Arcadia

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Capítulo 34

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Henry no estaba cuando llegué a su casa, pero tenía llave, de manera que entré. Puse el hervidor al fuego y bajé a ver mi máquina. Su silencio me resultó tranquilizador, fue grato ver que parecía una pérgola vieja y oxidada recubierta de aluminio doméstico, y alimenté un breve atisbo de esperanza: quizá, repentina y milagrosamente, mi problemilla se hubiera resuelto solo. Procedí con sumo cuidado con las rutinas necesarias para activarla y vi cómo empezaba a fluir la electricidad por ella. Crucé los dedos, algo nada científico, mientras esperaba.

No hubo suerte. Poco a poco la escena cobró resolución: la desalentadora visión de la desnuda pared gris que se alzaba al otro lado se desvaneció y la sustituyó otra bastante más bella de un litoral visto desde lo alto de una colina que bajaba hasta el mar. Había pájaros volando, y las olas rompían en la playa, de tentadora arena blanca y limpia.

¿Por qué no desaparecía sin más ese puñetero mundo? Por la noche se me había ocurrido una idea. Cuando casi había completado los cálculos, a mi cerebro lo asaltó esta idea: «¿por qué no la configuras en el momento previo a la primera vez que la chica pasó al otro lado?». Se trataba de reiniciarla antes de que conociera al muchacho, quizá de ese modo se desbloqueara.

Valía la pena probar. De manera que apagué la máquina, la volví a calibrar, situándola alrededor de seis meses antes del momento en que yo pensaba que Rosie había entrado por primera vez, y realicé una vez más el procedimiento de puesta en marcha. «Por favor —pedí para mis adentros—, por favor, no funciones…».

Otra estampa tomó forma y se consolidó, un paisaje fluvial esta vez. Con patos. Por algún motivo los patos me fastidiaron de verdad. Eran innecesarios, casi un insulto gratuito.

Entonces sonó el teléfono. Dejé encendida la máquina, con la vana esperanza de que se corrigiera sola, y corrí arriba a cogerlo. Una voz seria, con acento de la zona central de Inglaterra, preguntaba por Henry. El sargento Maltby, dijo que era, inspector. Yo le comuniqué que era su compañera y le dije que podía hablar con toda libertad.

—Tengo plena autorización y permiso en todos los asuntos —lo tranquilicé, empleando mi tono más solemne.

—Llamo por lo del hombre que estaba vigilando su casa —contó Maltby—. Lo hemos arrestado.

—¿De veras? —repuse—. Buen trabajo. ¿Qué opina usted?

No hay nada como las preguntas vagas para averiguar de qué demonios habla alguien.

—Es un tipo raro, de eso no me cabe la menor duda. Uno de los peores mentirosos con los que me he topado en mi vida. Extranjero, a todas luces, y habla ruso. Creo que podría ser…, ya sabe.

—Descríbalo.

—Treinta y pocos, ojos castaños, estatura media, aspecto saludable, tez blanca. Parece un poco chino, pero él asegura que no lo es. Se llama Alexander Chang, o eso dice.

—¿Ah, sí? —contesté con lo que esperé que fuese un tono distante e indiferente.

—La cuestión es que encontramos unos papeles en los que ponía que necesitaba conseguir algo del profesor Lytten y que quería localizar a alguien llamado Angela Meerson. También hay una posible referencia a una chica que desapareció durante un breve espacio de tiempo. No sabemos lo que significa, pero no suena bien. ¿Le dice algo el nombre de Angela Meerson?

—Nada —repliqué.

—¿Qué quiere que haga con él?

—Yo en su lugar le pegaría un tiro.

—Ah…, no. La policía no hace esas cosas.

—Le diré lo que puede hacer —razoné—. ¿Podría traerlo aquí a las once? Podemos formularle unas preguntas y llegar al fondo de la cuestión. Esa clase de cosas se nos da bien.

