Arcadia

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Capítulo 36

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Las tres personas que se hallaban en el porche de Lytten eran un grupo de lo más dispar, y ninguna de ellas parecía especialmente cómoda, pese al efusivo recibimiento que se les dio.

—Por favor, pasen. Me alegro mucho de verlos.

—¿Es usted la señora con la que hablé por teléfono?

—La misma, sí. Y usted debe de ser el sargento Maltby.

—Sí, señora. Éste es el hombre.

—¿Le importaría esperar aquí mientras hablo un momento con él?

—En absoluto. Me alegra poder ser de ayuda.

Ella saludó con una inclinación de la cabeza a la nueva visita, que le dirigió una mirada que muchos habrían considerado grosera. Lo llevó a la cocina, a la parte trasera de la casa, cerró la puerta, le indicó que tomara asiento y, después de sentarse también ella al otro lado de la mesa, apoyó la cara en las manos y lo escudriñó con tranquilidad.

—Vaya, vaya, vaya —dijo—. Alexander Chang. ¡Menuda sorpresa! Y ha pasado mucho tiempo. ¿Qué te trae por aquí?

Vio que él seguía estupefacto. La reconoció, pero estaba mucho mayor, un detalle que él no había tomado en consideración.

—He venido a buscarla, claro está, señora Meerson —contestó.

—Llámame Angela. No tiene sentido que nos andemos con ceremonias, ¿verdad?

—¿Tiene idea del lío en que se ha metido?

—Eso no es nada en comparación con el lío en que te has metido tú.

—¿A qué se refiere?

—Te han arrestado porque sospechan que eres un espía soviético —repuso, sacudiendo la cabeza con un regocijo apenas contenido—. ¿Cuándo llegaste?

—Hace alrededor de una semana.

—¿Y qué has estado haciendo desde entonces?

—Recuperando la cordura. No sabía que…

—Sí, desagradable, ¿no? Yo estuve ida casi todo un año. Son los implantes. Sin ellos, estarías bien. Pero ¿por qué ahora? Me harté de esperar hace años.

—¿Por qué iba a pensar alguien que soy un espía soviético?

—Porque has tenido muy mala suerte. No tiene sentido explicártelo, no entenderías las implicaciones. En este momento se preguntan si deberían encerrarte, empujarte cuando pase un tren como quien no quiere la cosa o mandarte de vuelta a la Unión Soviética. No cabe duda de que esto último sería una gran sorpresa para los rusos, que es muy posible que te pegasen un tiro por si las moscas. Contesta a mi pregunta: ¿por qué ahora?

—Fue el único vínculo que logramos encontrar. La referencia que se hacía en ese artículo.

—¿Qué artículo?

—El que escribió Lytten sobre Shakespeare.

—No lo sabía —admitió Angela.

—Me enviaron a comprobarlo. El resultado influirá en el uso que harán de su máquina.

—¿El uso que harán de mi máquina? —repitió—. No la pueden utilizar.

—Podrán si averiguan dónde escondió usted los datos.

Angela se paró a pensar un buen rato.

—Creo que va a ser necesario que tú y yo lleguemos a un pequeño acuerdo.

—¿A qué se refiere?

—Yo te ayudo a ti, tú me ayudas a mí.

—Hoy por ti, mañana por mí.

—No exactamente —respondió ella.

La puerta se abrió y entró Lytten, que miró de soslayo al recién llegado, refunfuñó y no le hizo el menor caso.

—Media hora —le dijo a Angela—. Después vendrán a llevárselo. Creo que no va a hacernos falta ese té.

Chang puso cara de preocupación cuando Lytten se fue.

—Interrogatorio. —Angela sonrió y cabeceó con gesto compasivo.

—No suena bien.

—Tortura, palizas. Es posible que también haya una ejecución dolorosa. ¿Alguna vez has sufrido una agonía insoportable día tras día?

—No.

—El lado oscuro de la época —replicó—. Como no pueden enredar con el cerebro de la gente, tienen que ser más toscos. Electrodos en partes sensibles del cuerpo y cosas así. Alicates. No tenemos mucho tiempo, así que debemos ponernos en marcha. Usar mi máquina, dices. No pueden. Lo borré todo.

