Arcadia

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Capítulo 60

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Pamarchon iba de la mano de Rosalind hacia el salón de reuniones. Durante un rato ninguno de los dos dijo gran cosa, se contentaban con tener al lado al otro.

—Es mejor de lo que había imaginado —comentó ella—. Incluso podría decirse que es un milagro.

Pamarchon le soltó la mano y la miró con cara de preocupación.

—¿Qué ocurre?

—Es un milagro. De modo que, ¿cómo voy a pedirte ahora que seas mi esposa?

—¿Qué quieres decir con eso?

—He visto quién eres. ¿Cómo voy a atreverme a pedir tu mano?

—Bah, eso son tonterías, Pamarchon, hijo de quien seas. Nada más que tonterías. No te atrevas a hablarme así —repuso alarmada Rosalind—. Escucha, te lo diré una vez, una sola vez: no hay nada mágico en mí. Ni siquiera hay nada especial o bello en particular en mí, a menos que tú decidas verme así. —Hizo una pausa—. Puedes hacerlo, ¿sabes? —apuntó—. Si quieres.

—Pero hace un momento…

—Es una historia larga y extraña. Sé que parece muy poco probable y demás, pero es sólo porque no conoces toda la historia, ¿entiendes? Cada cual conoce únicamente una parte de ella, así que piensa que debe de haber algo muy trascendental. A ver, Henary creía que había llegado el fin del mundo.

—Pero Esilio…

—Ah, ya. Eso es algo difícil de explicar. Pero te diré una cosa: él tampoco tenía ni la más remota idea de quién mató a tu tío. Lo único que ha hecho ha sido sentarse allí y hacer que los demás realizaran el trabajo por él. No ha sido él quien ha averiguado cómo o por qué Jaqui mató a tu tío, sino Henary. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Ni la menor idea. Lo ha sabido disimular muy bien, pues es profesor.

—Todo el mundo ha visto su aparición.

—Cierto. Ha salido de la nada. Pero eso mismo hice yo, y no hay nada raro en mí. Llevo siglos intentando decírselo a todo el mundo. Si sirve de algo, yo tampoco lo entiendo, sin embargo aquí estamos. Estoy aquí, soy real y ya he accedido a casarme contigo, y espero que tú cumplas tu parte del trato. Cuando me conozcas un poco mejor, te darás cuenta de que soy una persona normal y corriente.

—Tú nunca serás normal y corriente.

—Eso es muy bonito, pero no me has respondido.

—Te quiero más incluso de lo que ya te quería, si es que eso es posible.

—Bien dicho. Y bien hecho. Entonces no hay más que hablar.

La última frase fue una maniobra de distracción, pues no quería que Pamarchon viese las lágrimas de alivio y felicidad que le asomaron a los ojos. Disimuló sus sentimientos abalanzándose contra él y echándole los brazos al cuello con fuerza. Permanecieron así un instante, hasta que él se separó.

—Tengo trabajo que hacer —afirmó.

—Y yo será mejor que vuelva al sepulcro. Lo he prometido.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, no es necesario. Tú vete a esa asamblea.

La estuvo mirando hasta que desapareció por el sendero que llevaba al sepulcro y después siguió su camino. Sólo había dado unos pasos cuando vio a lady Catherine.

—Creo que te debo una disculpa —dijo Pamarchon al aproximarse a ella.

—La disculpa te la debo yo a ti.

—En ese caso, aceptemos ambos y zanjemos este último asunto deprisa.

Cuando llevaban caminando juntos un rato, Pamarchon comentó:

—Me han pedido que te dijera una cosa. No sé qué significa.

—Di.

—Henary me ha pedido que te dijera que has de pagar por tu secreto. ¿A qué se refiere?

—Se refiere a que debería renunciar a Willdon y reconocerte a ti —repuso en voz queda Catherine.

—¿Por qué?

—Thenald descubrió que mi familia no era noble. Era, y soy, una impostora, y se disponía a apartarme de su lado, en deshonra. Ése es mi secreto, el que Henary habría revelado para salir en tu defensa. Por eso Esilio le ha ahorrado la tarea.

—¿Eres una impostora?

—Sí. Ahora que lo sabes, no podría oponerme a ti aunque quisiera. Me retiraré. Sólo te pido que guardes mi secreto como hizo él, un acto de generosidad.

—No creo que ése fuera el precio que tenía en mente —adujo Pamarchon—. ¿Por qué, si no, ha hecho hablar a Gontal? No estaba protegiendo sólo a Henary, sino también a ti. Creo que se refiere a otra cosa. Quiere que sigas siendo el señor de Willdon.

—Eso no lo puedes saber.

—Él sabe lo que ansía mi corazón. Sabe que deseo viajar, ver cosas que ningún hombre ha visto antes, y no podría hacerlo si estuviera atado a este sitio. Debes gobernar Willdon, y a cambio te pediré que cuides de los míos. Ellos me siguieron, y se lo debo. Ése es el precio al que se refería.

—¿Cuántos son?

—Unos seiscientos si contamos las mujeres y los niños.

El cerebro de Catherine se puso en funcionamiento deprisa, una vez más como la mujer de negocios práctica que era.

—Tendría que ampliar los límites del dominio, despejar parte del bosque. —Se volvió hacia Pamarchon—. ¿Se establecerán? ¿Dejarán de vivir en el bosque?

