener la comida. No podía entrar en ningún lugar público si inhalar tabaco hacía que la cabeza le diera vueltas.

¿Qué necesitaba? Un sitio donde dormir y comer y lavarse la ropa; tabaco, vino, cerveza y whisky para practicar; revistas ilustradas y periódicos para ver cómo vestía, se movía y hablaba esa gente.

También compró un diario local, en el que se anunciaban habitaciones de alquiler y en el que, a su debido tiempo, podría poner él mismo un anuncio para informar de si había dado con Angela Meerson o no. Lo estudió con atención: papel, texto impreso. Imaginó a hombres encargándose de todo a mano, enormes prensas girando, el papel cortado y doblado, cargado en camiones en grandes pilas, llevado a tiendas y después cambiado por dinero. A continuación el dinero pasaba del comprador al tendero, a la empresa, a los trabajadores, que salían a comprar…

Un sistema extraordinario. Todo ese esfuerzo para que él pudiera averiguar que había dos habitaciones (con cuarto de baño; el agua caliente, cinco chelines extra) disponibles por veinticinco chelines a la semana. No sabía si eso era caro o no, pero daba la impresión de que podía permitírselo ahora que había puesto a prueba la teoría de la delincuencia en el cepillo de la iglesia de Santa Margarita y había apostado lo que había conseguido a Fire Boy, ochenta a uno colocado a 2.30 en Doncaster. La voz de su cabeza le dijo que era algo seguro.

A la mañana siguiente se puso en marcha. Para entonces ya le asustaba menos esa vida caótica. Todo —carreteras, edificios, coches y bicicletas— le fascinaba. Fue despacio, tomando un camino indirecto, hasta que llegó a la destartalada casa con jardín, que daba la sensación de llevar años desatendida. Las ventanas estaban sucias; la pintura, descascarillada; y en general se respiraba un aire de pobreza que resultaba de lo más evocador.

Estaba cansado. No solía recorrer a pie distancias largas, mientras que a su alrededor todo el mundo caminaba dando largas zancadas o pedaleando. Había cientos, miles de ellos. Gran parte de la ciudad se hallaba en movimiento, y la mayoría iba en bicicleta. Chang empezaba a notar diferencias: gorras blandas y toscos abrigos marrones indicaban trabajadores. Tejido oscuro y sombreros duros apuntaban a los más ricos.

Las casas viejas y grandes necesitaban cuidados, y eso costaba dinero, de modo que muchos de sus ocupantes alquilaban habitaciones. Su futura casera era una de ellos. Puesto que estaba sola y se sentía sola, le gustaba hablar. Eso era algo con lo que él no contaba. Pocos minutos después de que llamara a la puerta se hallaba enfrascado en una conversación. La primera que podía llamarse así, y fue una experiencia aterradora.

Le resultó sumamente difícil, entre otras cosas porque se puso de manifiesto que se comunicaban cosas distintas a la vez: negociar el alquiler de la habitación, claro estaba, pero también quién y qué era uno, si uno era honrado y agradable. ¿Era la clase de persona a la que se podía pedir que cambiara una bombilla? ¿Qué intereses, educación, gustos tenía? Era —y esto fue lo más importante— una persona respetable, en sí mismo un concepto tan complicado que no se podía definir.

El tema de la habitación tardó un rato en salir; gran parte del tiempo la mujer lo pasó contándole cosas que él no entendía por qué tenía que saber. Le enseñó fotografías de sus nietos. Él le dijo que había estado viajando por el extranjero después de sufrir una enfermedad.

—Santo cielo. Nada grave, espero.

—No, no —replicó él como si tal cosa—. Un tumor cerebral. —Por la mirada de pasmo de la anciana intuyó que había cometido otro error—. Pero pequeño —se apresuró a añadir—. Lo cierto es que casi no fue nada.

—Espero que me lo cuente todo —contestó ella alegre, y a él se le cayó el alma a los pies sólo de pensarlo—. ¿Le gustaría ver su habitación?

Chang asintió con vehemencia, cualquier cosa con tal de poner fin a ese suplicio, y ella lo condujo escaleras arriba y más arriba. Mientras seguía a la frágil figura, Chang iba asimilando cada uno de los detalles: la pintura marrón, el papel pintado pelándose en la pared, el olor a humedad que desprendía la moqueta. El aroma a comida pasada que flotaba en el aire…

Había una cama, una mesa, un pequeño calefactor, un par de sillas, a las que se les salía el relleno, el suelo revestido de un sucio linóleo amarillo.