—Dejó sin luz a casi toda Europa y mató a casi diez mil personas.

—¿Ah, sí? No era mi intención. Tenía prisa.

—No parece muy disgustada.

—¿Qué puedo hacer? Lo arreglaré a su debido tiempo.

—¿Puede?

—Eso creo. Aunque en este momento no es importante. No pueden utilizar la máquina. Como he dicho, borré los datos.

—No.

—Sí.

—No. Encontré dos hojas de su trabajo en la notación tsou. Han enviado a un empleado de seguridad para que recupere el resto.

—Es sencillamente imposible.

Chang sonrió.

—Preocupada, ¿eh? Pues es verdad. Estaba en un artículo del tal Lytten, que se publicó el año pasado. Eso y la referencia a usted en el artículo que encontré…

—Es absurdo.

—Yo estoy aquí. Y usted también.

—¿Dices que es posible que aún existan esos datos?

—Sí. Hanslip dio por sentado que fue un fraude artero suyo. Sigue pensando que está usted escondida con renegados y que ha ocultado los datos en alguna parte. Me han enviado aquí para asegurarme, y han mandado a un empleado de seguridad llamado Jack More a buscar los datos.

—¿More? Lo recuerdo. Alto, fuerte, fuera de lugar. Siniestro y peligroso. Pero continúa sin convencerme.

—El artículo dice que el documento se titulaba «La letra del diablo» y data del siglo XVIII. Cabe la posibilidad de que se encuentre entre los papeles de Lytten, que fueron a parar a una biblioteca cuando murió.

—¿Cuándo muere?

—En 1979.

—Ay, pobre Henry. Al menos no tendrá que sufrir a la señora Thatcher. La odiaría. —Se paró a pensar un momento en lo que había oído hasta entonces—. ¿Han utilizado la máquina? Aparte de para enviarte a ti.

—No lo creo. No creo que puedan. Alguien dijo que tendrían que recalibrarla tras enviarme a mí, y que no podrían hacerlo sin los datos.

—Me pregunto —dijo poco después— si eso tendrá algo que ver con los problemas que me está causando el universo del sótano.

—¿El qué?

—He creado un universo en el sótano —explicó, ruborizándose con modestia—. Un prototipo, poco más que un esbozo, a decir verdad, pero la mar de bueno. Salvo porque no lo puedo desconectar. Suponía que era un fallo técnico, pero puede que no lo sea. —En ese momento se miró intencionadamente el reloj—. Uy, querido, ya casi es la hora. Empiezan por las uñas, ¿sabes? —contó con tono afable—. Para eso son los alicates. No es muy agradable, pero mucho mejor que lo que viene después.

—Señora Meerson…

—Angela —le recordó—. O te puedes esconder en Anterwold.

—¿Qué es eso?

—Mi universo. Lo cierto es que necesito que alguien averigüe lo que es. Quizá también traer de vuelta a una chica. Podrías mantenerte al margen un tanto, hasta que no haya moros en la costa, como se suele decir aquí.

Chang se quedó boquiabierto.

—No puedo volver a pasar por eso —aseguró—. No tan pronto. Es que no puedo. Ni me lo mencione.

—Oxidados —precisó ella—. Me refiero a los alicates que utilizan. Sólo serán unas horas. Según nuestra medida del tiempo. Allí será algo más. Además, no lo olvides: trabajas para mí.

—¿Qué es lo que quiere exactamente?

—Necesito saber cuál es la relación entre Anterwold y este mundo. Qué hay entre medias, hablando en sentido histórico. Qué es. —Consultó de nuevo el reloj de manera elocuente.

—Y, después, ¿qué?

—También necesito saber si las defensas se sostienen. Lo creé para que fuese estático. No debería pasar nada, porque todo acontecimiento tiene una causa y una consecuencia. De manera que les puse límites. Necesito saber si se mantienen, o si la chica los ha rebasado.

—¿Qué chica? ¿De qué me está hablando?

—Rosie. Una amiga de Henry. Entró sin querer y sigue allí, en cierto modo. Es muy interesante. Por ella sé que tú estarás por completo a salvo.

—¿Quiere que vaya para traerla?

