Arcadia

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Capítulo 35

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En Ossenfud se celebran muchas festividades, y Jay había participado en buena parte de ellas. Ceremonias por el tiempo muerto, el comienzo del año, el principio y el final del estudio cada día, la llegada de comida. Ceremonias para cada estación, y para la cosecha. Cada colegio tenía sus propios rituales, y la ciudad tenía aún más.

Sin embargo, nunca había visto nada tan extraño como lo que presenció ese día en Willdon. Poco antes de mediodía un mensajero fue a ver a Jay y le pidió que se presentara a la entrada del gran patio. Éste ocupó su posición justo a tiempo de ver cómo se abrían las enormes puertas que daban a la gran cámara. Henary ya estaba allí. Poco a poco salió una procesión, llamativa y ostentosa, de la que formaban parte todas las personas que vivían y trabajaban en la casa, algunas de las cuales llevaban a lady Catherine en una intrincada silla dorada. Sonaron trompetas, los asistentes patearon en el suelo. Para Jay fue un despliegue fascinante de poder y riqueza, entre otras cosas porque lady Catherine vestía con toda la magnificencia de su posición, cubierta de joyas de la cabeza a los pies, luciendo las prendas más caras que se pudieran imaginar y su mejor peluca.

Se dirigieron hacia los límites de los jardines con Jay, Henary y muchos otros detrás. Allí los esperaba un grupito toscamente vestido y que parecía sin lugar a dudas incómodo y nervioso. El más inquieto era un hombre que portaba un hacha de gran tamaño, llevaba ropa de faena marrón y botas de cuero bastante pesadas.

—¡¿Quién eres?! —preguntó a voz en grito cuando un compañero le propinó un codazo en las costillas para que arrancara.

La procesión se detuvo, y depositaron en el suelo la silla dorada. Lady Catherine se levantó y dio unos pasos mientras su séquito retrocedía para dejarle espacio.

—Soy lady Catherine, señor y señora del dominio de Willdon por derecho, y os ordeno obediencia. —Habló con tono imperioso, desdeñoso.

—Ésa no es la respuesta correcta.

Otros dos hombres se adelantaron y empezaron a quitarle las joyas, empezando por la enorme tiara que lucía en la cabeza y siguiendo por los collares, los cinturones con incrustaciones, los anillos de las manos y los pies, hasta despojarla de todas ellas. Lady Catherine permaneció allí pasivamente, sin ofrecer resistencia. Cada pieza fue entregada de forma cuidadosa a un sirviente, que la guardó con celo en una gran caja de madera.

—¿Quién eres? —repitieron.

—Soy lady Catherine de Willdon, y os exijo obediencia.

—Ésa no es la respuesta correcta.

De nuevo los tres hombres avanzaron, y esta vez empezaron por la peluca y después le quitaron los terciopelos multicolores y las prendas que ornaban su cuerpo, hasta dejarla con un vestido muy sencillo.

—¿Quién eres? —preguntaron por tercera vez.

—Soy lady Catherine de Willdon.

—Ésa no es la respuesta correcta.

Por tercera vez los hombres se adelantaron y le quitaron el vestido, de manera que se quedó sólo en ropa interior. A continuación, la obligaron a arrodillarse en el suelo, la cabeza gacha.

—Ningún hombre o mujer está por encima de otro hombre o mujer. Esto es algo que has negado tres veces.

El hombre del hacha, que ahora temblaba, dio un paso adelante; en las manos sujetaba una tira de cuero. Se acercó a ella y, mordiéndose el labio, le dio un latigazo a lady Catherine en la espalda, de forma que el impacto se oyó en todo el claro. Sin embargo, no empleó mucha fuerza. Jay se percató de que ese hombre había procurado que el golpe fuera lo menos fuerte posible. Con todo, repitió la operación dos veces, y, cuando terminó, en la espalda de lady Catherine se quedaron marcadas tres líneas rojas con mucha claridad. Aun así, ella no pestañeó.

—¿Quién eres?

—Soy Kate.