Colgué. ¿Alexander Chang? ¿El hombre que localizó al limpiador en mi experimento? ¿Después de todo este tiempo? Hablando de cosas inoportunas… Quizá fuese una coincidencia. Me preparé una taza de té y bajé de nuevo, hasta que Lytten llegó, en taxi, con un hombre que, supuse, sería su visita. Seguido, poco después, de otro más alto al que no veía desde hacía casi quince años.

—¡Sam Wind! —exclamé, dándole un abrazo cordial—. Cuánto me alegro de volver a verte. —Nunca me cayó bien.

—Angela, cuánto tiempo —respondió Sam Wind—. Es muy amable por tu parte que nos eches una mano. ¿Qué tal anda tu ruso?

—Tan bien como siempre. ¿Y el tuyo?

—No tengo ni idea. Todavía no lo conozco. Lo encontró Henry —contestó Wind—. A mí me lo han dicho esta mañana. Tenía pensado arreglar un poco el jardín, pero qué se le va a hacer. Lo que hay que hacer por el país, ¿eh? Con tu ayuda es posible que averigüemos lo que ha desenterrado Henry.

—No sabía que seguía en esto. Pensaba que lo había dejado años atrás.

—Y lo dejó, pero este hombre no se fiaba de nadie más. Por lo visto se conocieron durante la guerra, así que el veterano volvió para prestar su ayuda. Y no le ha hecho mucha gracia. Ya no es el que era.

—Todos cambiamos.

—Tú no. Tú te conservas escandalosamente bien para tu edad. Debería darte vergüenza. Y bien, ¿empezamos? Ya habrá tiempo después para charlar, seguro. De lo mucho que ha llovido desde entonces y esa clase de cosas.

Pasamos todos y nos sentamos para que pudiera comenzar el interrogatorio de Dimitri Volkov.

Yo me había hecho cargo de labores de traducción en numerosas ocasiones; ésa fue la razón de que entrara en el mundo de Henry y de Wind. Y se me daba de miedo: llegué a un punto en el que las personas para las que trabajaba buscaban a propósito mensajes en lenguas extrañas sólo para intentar dar con una que no conociera. Un minucioso experimento dio como resultado que conocía pocas lenguas asiáticas o africanas, y que mi islandés era pobre, pero, aparte de eso, podía apañármelas casi con todo lo que me ponían por delante.

Portmore me pidió que me quedara cuando la guerra acabó, pero me negué tan siquiera a considerarlo. Había aportado mi granito de arena, señalé, y necesitaba con urgencia algo de paz y tranquilidad. Además, quería volver a un lugar que tuviera un clima aceptable, y me figuraba que mi jardincito del sur de Francia estaría tan descuidado que, a menos que me ocupara con urgencia de él, era muy probable que mi casa desapareciera para siempre engullida por el bosque.

Sin embargo, resultaría extraño ver que Henry volvía a su antiguo yo, dejando a un lado al profesor con traje de tweed, un tanto distraído, para encarnar una vez más al interrogador incisivo, que formulaba preguntas bien pensadas, preparaba trampas anticipando varios movimientos, anotaba en su mente cada palabra y cada gesto, confiriendo tanto valor a lo que no se decía como a lo que se decía. Tenía un don innato para ello. Sus alumnos debían de tenerle pavor.

Un Volkov muy obediente llegó a la estación de Oxford acompañado de su anfitrión, que se alegró visiblemente de deshacerse de él. Lytten fue a buscarlo; se había asegurado a conciencia de que no le decía a nadie cuándo llegaba ni adónde.

Cogió un taxi para ir a casa. Volkov iba sentado en silencio a su lado; el taxi se metió por Beaumont Street y después se dirigió hacia el norte.

—¿A quién voy a conocer?

—A un hombre llamado Sam Wind. ¿Está preparado para esto?

La idea no pareció ponerlo nervioso; de hecho estaba de lo más tranquilo, lo contrario que Lytten.

