Arcadia

Arcadia


Capítulo 59

Página 62 de 72

59

A la mañana siguiente, cuando el día despuntó sobre las colinas, Jack despertó y se levantó deprisa. Tenía por delante un día largo. Emily se había ofrecido a llevarlo hasta una estación de reabastecimiento, desde donde intentaría que alguien lo acercara al norte. Más tarde ya vería cómo se las arreglaba. No se atrevía a viajar en un medio de transporte normal, puesto que lo descubrirían en cuanto comprara el billete, de modo que tomaría una ruta más larga y más complicada, pero que le proporcionara una oportunidad razonable de esconderse. Después se fundiría con el paisaje, y pasaría inadvertido entre tantos millones de personas.

—¿Está listo? —Por lo visto Emily siempre se levantaba antes que él, y parecía despierta y descansada.

—Sí. ¿Podría llevarme un poco de pan…?

—Cómo no. Podemos salir dentro de una hora. No tiene mucho sentido salir antes, ya que en la carretera no habrá nadie.

—Preferiría salir ahora.

—Antes tengo que hacer unas cosas.

Jack supuso que estaba preocupada. Si algo iba mal y se llegaba a saber que Emily lo había estado ayudando, las consecuencias serían nefastas para ella. Le agradecía que se hubiera ofrecido a llevarlo, y como era un poco egoísta, aceptó sin vacilar: así se ahorraba una caminata de seis horas.

—Muy bien. Iré a coger el documento. Tengo que envolverlo bien.

—No sé si Kendred ha terminado.

Fue a la habitación de al lado, que hacía las veces de laboratorio de Kendred. La tarde anterior Jack se había pasado una hora allí con él, vigilando para asegurarse de que no causaba ningún daño. Le impresionó el cuidado que puso: Kendred tan sólo cortó un trocito de papel para realizar las pruebas, y el resto del tiempo lo examinó meticulosamente con un microscopio anticuado, sin decir nada y soltando algún que otro gruñido. Seguía trabajando cuando Jack se fue, y ahora daba la impresión de que había estado en pie toda la noche.

—¿Te falta mucho? Jack se quiere marchar.

Kendred se estiró.

—Casi he terminado.

—¿Cuáles son las conclusiones?

—Estoy por completo seguro de que es un documento antiguo de verdad, que data del siglo XVIII. No cabe la menor duda de que el papel es de esa época, y la tinta también. No he encontrado nada en los otros documentos que hacen referencia a él. Así que, ¿cómo lo explicamos? La notación no pudo escribirse entonces.

—Por suerte, no tengo que preocuparme por las explicaciones —observó Jack—. Me ordenaron que lo buscara y lo devolviera. Más no puedo…

Mientras hablaban había ido intensificándose sin cesar un zumbido grave. Jack se había dado cuenta, pero no le había prestado atención. Tendría que haber estado más atento. Incluso Emily fue más rápida: salió para ver qué era el ruido.

—Es un helicóptero —dijo.

—Varios —precisó Jack cuando se unió a ella—. Y de los grandes. Esto no pinta bien.

No tenía sentido intentar huir o esconderse, aunque hubieran querido hacerlo. Jack sabía de sobra que a esas alturas una avanzada de soldados habría rodeado el Refugio, habría tomado posiciones y habría comprobado cualquier posible amenaza antes de que llegaran los helicópteros. Ése era el final de la operación, el gran final, no el principio. No había nada que hacer salvo quedarse donde estaban y esperar. De un modo u otro los habían localizado.

Cuatro helicópteros enormes sobrevolaban el lugar, efectuando comprobaciones de última hora, y después se retiraron hasta situarse en una distancia media. Jack no quería pensar en la cantidad de armas que los estarían apuntando en ese preciso instante, pero advirtió al resto —en el Refugio sólo había alrededor de una docena de internos, y todos ellos salieron al oír el ruido— que realizara movimientos lentos y no bruscos, apartara las manos de la ropa y no hiciera nada que pudiera considerarse una amenaza.

