Arcadia

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Capítulo 33

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A lo largo de los dos días que siguieron, Chang intentó reunir el valor necesario para volver a abordar a Henry Lytten. Varias veces echó a andar calle abajo y se quedó mirando la casa. En una ocasión, con el corazón acelerado, incluso tocó el timbre. Pero no obtuvo respuesta. En otra, creyó ver que una cortina se movía, pero si las ventanas encajaban tan mal como en su habitación, eso no quería decir nada.

Mientras tanto comenzaba a acostumbrarse a su nueva situación, e incluso a sentirse medianamente optimista. Es posible que ello se debiera a que también estaba empezando a dormir bien, sin que lo asaltaran pesadillas o preocupaciones generadas por lo extraño que le resultaba todo. Cuando se levantaba de la cama, se sentaba a la mesita que había junto al lavabo mientras esperaba a que el agua del hervidor estuviera caliente. Después ponía unas cucharadas de Nescafé en una taza, añadía el agua y escuchaba los sonidos de la vida al otro lado de la ventana, intentando ubicar e identificar cada uno de ellos.

Era temprano, no más de las siete, pero ya se oían ruidos en la habitación de debajo: el joven pecoso que trabajaba en la mercería se estaba levantando. Escuchó los pasos lentos cuando fue al cuarto de baño, al final del pasillo, arrebujado en el batín. El chacoloteo de los cascos de los caballos del lechero en la calle; el tintineo de los timbres de las bicicletas de las primeras personas que iban a trabajar a la ciudad.

Entonces oyó un ruido inusual. Un timbre; la puerta principal abriéndose y cerrándose; pasos, pesados, que subían la escalera; una pausa al otro lado de su puerta; alguien que llamaba con fuerza, repetidas veces, una llamada que no podía pasarse por alto.

Se puso el batín y fue hacia la puerta. No esperaba nada, puesto que no sabía qué esperar: no tenía amigos ni se relacionaba con nadie; nadie sabía dónde se alojaba y a nadie le importaba; nadie tenía ningún motivo para visitarlo a ninguna hora, y menos a las siete de la mañana.

—¿Sí?

—¿Le importaría acompañarnos, por favor?

Dos hombres entraron en la habitación. Uno era alto y fornido, mucho más alto que Chang; el otro, más menudo. Parecía que estaba al mando.

—¿Quién es usted? —preguntó al que no dijo nada.

—Sargento Maltby, inspector. Cuerpo Especial.

—¿Significa eso que es usted policía?

—No. Soy el limpiacristales.

—Me alegro. Las ventanas están muy sucias. Casi no veo…

—Muy gracioso. Y, ahora, ¿le importaría acompañarnos?

—Pero si son ustedes los limpiacristales, ¿por qué…?

Maltby levantó una mano.

—Déjelo, por favor. No me complique más la vida. No es nuestra intención armar un alboroto si al final esto resulta ser un malentendido.

Chang buscó en su memoria, pero no encontró información alguna que le permitiera interpretar lo que estaba pasando. Había oído hablar, por supuesto, de gente que llamaba a la puerta, pero le habían dicho que eso iba asociado a un período anterior, o a países distintos. Sabía de la existencia de la policía, pero pensaba que los agentes llevaban uniforme.

—¿De qué se trata?

—Después se lo explicaremos.

No tenían aspecto amenazador. Es decir, no se comportaban como personas que estuviesen a punto de matarlo o atacarlo, o algo por el estilo, pero Chang no tenía suficiente información para sacar una conclusión razonada. Sencillamente no estaba preparado para una interacción tan compleja como ésa. Empezó a ponerse nervioso, y supo que los agentes lo habían notado.

Así que hizo un esfuerzo.

—Muy bien —exclamó con la mayor alegría posible—. ¿Me darán de desayunar?

—Usted vístase, señor.

Permanecieron allí mientras lo hacía, y después, uno delante y otro detrás, bajaron la escalera.

—¿Nombre?

—Alexander Chang.

—¿Fecha y lugar de nacimiento?

—Eh…, 28 de junio de 1930, Uganda.

—¿A qué escuela fue?

Vaciló de nuevo: lo habían preparado para mantener una conversación informal, pero no para hacer frente a un interrogatorio minucioso. Si el tal Maltby le hacía repasar toda su vida —su supuesta vida—, no sería difícil encontrar enormes lagunas. Su memoria le había proporcionado deprisa y corriendo información sobre su biografía y sobre los interrogatorios durante el breve trayecto hasta la comisaría, y el resultado no era alentador.

—A la escuela de una misión que llevaba mi padre.

—¿Dónde?

—Iba allí adonde iba él.

—¿Adónde?

—No me acuerdo.

—¿No se acuerda de dónde vivía cuando tenía catorce años? ¿Quince?

—No.

—¿Fue a la universidad?

—No.

—¿Cuándo llegó a Inglaterra?

—Llegué hace una semana. —Eso, al menos, era cierto.

—¿Cómo?

Pausa.

—En barco.

—¿En qué barco?

—No me acuerdo.

—¿A qué puerto llegó?

—Esto…, Liverpool.

—¿De qué puerto salió?

—Del principal. Ya sabe…

—¿Del puerto principal de Uganda?

—Sí.

—Eso sí que es sorprendente.

—¿Por qué?

—Porque Uganda no tiene mar.

—¿Por qué me hace todas estas preguntas?

Estaban sentados en un cuartito gris de la comisaría. Habían conducido a Chang escaleras abajo y lo habían metido en un coche. En circunstancias normales, se habría sentido entusiasmado: nunca había estado en un coche, y la experiencia se le antojaba fascinante.