—Ve a mi casa a las diez —le dijo a Wind—. Tengo una cosa para ti.

—¿En serio? ¿Qué?

—Puede que te resulte interesante.

Pero no dijo más. Sólo se mostró comunicativo con Portmore.

—Lo llevaré a mi casa para someterlo a un interrogatorio preliminar y después te lo entregaré.

—¿Por qué no lo mandas directo aquí?

—Le voy a pedir a Sam que vaya, sólo para ver cómo reacciona. Matar dos pájaros de un tiro, ya me entiendes.

—Ya. En ese caso, actúa con precaución.

Wind se mostró encantado cuando, al llegar, Lytten le hizo un resumen rápido.

—Suena bien. Me muero de ganas. Si es lo que dice que es, el éxito será sonado. ¿Tienes idea del tiempo que hace que no tenemos a un desertor como es debido? —comentó—. Últimamente sólo nos llega morralla.

—¿Quieres que me quede o prefieres hablar a solas con él?

—No, no, quédate. Al fin y al cabo es tuyo.

Lytten asintió.

—Ten en cuenta el problema del idioma. Nosotros hablamos en alemán, pero ése no es tu fuerte, y tampoco el suyo, la verdad. Le he pedido a Angela Meerson que venga a echar una mano.

—Santo cielo, esa loca.

—Pensé que sería útil.

—Siempre me hizo sentir un poco incómodo. ¿Qué es lo que hace ahora?

—Nada. Lleva una vida sencilla. Se entretiene con las cosas seudoartísticas a las que se dedican las mujeres para pasar el tiempo, creo. Colecciona toda clase de cosas raras; por lo visto, algunas se han instalado para siempre en mi sótano. Vive la mayor parte del año en Francia. Es una suerte que haya podido contar con ella.

Wind echó una ojeada al lóbrego pasillo.

—¿No te aburres nunca de vivir en este sitio?

—La verdad es que no —replicó Lytten con una sonrisa. Una sonrisa algo triste—. ¿Por qué iba a aburrirme? Mis colegas y mis alumnos me mantienen entretenido, y mis amigos no dejan que me duerma en los laureles. Sé con exactitud lo que haré cada día, con semanas de antelación. Todo a mi alrededor es tranquilo y predecible, a menos que te presentes tú. ¿Qué más puede pedir un hombre? A ti te interesan el Armagedón y la revolución; a mí, Hetherington y unas líneas curiosas de Como gustéis. Creo firmemente que mi trabajo es lo más importante.

—Has cambiado mucho, ¿sabes?

—No —objetó Henry—. Sigo siendo el mismo. Lo que ha cambiado es el mundo. Yo podría decir lo mismo de ti. Sabes que esto no es más que un juego absurdo. Ayer vino a verme un agente de policía, del Cuerpo Especial, enardecido por dar con elementos subversivos en la fábrica Morris. Y no los hay. Y si los hubiera, serían demasiado incompetentes para hacer nada. Entonces ¿para qué molestarse?

—Las bombas son reales.

—Lo son, y se utilizarán o no, tanto si yo hago algo como si me quedo tranquilo leyendo mis libros. ¿Empezamos?

—Creo que podría empezar contándonos la historia de su vida. Para arrancar, por así decirlo…

Habló Wind. Estaban en el estudio de Lytten, la gran habitación situada en la parte delantera de la casa, la que, de haber sido una residencia familiar, habría sido el salón, con sus grandes ventanas en voladizo, sus altos techos y su ornada chimenea victoriana. Y libros, casi todas las paredes llenas de libros, enormes montones en el suelo y en los muebles, disimulando el hecho de que la estancia llevaba muchos años sin ver una mano de pintura o una limpieza a fondo.

El inglés de Volkov parecía limitado; su alemán, medianamente bueno, pero coloquial, cuando la precisión era muy necesaria. Las contribuciones ocasionales de Angela, en cambio, eran sucintas, eficientes e impecables; de algún modo se las arreglaba para ofrecer una traducción tan acerada y tan deprisa que los otros casi olvidaban que estaba allí.