Todos asintieron con nerviosismo cuando les dijo lo que tenían que hacer y vieron que otro aparato —ingente y tremendamente ruidoso— se aproximaba y se posaba como un insecto metálico en el campo, ante ellos. De él se bajaron diez soldados, que se desplegaron por el terreno con las armas listas. Dos echaron a correr hacia Jack y Emily; no hablaron, no dieron ninguna explicación, y nadie fue lo bastante insensato para protestar. Jack rodeó a Emily con un brazo, para confortarla y prevenirla de que no se moviera. Sabía por experiencia lo nerviosos que estarían los soldados. «Tranquila —dijo en voz baja—. Están haciendo su trabajo. Que sigan a lo suyo».

A continuación llegó el grandioso final, que —Jack fue consciente de ello— estuvo coreografiado a la perfección. Cuando los motores se pararon y los enormes rotores se detuvieron, otros dos hombres bajaron, abrieron la puerta y colocaron una escalerilla en un costado del aparato. A continuación, una figura menuda apareció en la puerta, entrecerró los ojos cuando le dio el vivo aire matutino y descendió la escalera, ayudado por un guardaespaldas que, en un ademán que casi resultó conmovedor, alargó un brazo para sujetarlo. Echó a andar despacio hacia ellos y entró directo en el edificio. Por los gestos de los soldados, Jack entendió que debían seguirlo, de modo que cogió con mayor firmeza aún del brazo a Emily. «Ven conmigo. No te asustes —susurró—. Es todo un espectáculo. Que tiene por objeto meter miedo. Si hubieran querido otra cosa, a estas alturas ya estaríamos muertos».

Oldmanter estaba sentado en la única silla que había junto al fuego, que miró con brevedad con una expresión que casi pareció de apreciación. A Jack, a Emily y a Kendred los pusieron en fila delante de él. Los guardaespaldas se situaron junto a las puertas y las ventanas.

—¿Comprenden las precauciones que estoy tomando? —preguntó mientras con un indolente movimiento de la mano señalaba a los hombres.

—No son necesarios —afirmó Emily—. Ya sabe que en nuestro grupo no aprobamos la violencia.

Oldmanter pasó por alto la observación y miró la estancia, sin muebles y encalada, con un suelo de madera que habían fregado tan a menudo que prácticamente era blanco también.

—Poco común. Insalubre, pero agradable a la vista.

—¿Le apetece beber algo?

—¿Me apetece beber una porquería antihigiénica que no ha sido escaneada de antemano, de un recipiente que no ha sido esterilizado como es debido?

Emily se sonrojó.

—No, gracias. No acostumbro a correr riesgos innecesarios. ¿Vamos al grano o prefiere que empecemos sin prisas, hablando del tiempo?

—Me gustaría saber por qué ha venido aquí. No hemos hecho nada malo.

—¿Eso cree? Podría darle una lista muy larga si tuviera tiempo: Refugio no registrado, esconder a un fugitivo. Lo cierto es que sabe a la perfección por qué estoy aquí. Quiero ese documento. ¿Le importaría entregármelo?

—Me temo que no puedo —contestó Jack—. Sabe que es mi deber entregárselo al señor Hanslip.

—Hanslip está bajo arresto en este momento y ha sido privado de su estatus.

—¿Desde cuándo?

—Desde que invadimos su instituto la pasada noche. He tomado la precaución de traerlo aquí para demostrárselo, en caso de que dudara de mi palabra.

El anciano movió una mano y entonces uno de los guardaespaldas salió. El resto siguió allí —Oldmanter sentado, los demás de pie, los escoltas de espaldas a la pared, los ojos recorriéndolo todo nerviosamente— hasta que la puerta se abrió y dos hombres hicieron pasar a la habitación a un Hanslip desaliñado y apaleado.