—Ésa es la respuesta correcta. ¿Qué tienes?

—Nada.

—¿Qué quieres?

—Quiero vivir.

—¿Qué darás a cambio?

—Lo que se me pida.

—En ese caso serás la más humilde de las personas hasta que te hayas ganado el derecho de ser algo más. ¿Lo aceptas?

—Lo acepto.

—Ahora levántate, Kate, y sígueme.

Se puso de pie y se sacudió la ropa, y Jay vio que el hombre fornido le susurraba algo con inquietud al oído. No oyó lo que decía, pero pensó que le preguntaba si estaba bien. Ella asintió levemente, y un segundo hombre se adelantó y le puso la tosca ropa de un jornalero y le dio unos zapatos duros, con la suela de madera.

—Todo el que desee ver que obedezco las leyes y las costumbres de Willdon que dé un paso ahora —dijo el hombre.

Se hizo el silencio, tan sólo se oía un frufrú de ropa mientras los allí reunidos miraban en derredor, expectantes. Entonces Jay se dio cuenta de que lady Catherine lo contemplaba. Dio un paso adelante.

—Yo deseo verlo —afirmó.

—En tal caso serás mi invitado y mi acompañante.

Llegados a ese punto, la ceremonia finalizó. Los presentes prorrumpieron en entusiastas aplausos, y Jay notó que la tensión se aflojaba. Después la procesión volvió a tomar forma, levantaron de nuevo la silla, ahora desocupada, y el personal de la casa se retiró.

El hombre corpulento, Jay y lady Catherine se quedaron solos.

—Durante los próximos dos días seré Kate, tu sirvienta. Éste es Jay, que está de visita en Ossenfud y se ha ofrecido con generosidad a comprobar que todo se hace de la manera correcta. Esto quiere decir que no me favorecerás ni me darás un trato especial, tampoco serás cruel o duro inmerecidamente. ¿Has hecho alguna vez algo así?

—No, nunca.

—Bien, yo sí, pero no seré yo quien te aconseje. ¿Cómo te llamas, por cierto?

—Me llamo Callan, mi se…

—¿Qué tienes pensado?

—Cortar y coger leña. El trabajo será duro y cansado. Iremos al bosque a cortar troncos. O al menos eso haré yo. Tu labor será cogerlos y apilarlos. Si tenemos tiempo, quiero encender un fuego para hacer carbón. Cocinarás y fregarás las cacerolas, me harás la cama y dormirás en las hojas.

—¿Qué tengo que hacer yo? —quiso saber Jay.

—Nada. Tú sólo tienes que mirar.

—¿Es preciso? —repuso Jay—. Cuando era pequeño solía hacer carbón con mi tío, y me encantaba. Deja que haga algo útil.

Callan miró aquel joven y serio rostro, y se rió.

—Una dama y un estudioso —comentó—. ¿Qué más podría pedir un guardabosques? Señor, esto sí que va a ser duro.

Callan siguió las normas con sumo cuidado, sin favorecer a ninguno de los dos. Echó a andar y los llevó al interior del bosque. Estuvieron caminando casi tres horas sin parar a comer o a descansar, a buen paso. Incluso Jay, que hacía mucho ejercicio en los campos del colegio que rodeaban Ossenfud, estaba cansado, y le preocupaba que lady Catherine —Kate, se recordó— no estuviese acostumbrada a semejante esfuerzo. Ya tenía las piernas desnudas llenas de arañazos de las zarzas; el corto cabello, enredado; las manos, sucias. Daba la impresión de que no le importaba, y lo llevaba con ánimo.

—Creías que no me acordaba de ti, ¿no es así, Callan Perelson? —observó Jay al cabo de un rato.

Callan sonrió.

—Pues sí.

—Te recuerdo muy bien. Fuiste amable conmigo.

—No más de lo que merecía un niño asustado.

—Pensaba que eras soldado.

—¿Quién, yo? No. Sólo estaba cumpliendo con mi servicio. Estuve tres años yendo de un lado a otro, montando guardia, realizando trabajos sin importancia. Fue suficiente. Echaba de menos mis bosques. Las ciudades me hacían enfermar. Toda esa gente…

—Entonces ¿vuelves a ser feliz?