—Nací el 23 de abril de 1917 en Osetia del Norte-Alania, y soy, o más bien fui, oficial en régimen de dedicación completa del GRU, el Departamento Central de Inteligencia. Deseo solicitar asilo, y estoy dispuesto a pagar por él con la información que poseo.

—¿Por qué a nosotros? ¿Por qué no a los norteamericanos?

—A los norteamericanos me dirigí el año pasado, y no obtuve ninguna respuesta. Me figuro que la crudeza con que lo hice los convenció de que debía de tratarse de una trampa. Así que decidí que tendría que hacerlo a través de alguien que me conociera.

—Estoy seguro de que comprenderá que nosotros supondremos lo mismo que los norteamericanos.

—Estoy bastante satisfecho con que se me considere más astuto de lo que en realidad soy.

—Espero que sea consciente de que más adelante seremos mucho más concretos. Por el momento no veo ninguna razón por la que no podamos llevar esto como una conversación entre compañeros.

—Como desee. Tengo mucho que contar. ¿Qué quiere escuchar?

—La verdad.

—Todo es verdad.

—En ese caso, cuéntenoslo todo.

—Muy bien. Lo primero es que mi carrera está en un callejón sin salida, así que deserto por amargura y por miedo. Deberían haberme ascendido muchas veces, a un nivel muy por encima del de coronel, pero me han derrotado personas menos capacitadas que yo. Cuando llegue el momento, les daré los nombres de los que conozco en la jerarquía del GRU, lo que hacen y cómo lo hacen, para vengarme.

—Es una buena razón.

—No, no lo es —objetó Volkov—. Muchas personas se encuentran en esa posición, ¿no? Me imagino que incluso en el MI6 hay intrigas, con ganadores y perdedores. ¿Se preocupan ustedes cada vez que ascienden a alguien de que los perdedores vayan corriendo a la Unión Soviética? Por supuesto que no. Ésa no es una razón. Cualquiera que les fuera con semejante cuento sería un tonto o un mentiroso.

—Denos otra.

—El amor. En la década de 1930 me enamoré de una mujer guapa, divertida, inteligente, encantadora. Lo era todo para mí. Nos íbamos a casar. Pero un día le dijo algo que no debía a la persona que no debía, y desapareció. Yo tuve que fingir que no la conocía. Me casé con otra, pero nunca los perdoné.

—Entiendo.

—No, no lo entiende. Eso pasó hace casi veinte años. ¿Quién esperaría tanto tiempo? Añadamos una tercera razón, entonces. He perdido la fe. No creo en la inevitabilidad imparable de la historia. No creo que el proletariado vaya a triunfar. Por decirlo de otra manera, si la Unión Soviética es la máxima expresión del futuro de la humanidad, no quiero formar parte de ella. —Sonrió levemente—. Un buen motivo, ¿no? Uno que les gustará a ustedes, como ingleses patriotas que son, ¿verdad? En tal caso, quédense con eso. Después de todo es cierto. Como también lo es que me hago mayor, que deseo hacer algo que merezca la pena para que el mundo, si es que me recuerda, albergue un buen recuerdo de mí. No tengo ni dios ni creencias. Sólo puedo servir al futuro. Quiero darle un regalo al futuro, y ustedes son los únicos que pueden conferirle algún uso. —Se inclinó hacia delante—. Se avecina algo peligroso, lo sé. El tiempo apremia.

—Adelante, sorpréndanos.

Volkov señaló a Angela.

—No con ella en la habitación. De usted, Henry, me fío; de usted, Wind, me tengo que fiar. Pero de esta mujer no. No la conozco.

—Angela… —empezó Wind—. ¿Te importaría salir? Pero, si puede ser, quédate en la casa, por si nos hacemos un lío.