—Rover, ¿no? —preguntó. No obtuvo respuesta—. P80, motor OHV. Diseñado por Gordon Bashford. Salpicadero de madera de nogal africana. Tengo entendido que no ha tenido mucho éxito. 12,3 litros por cada cien kilómetros, de cero a cien en veintidós segundos. Se produjeron menos de seis mil unidades antes de que se suspendiera la producción.

—Acaban de salir al mercado.

Se sumió en un silencio disciplinario. «Basta de cháchara. No des información nunca, no tomes la iniciativa nunca». Tenía la cabeza llena de datos a los que podía recurrir a voluntad. De haber sido preciso, podría haber facilitado todas las características del vehículo, compararlo con otros modelos, enumerar artículos de periódico en los que se evaluaba su rendimiento.

Todo eso lo sabía. Lo que no sabía era gran parte de su propia historia. No había habido tiempo. Percibía de sobra que lo que decía estaba plagado de contradicciones y de auténticos disparates. Hasta un niño de siete años habría sospechado de un hombre que no sabía a ciencia cierta dónde había nacido o a qué escuela había ido, se mostraba muy poco claro en lo tocante a su trabajo y no podía nombrar a un solo amigo, conocido o miembro de la familia que respondiera de él. ¿Cómo había entrado en el país si no tenía pasaporte? Una buena —no, excelente— pregunta. ¿Por qué estaba delante de la casa de Lytten la tarde anterior? Otra buena pregunta.

Los dos agentes fueron a prepararle una taza de té, todo un detalle por su parte, pensó él. Durante su breve ausencia, analizó la información de que disponía.

—Mentir —dijo en voz alta, confiando en que no lo escuchara nadie—. Tengo que mentir. Enséñame, deprisa.

«Yo en tu lugar no lo haría —fue la respuesta—. Para empezar, ése es un concepto que aquí varía. Te encuentras en una cultura en la que la ambigüedad ha alcanzado un grado muy elevado. Te pondré un ejemplo: dependiendo de cómo la formules, de las circunstancias, la expresión, el movimiento corporal, la entonación y el contexto, la afirmación “te quiero” puede significar “te quiero”, “no te quiero”, “te odio”, “quiero acostarme contigo”, “la verdad es que quiero a tu hermana”, “ya no te quiero”, “déjame en paz”, “estoy cansado” o “siento haberme olvidado de tu cumpleaños”. La persona a la que se lo dijeras comprendería en el acto el significado, pero podría decidir atribuirle un sentido por completo distinto a la afirmación. Mentir es un acto social, y la naturaleza y la importancia de la mentira dependen, en realidad, de un acuerdo tácito entre las partes interesadas. Observa que esta descripción ni por pienso toma en consideración el concepto de las mentiras de peso, en las que el que habla dice algo que sabe que es falso y sin embargo lo cree de verdad al mismo tiempo: los políticos son especialmente buenos en esto.

»Lo que intento decir es que mentir es un ejercicio lingüístico de una complejidad extraordinaria. Teniendo en cuenta la etapa en la que te encuentras, será mejor contar la verdad, aunque es posible que de ello se deriven consecuencias no deseadas.

»Así son las cosas —concluyó cuando hubo terminado—. ¿Te sirve de ayuda?».

«No», pensó.

Mientras Chang seguía allí sentado, procurando encontrar algo útil en el torrente de información, Maltby volvió con el té, se lo dio y tomó asiento frente a él. Los interrumpió un hombre que sostenía un sobre de gran tamaño.

—Es todo —dijo. Y se fue.

El sargento sacó el contenido, y Chang vio que eran papeles que habían cogido de su habitación, sobre todo sus intentos de escribir a mano, que le seguía resultando difícil. Se había pasado horas cogiendo con fuerza un lápiz, garabateando en el papel, tratando de adquirir la soltura, la fluidez y la legibilidad de las que era capaz de forma natural la mayoría de la gente que lo rodeaba. Había probado con el inglés, el cirílico y el árabe. El cirílico fue el que le costó menos, y empezó a tomar notas para fijar su aún voluble memoria. Posiblemente eso no fuera bueno, pensó.

—Aquí hay algunas palabras en ruso —observó el hombre—. ¿A qué se debe?

—Sólo son apuntes —repuso.

—¿Habla usted ruso?

—Sí, claro.

—¿De veras? ¿Y cómo aprendió a hablar ruso el hijo de un misionero africano?

—Aprendí por mi cuenta.

—¿Por qué estaba vigilando la casa de Henry Lytten?

Chang empezó a sudar.

—No la vigilaba.

—Entonces ¿le importaría explicarme qué es esto, señor?

Maltby sostuvo en alto una hoja que habían encontrado en la mesita de Chang. Tenía escritos tres nombres: Henry Lytten, Angela Meerson, Rosalind.

—Lytten. Usted vigilaba su casa. ¿Meerson? ¿Quién es? Y luego está Rosalind. Hace dos días una chica llamada Rosalind desapareció durante un breve espacio de tiempo. Sus padres están convencidos de que la sedujo un hombre mayor. Sólo tiene quince años. Estamos hablando de un delito grave.

A Chang le entró el pánico.

—En fin —añadió Maltby—, hemos terminado con usted.

—¿En serio? Bendito sea el cielo.

Maltby sonrió con frialdad. Una hora después obligaron a Chang a subirse de nuevo al coche y lo llevaron a casa de Henry Lytten.

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