—Hoy no. —Señaló con la cabeza a Kate, que caminaba con gesto sumiso detrás de ellos—. Podría prescindir de esto.

—En ese caso, ¿por qué lo haces?

—Me tocó por sorteo. Nadie en su sano juicio se ofrecería voluntario.

—¿Cuáles son las normas?

—Ella hará lo que yo le diga. Trabajará. Si se niega, la moleré a palos.

—¿Vas a pegar a la señora de Willdon?

—Espero que no. Pero si lo hago, nadie lo sabrá. Ella no puede contar nada de lo que le pase, ni yo tampoco, y tú sólo podrás hablar si alguno de nosotros dos infringe las normas. Lo sabes, ¿no?

Jay negó con la cabeza.

—No. Yo no sé nada.

—En ese caso, no has cambiado.

Caminaron un poco más y después Callan dejó el morral en el suelo.

—Vamos a descansar —anunció— y a comer algo. Kate, en el morral hay pan y queso. Sírvenoslo.

Kate se acercó, inclinó la cabeza y se puso manos a la obra.

Jay había olvidado lo duro que era coger y acarrear troncos, apilarlos debidamente para trasladarlos. Ni siquiera empezaron hasta que la larga caminata por el bosque concluyó. Para entonces debían de estar a unos veinte kilómetros de Willdon, y habían dejado atrás unos árboles que parecían no acabar nunca, habían cruzado arroyos y ríos, y de vez en cuando pequeñas praderas desbrozadas para que pastaran ovejas y cabras. En una ocasión pasaron unos minutos subidos a una encina muy ancha: Callan creía haber oído un jabalí. Montó guardia al pie del árbol mientras que Jay y Kate —no pensaba que ninguno de los dos fuera muy diestro en la lucha— treparon al árbol y se agarraron a las ramas.

—Piensa en lo que podría pasar —susurró Jay a Kate—: El jabalí viene, mata a Callan y se lo come. Luego el animal se tumba a dormir. Su familia llega y se suma a él. Nosotros nos quedamos atrapados aquí arriba. ¿Qué hacemos?

—¿Siempre eres tan optimista?

No ocurrió semejante desastre. Jay pensó que era gracias a él, puesto que un desastre que se anticipa nunca se llega a producir. Sólo acaban pasando las cosas en las que no se piensa. Kate se negó a reconocerle mucho mérito, pero al menos agradeció los diez minutos que estuvieron en las ramas, hasta que Callan les dijo que podían bajar.

—No me habría importado cenar algo de carne —aseguró—. Jay, la próxima vez te adelantarás y harás un ruido para atraerlo.

—Siempre y cuando le cuentes a Henary cómo murió su estudiante.

—Eso podría hacerlo yo —se ofreció Kate—. Lo entendería y soportaría la pérdida. Henary no es de los que prescinden de la comida.

Fue un paseo agradable. Callan trataba a Kate como un señor bueno trata a un sirviente, y ella, a su vez, desempeñó bien su papel. Jay, cuyo respeto antes le había nublado la visión, se sorprendió planteándose cosas que jamás se habría permitido pensar de la señora de Willdon. Despojada de su autoridad y de sus galas, seguía siendo una mujer hermosa, que parecía mucho más joven ahora que no tenía el cuerpo fajado y encorsetado. Quizá se le viesen algunas arruguitas en los ojos, pero tenía la tez lisa y lozana, los ojos brillantes. Y que llevara una lujosa vida no quería decir que no estuviese en forma: andaba con firmeza, y cuando tenía que trabajar, levantaba y amontonaba troncos a un ritmo regular.

Ya había oscurecido cuando Callan puso fin a la jornada. Jay y él se acomodaron en una manta mientras Kate preparaba el fuego, que Callan, en calidad de señor, encendió. Después ella empezó a ocuparse de la comida.

—Perdona la pregunta, pero ¿sabes cocinar? —inquirió Jay.