—Muy bien —contestó ella, y se levantó—. Señor Volkov, ha sido un placer. Encantada de conocerlo. Confío en que se establezca aquí y le guste. —Se volvió hacia los dos ingleses—: Estaré en la cocina, preparando unos sándwiches, si me necesitáis. —Ladeó la cabeza cuando sonó el timbre, y añadió—: Y voy a abrir la puerta. Llevas una vida muy ajetreada, Henry.

Cuando Angela salió de la habitación, Volkov sonrió y con un gesto exagerado se dio unos golpecitos en la cabeza.

—Aquí, amigos míos. Aquí es donde están los secretos.

—Pues no se prive de compartirlos —lo animó Wind.

Continuaron hablando una hora, en una mezcla de alemán pobre e inglés titubeante, e hicieron un descanso. Wind y Lytten dejaron a Volkov y salieron al sombrío pasillo de la casa.

—¿Y bien? —dijo éste cuando Wind fue deprisa a la cocina para ver si podía convencer a Angela de que le preparara una taza de té—. ¿Tú qué opinas?

—Si lo que dice es cierto, esto será un gran éxito y el resto del mundo sufrirá una crisis de órdago. Cierto o no cierto, lo mejor sería pasarles esto a los norteamericanos y que ellos se ocupen. Después de todo, son los que están al mando —afirmó con aire pesimista.

Durante una hora Wind estuvo apoltronado en el sillón, con pinta de estar algo aburrido, interrumpiendo de vez en cuando con una pregunta vaga o sarcástica. Sin embargo, dejó casi todas las preguntas a Lytten. Pero en cuanto la puerta del salón se cerró, el aire de estudiado desinterés desapareció, y en su lugar afloró una mirada pensativa, alerta.

Con tranquilidad, proporcionando detalles y fechas, nombres y lugares, Volkov echó por tierra el pensamiento estratégico occidental. Nada, dijo, era cierto. La Unión Soviética no iba tan rezagada en el desarrollo de los misiles balísticos como se creía. El alto mando soviético no daba por sentado que Occidente no pretendiera efectuar ningún movimiento hostil. Estaban asustados y habían decidido atacar primero. Sólo tenían que ultimar los preparativos; ultimar, afirmó Volkov, un punto en el que se mostró muy insistente. Unas semanas, aseguró. Estarían listos dentro de unas semanas.

—¿No podrían haberse equivocado los norteamericanos de medio a medio? —quiso saber Lytten.

—No sería la primera vez —añadió Wind—. Se puede comprobar con bastante facilidad. A mí lo que me preocupa es lo otro.

Lytten supo a qué se refería. Cuando Angela salió de la habitación, Volkov se echó hacia delante en su asiento.

—Hay un traidor entre ustedes —dijo con una sonrisa astuta—. ¿Quieren saber quién es? Se lo puedo decir.

Pero se negó a contar nada más. La información tiene un precio, dijo. ¿Cuánto querían saber? Que hicieran una oferta y él les contaría todo lo que quisieran. Todo a su debido tiempo.

—¿Crees que es un impostor?

—Por supuesto que lo es —respondió Wind, aunque Lytten percibió el tono de duda en su voz—. Está intentando sacarnos una buena pensión. Ponernos en ridículo delante de los norteamericanos. O bien es un topo, una fuente de desinformación andante. —De pronto Wind parecía ojeroso—. De todas formas será mejor que me lo quede. Me lo llevaré y le daré una buena paliza, y quizá les sugiera a los norteamericanos que es posible que tengamos un problema. O lo que dice Volkov es cierto, lo cual sería una catástrofe, o los rusos están jugando a un juego tan inteligente que ni siquiera sé cuáles son las reglas. —Suspiró—. ¿Quién ha llamado a la puerta?

—Ni idea.

—Organizaré a mi gente para que se lleve a Volkov. Llamaré a la furgoneta. Le diré a Angela que ya no queremos ese té.

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