—Supongo que una manita de pintura no le iría mal…

—Es perfecta. Perfecta. Justo lo que quería.

A la mujer pareció sorprenderle bastante la respuesta.

—Bueno, si está usted seguro…

Chang se sentó en la vieja cama, dando golpecitos con los pies en el frío linóleo. Descubrió que lo ayudaba a pensar. Se dio cuenta de que por la ventana de guillotina, que no encajaba bien, entraba una fina ráfaga de aire, y tenía frío. Permaneció sentado sin moverse muchas horas, digiriendo y clasificando información, levantándose de vez en cuando, y distrayéndose abriendo y cerrando los grifos del pequeño lavabo de cerámica resquebrajada de la pared.

Estaba bastante seguro de que todo lo que necesitaba ya había sido restablecido: la transmisión había borrado su memoria, y la información había tardado en replegarse a un lugar al que él pudiera acceder. Ahora volvía a ser él mismo, e incluso sabía lo que tenía que hacer.

Su cometido consistía en encontrar a Angela Meerson, y para ello debía dar con Henry Lytten. Su segunda labor era hallar y recuperar el manuscrito conocido como «La letra del diablo». Y, después…, ¿qué? No tenía ni idea.

Realizó algunos ejercicios de respiración para conseguir concentrarse y escribió despacio una lista en una hoja de papel. Todavía no se podía fiar de que fuese a acordarse bien de todo. En cuanto volvieron los recuerdos, comenzó a tomar notas: Angela. Henry Lytten. La Rosalind de ese artículo. No era mucho, puesto que descubrió que escribir le costaba un gran esfuerzo, pero bastaba para ayudarlo a recordar los detalles.

Después salió a hacer algunas compras, lo cual le llevó gran parte de la tarde, puesto que cada cosa se vendía en una tienda distinta, y en cada una tuvo que esperar su turno. Volvió a casa con un kilo de zanahorias, pan, un paquete de azúcar y potitos. No era perfecto, desde luego, pero no estaba mal para ser la primera vez. También compró una botella de whisky, una de cerveza, una de ginebra, dos cigarros y un paquete de cigarrillos. Los potitos estaban riquísimos.

—Bien. —Le hablaba a su memoria—: dime, ¿qué hago ahora?

Se produjo un largo silencio hasta que llegó la respuesta:

—Podrías ponerte a buscar al tal Henry Lytten.

—¿Cómo hago eso?

—Pregúntale a tu casera si tiene un listín y busca ahí su nombre. Después te indicaré cómo llegar. ¿Querrás ir por la ruta bonita o por la rápida?

¿Quería ir a casa?, pensó a la mañana siguiente mientras caminaba con cautela calle abajo. ¿Podría sobrevivir en ese sitio? Quizá pudiera utilizar los conocimientos que tenía en la cabeza para ganar algo de dinero, establecerse. Podía integrarse. Casarse, hacerse miembro de un club de dardos o jugar al billar los viernes. Comprarse un coche y lavarlo los sábados por la mañana. Tener hijos y preocuparse por ellos. Veranear en la playa en agosto. Podría ser peor.

Cruzó la carretera (a punto estuvo de que lo atropellara un autobús) y después, cada vez con mayor confianza, se dirigió hacia el norte hasta llegar a Polstead Road, donde según la guía vivía «Lytten, H.». Tenía la cara roja y resoplaba por el esfuerzo, pero continuó hasta llegar a la que se suponía que era la casa. ¿Y ahora qué? ¿Llamaba al timbre sin más? ¿Podía hacerse eso sin haber concertado una cita? La idea lo asustó. ¿Qué iba a decir? Se quedó plantado a la entrada del descuidado jardincito delantero mientras sopesaba las opciones. Mientras estaba allí como un pasmarote, la puerta se abrió y salió un hombre. Chang se quedó mirándolo, fascinado. De estatura media, el cabello ralo, un aire digno. La cara normal y corriente. Llevaba esos extraños pantalones como estriados y una americana verde de cuadros. Chang vio que se agachaba para ponerse unas pinzas en el bajo de los pantalones; después cogió una bicicleta y, de un fuerte empujón, empezó a dirigirla hacia la carretera, y hacia él. Habló, pero Chang estaba demasiado azorado para entenderlo.

—¿Es usted Henry Lytten?

—Sí. ¿Puedo ayudarlo en algo?

Chang, presa del pánico, salió corriendo.

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