—Naturalmente que sé cocinar —repuso enojada—. Antes incluso disfrutaba haciéndolo. Sé hacer perca con salsa de nata y acederas. Cabeza de ternero con miel y vinagre. Mermeladas y confituras de toda clase. ¿Qué tenemos?

—Pan, queso, cerveza, carnes en escabeche como pequeño capricho y gachas para desayunar —informó Callan, resoplando risueño.

—¿Y mañana?

—Pan, queso, cerveza, carnes en escabeche como pequeño capricho y gachas para desayunar —repitió Callan.

—En ese caso es fácil.

Kate también sabía beber, y creía que se lo merecía, dado que había sido ella quien había cargado con las dos pesadas jarras de cerveza. Cuando la comida estuvo lista, Callan la bendijo y sirvió la cerveza en tres recipientes de barro.

—Es posible que vaya en contra de las normas —dijo—, pero en mi aldea los sirvientes comen con la familia. De modo que siéntate, Kate, y come con nosotros. —Levantó el vaso cuando los tres estuvieron en torno al fuego—. Salud y larga vida a dos de los peores leñadores que he visto en mi vida.

Brindaron y bebieron; Jay vio que a Kate le resbalaba la cerveza por el mentón, el cuello y el cuerpo. Se obligó a pensar en otras cosas.

—Tu turno, maestro estudioso —pidió Callan a mitad de la comida.

—Me gustaría brindar por el tiempo —repuso Jay—. No hace ni demasiado calor, lo cual habría sido malo para el trabajo, ni demasiado frío ni humedad, que habría sido deprimente. Que siga siendo así de generoso mañana y el día siguiente.

Brindaron de nuevo y bebieron.

—Ahora tú, sirvienta Kate. Esta noche eres uno de los nuestros, y también debes hacer un brindis —dijo Callan.

Kate, que estaba tumbada y apoyada en un codo, comiendo una manzana, se irguió y cogió su vaso. Entrecerró los ojos para asegurarse de que aún había algo de cerveza.

—Me… —empezó y se paró a pensar. Al poco continuó—. Me gustaría brindar por los que aceptan lo bueno de la Historia y rechazan lo malo. Por los que no dejan nunca de ser amables y por los que saben dónde reside la verdadera satisfacción. Me gustaría brindar por los señores bondadosos y por los buenos amigos. —Les hizo un saludo a ambos y bebió un buen sorbo. Ellos siguieron su ejemplo y después aplaudieron entusiasmados.

—Bravo, sirvienta —aplaudió Callan—. Como recompensa, puedes retirar los platos y preparar las camas. Cuando hayas terminado, aprovecharemos que hay un narrador entre nosotros.

—Pero yo no soy narrador —objetó Jay—. Nunca he contado nada en público.

—Bobadas —terció Kate, volviendo momentáneamente a su antiguo yo. Cuando se dio cuenta, añadió—: Lo siento. Se me ha escapado.

—Tiene razón —convino Callan—. Es posible que nunca hayas contado una historia, pero ¿qué mejor comienzo que aquí, bajo el cálido cielo nocturno, con un público agradecido y —miró a Kate— algo borracho? ¿Qué mejor sitio y momento? Además, de este interludio no podrá hablarse nunca, conque si quedas como un idiota, nadie lo sabrá.

—Salvo nosotros —puntualizó alegre Kate.

—Vamos, Jay —lo animó Callan—. Por favor. Recuerda que me debes un favor. Mientras te preparas, esta excelente sirvienta recogerá y yo echaré unos troncos al fuego, y cuando hayas terminado nos acostaremos.

Mientras cada uno se ocupaba de lo suyo, Jay se calmó con los ejercicios de respiración que le habían enseñado, sentado muy quieto y relajando los músculos, controlando el diafragma y después uniendo las manos e inclinando la cabeza para limpiarla de cualquier pensamiento ajeno.