Muy lejos de ser uno de los dirigentes del mundo, aunque de segunda fila, Hanslip parecía uno de los delincuentes a los que Jack había arrestado en el pasado. Tenía el rostro sucio y magullado, y ya llevaba marcada la derrota y la resignación que había visto tan a menudo.

—¿Y bien, Hanslip? —dijo Oldmanter, sin dureza ni crueldad, observó Jack. El tono de su voz no era victorioso ni triunfal—. Ya ve el buen servicio que le presta su empleado. No me entregará el manuscrito hasta que esté seguro de que sus obligaciones contractuales con usted han terminado. Haga el favor de confirmárselo.

Hanslip seguía dando la impresión de que no sabía muy bien dónde se hallaba ni entendía lo que estaba pasando. Al cabo esbozó un amago de sonrisa, que se tornó una mueca de dolor, de algún padecimiento oculto.

—Lamento verlo así, señor —dijo Jack—, pero debe responder la pregunta. ¿Soy libre de entregar el documento al señor Oldmanter?

—¡No! —graznó Hanslip—. ¡No! ¡Nunca! No lo haga. ¡Es mío! Sólo debo tenerlo yo…

No logró decir más. Uno de los guardaespaldas lo golpeó con fuerza por detrás con la culata del arma, y Hanslip cayó de rodillas, la cabeza gacha. Oldmanter lo miró con algo que, por extraño que pudiera resultar, pareció simpatía.

—Hágalo callar —ordenó, y después se volvió hacia More—: Conmigo no se juega. Esto es demasiado importante. Señor More, ya no debe lealtad a este hombre, y todos los contractos y las lealtades han pasado a mí. Debe entregar el documento. Es una orden directa.

—Lo haría —contestó—, pero por desgracia no lo tengo.

—Entonces ¿quién lo guarda?

—Yo —terció Emily desde un rincón de la estancia—. Está escondido, y si intenta hacerse con él por la fuerza, se destruirá. Y por lo que sé de su naturaleza, basta con que una pequeña parte sea ilegible para que el documento entero sea inservible, ¿no es así?

—En ese caso, le pido que me lo dé.

—Claro. Cómo no.

Kendred se enfrentó a ella:

—¿Es que te has vuelto loca, muchacha? ¿No sabes quién es este hombre?

—Lo sé. Es el hombre que controla el destino del mundo, tanto si nos gusta como si no.

Los ojos de Oldmanter reflejaron su regocijo.

—Muy cierto.

—A menos que yo acabe con ese cuadernito —continuó Emily—, en cuyo caso la máquina que tanto le interesa no será más que chatarra, ¿me equivoco? No es lo bastante inteligente para reproducir el trabajo de Angela Meerson, y ésta es la única copia que existe.

—Interesante apertura, jovencita. Supongamos, por un momento, que lo que dice es así. ¿Qué es lo siguiente que hará?

—Unas modestas peticiones que le resultará fácil aceptar a cambio de que yo le entregue lo que usted quiere.

—Vaya por Dios, me va a pedir que renuncie a la campaña contra los Refugios y los renegados. ¡Cuán tedioso por su parte!

—No. Quiero que la refuerce.

—¿Cómo dice? —Oldmanter se animó visiblemente al oír algo nuevo, para variar.

—Cierre los Refugios. Reúna a los internos, haciendo empleo de la fuerza si es preciso.

Sin embargo, no pudo decir más. Kendred, blanco de ira, volvió a intervenir:

—¡Ya basta!

—Sé lo que hago.

—Tenemos que hablar. Ahora.

Casi la sacó a rastras de la habitación. Oldmanter no se movió para impedírselo, pero hizo una señal con la cabeza a uno de los guardaespaldas.

—Vigílelos. Si alguno efectúa algún movimiento peligroso, pégueles un tiro.

Después se centró en Hanslip, que seguía en un rincón, observando estupefacto.

—Lleváoslo —ordenó—. No soporto tener que mirarlo.

En la habitación sólo quedaron Jack y Oldmanter, que seguía sentado y estuvo canturreando un rato.