—Dudo que puedas hacerlo. En este momento la máquina está programada para trasladarte unos años antes, y no tengo tiempo para cambiarlo. Me figuro que no querrás quedarte allí mucho tiempo, ¿no?

—Desde luego que no.

—Pues entonces ve, inspecciona y vuelve. No podré cerrar ese universo hasta que hayamos sacado a Rosie, pero de ella podemos ocuparnos más tarde. Podrás seguir trabajando para mí, si quieres. Necesitaré ayuda. No te imaginas lo divertido que puede ser estar allí cuando le hayas pillado el tranquillo. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?

De pronto fue como si Chang estuviese a punto de vomitar. Se le puso la cara blanca y después roja y con manchas, y respiraba superficialmente.

—No… —empezó, con una voz extraña, como la de alguien que se hubiese tragado algo demasiado grande. Luego su voz cambió por completo—. Angela —dijo—. Soy Robert Hanslip. Tienes que volver, debes hacerlo. Si te niegas, me temo que Oldmanter se lo hará pagar caro a Emily. Estoy seguro de que sabes lo que eso significa. —Después paró y su rostro recuperó el color—. Lo siento. Se me ha ido la cabeza.

—¿Qué acabas de decir?

—Decía que no quería quedarme mucho tiempo.

Angela permaneció petrificada unos instantes.

—Acabas de hablar como Hanslip —afirmó.

Chang arrugó la nariz con cierto desagrado.

—¿En serio? Dijo que le iba a enviar un mensaje. Que aparecería si yo llegaba a encontrarla. Quizá fuera eso. ¿Ha sido útil?

—No. —Se produjo un silencio breve cuando Angela, que por una vez parecía bastante intranquila, se abismó en sus meditaciones.

»Bueno, eso no cambia nada —sostuvo al cabo—. Sigo teniendo que averiguar lo que es, y tú sigues necesitando un sitio donde esconderte. Es muy sencillo, no como la otra máquina. Di que tienes que ir al aseo y ve abajo. Verás una pérgola de hierro contra la pared del fondo. Limítate a pasar al otro lado. Reabriré el mundo dentro de seis días en el mismo sitio al que llegues. Según el tiempo de allí, no el de aquí. Estate de vuelta en el sitio al que llegaste sin falta. Si algo sale mal…

—¿Como por ejemplo?

—No lo sé. Sólo estoy siendo precavida. No quiero perder a otra persona ahí dentro. Si por cualquier cosa no pudieras llegar, ve al círculo de piedras de Esilio, en Willdon. De ese modo yo tendré un lugar con el que jugar. Calcular el tiempo es más complicado. Procura estar allí la tarde del quinto día del festival del quinto año que se celebra en Willdon. Ya he efectuado los cálculos para esa fecha.

—No sé lo que significa eso.

—Celebran festivales para señalar la subida al poder de los señores. Que yo sepa, no hay mejor forma para calcular fechas. Ellos no cuentan con ningún sistema racional o fijo para llevar la cuenta del tiempo. Henry no lo concibió, y yo aproveché esa falta para que fuera seguro. Su medida del tiempo es algo que necesito que compruebes.

Chang abrió la boca para formular más preguntas, pero, cuando la puerta se volvió a abrir, ambos permanecieron en silencio, y Angela se ahorró la complicación de tener que contestarlas.

Wind escudriñó a las dos personas.

—¿Quién es usted? —preguntó al desconocido—. En realidad da lo mismo. Sólo quería decirte que la furgoneta llegará de un momento a otro. Yo también me voy. —Miró un instante al desconocido, que había levantado una mano como un colegial travieso.

—Yo tengo que ir al… esto…

—Al esto…, ¿qué?

—Al cuarto de baño.

Wind gruñó.

—Me alegro por usted —espetó—. Creo que está en el rellano, si es lo que quiere saber.

—¿No deberías ir con él? —apuntó Angela en voz alta.

—¿Por qué rayos iba a querer hacer eso?

—Sólo he pensado que…, bueno, por nada —repuso—. Es cosa tuya, claro. Lo siento.

Wind la miró fijo. Menuda tipa rara, pensó mientras oía los pasos que se dirigían al sótano de Lytten.

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