Cuando estuvo todo lo preparado que podía estar, empezó. Había una vez un narrador al que se conocía como el hombre más sabio de su generación. Era bueno con sus estudiantes, prudente en sus juicios. Su lógica era tan aplastante y su forma de argumentar tan extraordinaria que de forma natural todos aceptaban por bueno lo que decía. Había estado veinte años haciendo la habitual ronda de visitas, escuchando, reflexionando y decidiendo. Durante ese tiempo no se recurrió ni uno solo de sus veredictos, y sus relaciones con quienes lo acompañaban eran perfectas.

A menudo, cuando viajaba por el campo, se detenía en la cima de una loma por la tarde para contemplar la belleza del valle que se extendía a sus pies. O paraba para descansar cuando pasaba por delante de unas ruinas antiguas y se preguntaba en voz alta cuál sería su historia. Más adelante uno lo recordaba en la biblioteca, deslizando los dedos por el cuero de un manuscrito antiguo, mirándolo de un modo que no era fácil de interpretar.

Un día fue a una ciudad donde debía resolver una disputa difícil. El alcalde había casado a su hija con un señor que vivía a unos quince kilómetros de distancia. El matrimonio se había pactado, el acuerdo que determinaba la dote se había firmado, pero entonces se había producido un enfrentamiento. El señor afirmaba que la muchacha tenía mal genio y era perezosa y lenguaraz. No la iba a repudiar, pero exigía más dinero para quedársela. El alcalde se negó, aduciendo que el acuerdo se había firmado libremente. De manera que el señor la envió de vuelta, pero se quedó con la dote, pues la muchacha seguía siendo su esposa.

La disputa generó hostilidad en la población, a la que ofendió el insulto, y en las tierras de alrededor. Se intercambiaron golpes, los granjeros sufrían agresiones cuando acudían al mercado. De manera que, a su llegada, el primer deber del estudioso fue solucionar el asunto. Escuchó (como solía hacer) a las partes implicadas y a muchas personas que nada tenían que ver. Formuló preguntas sagaces y decidió que la culpa era de todos. Era tal su reputación y su orgullo que no escuchaba a su acompañante, sino que tomaba las decisiones solo.

Éstas fueron sus conclusiones: la muchacha, en efecto, era grosera y lenguaraz con su esposo, pero ello se debía a que el hombre era imbécil; bienintencionado, pero estúpido. El padre había envanecido a la joven, al alabar su belleza y su importancia, lo cual había hecho que ella se mostrara poco dispuesta a ver el bien en otros. Y el señor era incapaz de ver a la encantadora criatura que, aunque inmerecidamente, le fue concedida por esposa.

Todos debían pedir disculpas. El padre debía pagar la dote adicional, pero darla a los pobres de las tierras circundantes, y el esposo debía aportar la misma cantidad.

El alcalde de la localidad era un tipo astuto. Fingió aceptar el arreglo, pronunciando bonitas palabras en alabanza de la sabiduría del estudioso, pero en el fondo estaba hecho una furia. Invitó al estudioso a su casa y le dio comida y vino. Después sacó un gran tesoro, un pequeño cuadro antiquísimo. Era suyo, y llevaba en su familia más tiempo de lo que recordaba nadie, contó.

El estudioso miró maravillado el objeto, que era más hermoso que cualquier cosa hecha por la mano del hombre que él hubiera visto, y el alcalde supo que el estudioso ansiaba para sí el bello objeto.

«Es vuestro, a modo de agradecimiento por vuestra sabiduría —dijo el alcalde—. O, mejor dicho, lo habría sido. Ya que ahora que debo pagar la dote adicional de mi hija seré un hombre pobre, y tendré que venderlo al mejor postor».

Al día siguiente el estudioso emitió su juicio. Falló en favor del alcalde y condenó al señor por sus actos. Cogió el cuadro, lo envolvió entre sus cosas y abandonó la localidad.

Sin embargo, el alcalde no era quien para darlo, pues se trataba de la posesión más valiosa de la localidad, y en cuanto se descubrió su ausencia, se produjo un gran descontento. Los vecinos registraron el equipaje del escribano del estudioso, encontraron el cuadro y arrestaron al pobre hombre.