Al cabo, sin embargo, habló:

—¿Está usted sorprendido, señor More?

—¿Por permitir que hayan salido de la habitación o por lo que acaba de decir la chica?

—Por lo segundo. A todas luces es más seguro que me lo entregue de forma voluntaria. Como ha dicho, no es muy aconsejable correr el riesgo de que el texto sufra algún daño. Si tengo que emplear la fuerza, lo haré. Pero preferiría no hacerlo.

—No me lo esperaba.

—Ni yo. Es una joven interesante. Pero cada cual ha de utilizar las ventajas que tiene, ¿y qué lealtad nos debe a nosotros? ¿Cree usted que hay alguien que le pueda ofrecer un mejor precio que yo? Lo lógico es vender la información al mejor postor, aunque debo admitir que di por sentado que los estúpidos principios de esta gente se interpondrían en mi camino. Por lo visto siempre prefieren el sufrimiento y la abnegación al sentido común. —Oldmanter se removió un tanto en la silla, y Jack volvió a ver lo anciano y frágil que era ese hombre—. Me ha impresionado su comportamiento —prosiguió—. Como sin duda sabrá, podría haber ordenado que lo ejecutaran por desobedecerme aquí y ahora.

—Debía mi lealtad al señor Hanslip —replicó Jack—. Tenía que cumplir con mi obligación hasta que no cupiera la menor duda de que estaba eximido de ella.

—Ahora lo está. ¿Qué piensa hacer?

—Buscarme otro empleo, supongo. A menos que tenga usted intención de encerrarme.

—No castigo la lealtad. Además, se me ocurre algo mejor para usted. Continuará con su actual empleo, pero obedecerá órdenes directas mías. ¿Acepta usted?

—Por supuesto —repuso Jack sin vacilar.

—Pues no hay más que hablar.

—¿Qué hará usted con Emily?

—¿Está preocupado por ella? Pues no lo esté. Le daré todo lo que quiera. Me figuro que sus peticiones serán limitadas.

—¿Por qué iba a fiarse de usted?

—Porque soy un hombre de palabra —contestó algo ofendido—. Me satisface serlo. No gano engañando. ¿Qué mérito hay en eso?

—Hanslip dijo que utilizar esa tecnología es demasiado peligroso.

Oldmanter se rió.

—Un singular cambio de opinión, ¿verdad?

—¿Cree usted que mentía?

—No lo creo, lo sé. Cuando nos hicimos con el control de su instituto, en su mesa encontramos planes muy adelantados para usar esa máquina, y no hemos descubierto una sola prueba que indique que es peligrosa. Además, hemos analizado el problema por nuestra cuenta. Confié este asunto a una comisión de físicos de talla mundial. Le aseguro que no correremos riesgos indebidos. Se encuentra en buenas manos; yo diría que mejores que las anteriores.

Emily, el rostro inexpresivo, volvió a la habitación con Kendred.

—¿Ha convencido a su colega? —quiso saber Oldmanter.

—Se puede quedar con el documento.

—El problema es que, una vez que me lo haya entregado, no tendrá ninguna forma de asegurarse de que cumplo mi parte del trato —objetó el anciano—. Es algo que ha señalado el señor More, aquí presente, y, aunque ha sido bastante ofensivo por su parte, no le falta razón.

—Lo sé. Pero la cumplirá.

—¿Por qué cree usted que lo haré?

—Porque, a cambio de lo que le pida, cumplirá usted sus mayores deseos, podrá hacer un experimento interesante y se ganará el aplauso del mundo entero —contestó.

—Presta usted mucha atención a mis necesidades. Continúe.

—Quiero un universo.

Oldmanter no supo qué decir: era la primera vez en décadas que alguien lo pillaba desprevenido.

—¡Magnífico! —exclamó—. ¿A eso llama usted una petición modesta?