El estudioso regresó de inmediato y confesó lo sucedido. Aseguró que su escribano era inocente y que él había aceptado el cuadro como un regalo.

Después abandonó la localidad y adoptó una vida errante, dejó de ser estudioso para convertirse en mendigo hasta el día que murió.

Jay escogió bien. Cuando terminó, al final su público —reducido, pero agradecido— tardó algún tiempo en salir del ensimismamiento que le habían inducido las palabras. En lugar de darse tono, optó por una historia sencilla, que tradujo a la lengua hablada para que Callan pudiera entenderlo. Ése no era el sitio adecuado para efectuar un despliegue de virtuosismo. No era una narración del primer nivel, ni del segundo, ni siquiera del tercero; no encajaba en ninguna categoría de las que conocía.

No fue como imaginaba que sería su primera narración. Jay pensaba que el marco sería formal, tras semanas de preparación y asesoramiento y ensayos, para asegurarse de que cada vocal, cada acento, cada entonación serían correctos, de que los movimientos de sus manos y de su cuerpo se correspondían con las palabras que pronunciaba, resaltando, pero sin distraer. Se suponía que sería en un salón grandioso, anunciado con antelación, al que asistirían sus amigos, sus preceptores… y los que acudieran para juzgarlo. De ello habría dependido su futura reputación. Muchos fallaban por culpa de los nervios, muchos más vomitaban antes y se desplomaban después. Decían que era la prueba más aterradora que un hombre podía soportar.

No podría haber sido más distinto. Permaneció sentado, en lugar de ponerse en pie; su público constaba de dos personas, en lugar de doscientas. Que querían escuchar el relato, no descubrir sus errores. Al final ni siquiera fue necesario que aplaudieran. A Jay le encantó, una vez pasado el nerviosismo. Adoptó un tono más conversacional que declamatorio, alzando la voz muy rara vez, en ocasiones casi susurrando las palabras. De cuando en cuando dejó caer unas frases en la lengua antigua, para dar énfasis, pero sólo si el sentido era evidente. A ellos les encantaron las palabras, les encantó la historia, les encantó él. Por primera vez en su vida, Jay sintió lo que era ser respetado, utilizar su destreza para anular la soledad de la vida. Se convirtió en la historia, y a través de ella se fundió con su público, respondiendo instintivamente a él.

Nadie dijo nada durante un buen rato después de que terminase, se limitaron a contemplar el fuego, ensimismados, sonriendo de vez en cuando al recordar algún fragmento. Luego, de manera brusca, Callan recuperó el control de sus emociones.

—A dormir, amigos míos —dijo—. Mañana nos espera un duro día de trabajo, y tengo intención de recordaros lo que es trabajar duro.

—Me quedaré sentado un rato si no te importa —repuso Jay—. Me acostaré pronto.

Kate había levantado la tienda de Callan a cierta distancia, pues a él no le gustaba dormir junto al fuego, contó, y nunca tenía frío. Se fue, dejando el calor a los que estaban habituados a vivir en casas, menos recios. Jay apenas se percató de que se iba. Y tampoco prestó mucha atención cuando notó que Kate se instalaba a su lado y le masajeaba con suavidad los hombros. No dijo nada, pero le apoyó la cabeza en el hombro, de forma que Jay sintió el pelo de Kate junto a su cuello.

—Ahora entiendo lo que ve en ti Henary.

—¿A qué te refieres?

—Esta noche da lo mismo. Ahora debes descansar. El bosque nos ha transformado a todos, ¿no? Yo soy la sirvienta, tú eres el narrador, Callan es el señor. Dentro de poco yo volveré a ser la gran señora, tú un simple estudiante y él nada más que un guardabosques. La magia se desvanecerá. Entonces hablaremos, ahora no. Ahora Kate, tu sirvienta, hará que te duermas. Así que túmbate, mi señor Jay, y descansa.

Él se tumbó, y Kate lo estrechó contra sí y lo abrazó, acariciándole el cabello y besándole la frente hasta que el olvido del sueño se apoderó de él.

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