—Pondrá en funcionamiento las máquinas lo antes posible —continuó Emily—, y acto seguido transmitirá a los miembros de los Refugios que deseen marcharse. Anunciará el descubrimiento y, para demostrar su poder, también anunciará que está financiando un programa para librar al mundo de todos los elementos subversivos y no productivos como nosotros. La aclamación será considerable. Después podrá hacer lo que quiera que sea que tiene en mente.

Oldmanter estaba impresionado. Jack, a un lado, vio que se subía al tren de sus pensamientos a medida que Emily los iba exponiendo: los dos iban acompasados. Presenciarlo era algo extraordinario.

—Bien, jovencita, es una propuesta que vale la pena escuchar. Me inclino a acceder sólo por el arrojo de que hace gala.

—Piense en la nueva información que recabará, la capacidad organizativa. Piense en la gratitud, también. Recuperará los costes en un abrir y cerrar de ojos, y la mayor parte de la inversión será en el área de investigación, unos gastos en los que incurriría de todas formas.

—Qué lástima que sea usted una renegada —observó con admiración Oldmanter—. Ojalá mis empleados tuvieran la mitad de imaginación que usted. Me figuro que no podré tentarla con…

—No.

—En fin.

—En fin, sí —dijo Emily—. Ése es el trato. Si lo acepta, tendrá los datos. Si se niega, no los tendrá.

Oldmanter no era de los que dudaban. Había cosechado su éxito sabiendo ver la oportunidad y aprovechándola con entusiasmo.

—Está claro que acepto. Como usted dice, es sumamente ventajoso para mí.

—Bien.

El anciano asintió.

—Iremos a Mull, para llevar a cabo las labores de configuración y calibrado. Siempre y cuando no se hayan producido daños importantes, y los míos no se hayan vuelto locos y hayan arrasado el sitio, será cuestión de un par de semanas. Después habrá que probar la máquina con algunos voluntarios para asegurarnos de que funciona como es debido. Construiremos una máquina de mayor tamaño, a la que incorporaremos lo que hayamos aprendido. Y transmitiremos quizá cinco mil personas al día, y hasta diez mil a medida que vayan entrando en funcionamiento más máquinas. Y así hasta que se hayan ido todos los voluntarios.

—Después nos dejará en paz.

—Desde luego. Escogeremos un universo distinto para nuestros propósitos. Y ustedes podrán tener una vida de dicha bucólica rebosante de primitivismo hasta el día en que mueran.

—Una cosa más. Me gustaría que ese pobre hombre también pudiera venir. Hanslip.

—¿Por qué?

—Es sólo un acto inútil de bondad.

—Si lo quiere, suyo es. Podemos decir que murió en cautividad. Suicidio, o algo por el estilo. De todas formas, es posible que lo suyo también sea un suicidio. Lo sabe usted, ¿no?

—Soy muy consciente de los riesgos. —Emily se acercó a él y le dio «La escritura del diablo», vacilando sólo una décima de segundo antes de ponerla en sus manos—. Por cierto, hemos determinado que es un documento muy reciente. Parece antiguo, y es evidente que tenía por objeto convencer a la gente de que era viejo. Ha burlado casi todas las pruebas, pero estamos seguros de que es falso. No crea a nadie que le diga lo contrario: somos expertos en este ámbito. —Miró con severidad a Kendred al volverse.

Oldmanter lo hojeó con gran interés unos minutos y exhaló un suspiro de satisfacción.

—Saldremos para Mull dentro de una hora. Para Oldmanter, el hecho de que la chica le diera de forma espontánea el manuscrito fue otro golpe de suerte extraordinario. Un hombre más sensible se habría preguntado si el destino quería que tuviese esa tecnología.

Sin duda alguna, podía permitirse parecer generoso, entre otras cosas porque no había ninguna generosidad en lo que iba a hacer. Se desharía de los renegados, y encima éstos le facilitarían la tarea al ofrecerse voluntarios. Se meterían en manada en el dispositivo de transporte y pedirían que se los despachara. Si había algo que demostrara lo incapacitados que estaban para la vida era eso.

Como era natural, la cosa no resultaba tan sencilla. También habría que satisfacer las necesidades de la investigación. Esto se planteó el día siguiente, cuando Oldmanter se dispuso a elaborar el programa con sus asesores más cercanos.

—¿Todos ellos? —preguntaron—. Deben de ser millones.

—Se extenderá unos años. Accedí a enviarlos, no a cumplir una agenda. En cualquier caso, nos desharemos de ellos, de ese modo los avances posteriores podrán mantenerse libres de infecciones sociales. A su debido tiempo llegarán colonizadores, y necesitarán mano de obra. ¿Se ha estudiado qué período es el más adecuado para la colonización?

—Como sabe, señor, cuanta mayor sea la distancia, mayor será la cantidad de energía que se precise.

—¿Qué significa eso?

—Lo ideal sería enviar a la gente a una época en la que no haya asentamientos humanos, pero ello requeriría cantidades ingentes de energía, y llegarían allí con nada. Si pudiéramos servirnos de la infraestructura existente y enviarlos más cerca, podríamos reducir drásticamente los costes.

—Creía que eso se había descartado por las dificultades que entrañaba tratar con la población indígena. Recuerdo haber hablado al respecto con Grange.

—Sí, señor, pero eso era cuando el plan consistía en invadir, conquistar y después utilizar a la población indígena como mano de obra esclava. Hanslip esbozó una alternativa que hace que esta idea resulte más viable. Hanslip acariciaba la idea de que el planteamiento más barato sería empujar a la población nativa para que causara su propia muerte haciendo explotar una bomba en medio de una escalada de tensión durante la era nuclear. Cada bando culparía al otro, y la guerra que se desencadenaría a continuación haría la mayor parte del trabajo por nosotros; si fuera preciso, podríamos soltar armas biológicas para acabar con los supervivientes. Cuando el mundo estuviese limpio y desierto, podríamos empezar a transportar a los colonizadores. Ello implicaría mover a la gente tan sólo unos cientos de años, y, pese a los daños, aún habría bastante infraestructura disponible. Se trata de una solución muy imaginativa y rentable. La ventaja añadida del plan es que podríamos empezar casi de inmediato.

—¿Qué período?

—El memorando precisaba cuáles eran los momentos más vulnerables de 1962 a 2024. Utilizaremos uno de ellos.

—¿Alguien tiene alguna objeción moral? No quiero verme arrastrado ante una comisión de ética.

—No puede haber ningún compromiso moral con personas que murieron hace tiempo y, en lo que a nosotros respecta, no existen. Hemos analizado a fondo esa hipótesis.

—¿Algún problema de seguridad? Para nosotros, me refiero.

—No. Una vez más, los físicos han revisado este asunto y no han encontrado ningún problema.

Descartaron las teorías de Angela, las consideran absurdas.

—En ese caso sugiero que empiecen con los preparativos. Cuanto antes veamos si esto funciona, mejor.

—Una cosa más: conseguimos el voto de los físicos prometiendo a uno de ellos que realizaríamos experimentos con el transporte al futuro. El hombre en cuestión está elaborando un documento basándose en parte del material del que nos apoderamos y quiere asegurarse de que podemos mandar a personas tanto al futuro como al pasado. Deberemos hacer algo para tenerlo contento, y de todos modos tendremos que explorar esta opción a su debido tiempo para mantener una comunicación adecuada entre mundos.

—Cómo odio a esa gente —espetó Oldmanter—. Pero, bueno, dele lo que quiere. Y creo que será mejor que liquidemos al señor Hanslip. Se me ocurre que si lo enviamos con los renegados, es posible que posea los conocimientos necesarios para que, con el tiempo, acabe recreando la máquina. Si me voy a gastar una fortuna para librarme de ellos, no quiero que aparezcan de nuevo dentro de unas generaciones.

Ir a la siguiente página

Report Page