—La mayoría sí. A los otros deberás ayudarlos conforme a sus deseos. No permitiré que sean perseguidos o se vean obligados a vivir en la pobreza.

—Tendrás que quedarte aquí un tiempo. Ellos no confiarían en mí, y yo ni los conozco ni los entiendo. Tendrás que ayudarme.

—De acuerdo.

—Después cuidaré de ellos tan bien como lo has hecho tú, y tan bien como cuidaré de todos los demás. ¿Estás seguro de que se refiere a eso? ¿Y estás seguro de que esto es lo que quieres?

Sin embargo, Pamarchon se había detenido. Le tocó el brazo a Catherine con suavidad para hacer que se parara también.

Acto seguido se llevó un dedo a los labios para indicar que guardara silencio.

—Cuando hable, haz justo lo que te diga —susurró tan bajo que ella lo oyó a duras penas—. No dudes de mí ni vaciles.

Catherine no oía nada, pero era consciente de que alguien como Pamarchon sabía interpretar ruidos que a ella no le decían nada.

—Por aquí —musitó—. ¡Deprisa!

Y, cogiéndola firmemente del brazo, la sacó del camino y la llevó hacia los árboles.

Catherine lo siguió sin hacer preguntas, con el mayor sigilo posible, como a todas luces quería él. Se detuvo y la instó a caminar delante, guiándola con cuidado para impedir que armara demasiado ruido. Después tiró de ella para que se agachara.

—Soldados —afirmó—. Por lo menos una docena. No son míos, y yo diría que tampoco tuyos. Hacen demasiado ruido para ser personas acostumbradas a moverse por el bosque.

—¿Estás seguro?

—Sí. Es la razón de que siga con vida. Con estas cosas no cometo errores. No realices ni un solo movimiento.

—Tengo que respirar.

—¿Es preciso? —Le dirigió una sonrisa tranquilizadora y desapareció.

Se desvaneció en la maleza de tal modo que no partió una sola rama ni hizo crujir una hoja. Catherine permaneció agachada, aguzando el oído; vagamente, a cierta distancia, percibió voces, gritos, ruidos metálicos. Pamarchon tenía razón: no podía tratarse de los suyos.

El regreso de Pamarchon, que se deslizó a su lado elegante, casi con delicadeza, interrumpió el hilo de sus pensamientos.

—Sí —aseguró, con cierta satisfacción—. Son hombres de Gontal. Al parecer ha decidido apoderarse por la fuerza de lo que es poco probable que obtenga por derecho. ¿Alguna idea?

—¿A mí me lo preguntas?

—A ti, sí. Tengo a mis hombres, pero están a cierta distancia, y no deseo que se produzca un derramamiento de sangre. Entre otras cosas porque no sé de qué lado se pondrían los tuyos. Sería un final desastroso. Creo que es preciso que llegues a la plaza de la asamblea.

—Me figuro que ya estará acudiendo gente. Escogerán a uno de los candidatos que acudan en persona.

—De modo que el objetivo de Gontal será impedir que cualquiera de nosotros dos llegue allí. El chambelán hará que empiece la reunión, llamará a los candidatos y sólo estará presente Gontal. Quizá podamos protestar después, pero será demasiado tarde. Si intentamos abrirnos paso empleando la fuerza, Gontal fingirá que nuestro ataque injustificado es un atropello.

—Así pues, o nos quedamos aquí hasta que sea demasiado tarde, y provocamos que tus hombres desencadenen una lucha que podríamos perder, o nos arriesgamos a que nos claven una flecha en el pecho si procuramos llegar pasando inadvertidos. Me temo que Gontal ha ido demasiado lejos para andarse con remilgos —repuso ella.

—Sin duda, Esilio no permitirá que eso pase.

—Creo que diría que es asunto nuestro.

—En ese caso, tendremos que lograr que Gontal vea lo erróneo de sus métodos.

Catherine confiaba en que Pamarchon supiera lo que hacía. Sin duda, parecía muy seguro de sí mismo cuando explicó lo que se proponía; por su parte, Catherine no veía cómo podía evitarse una confrontación directa. Se dirigieron a buen paso hacia la gran casa, pero tuvieron que detenerse a unos cientos de metros, pues no era posible esconderse en los espacios abiertos.

—Nunca pensé que estos jardines pudieran tener algún propósito. Aunque parezca extraño, proporcionan una defensa muy útil. En fin. ¿Has entendido lo que debes hacer?

—Sí, mi general —repuso Catherine. Él la miró—. Es broma —aclaró.

Pamarchon gruñó mientras ella se disponía a levantarse.

—Catherine —dijo, extendiendo la mano. Ella se mostró un tanto perpleja, pero después la tomó—. Ten mucho cuidado, te lo ruego. Acabo de ganar a un miembro de la familia al que estimo. No quiero perderte tan pronto. Te cubriré desde aquí con mi arco, pero estate preparada para correr.

El resto fue sencillo. Catherine echó a andar con osadía hacia la casa, y un minuto después aparecieron los soldados de Gontal, las espadas y los arcos listos. Ésa era la parte peligrosa: si habían recibido la orden de que la mataran nada más verla, adiós a los planes. Por ese motivo habían discutido. Catherine había insistido en que debía ser ella la que fuera; él se negó. Por un momento la cosa fue bastante pueril, hasta que ella dijo:

—¿Por qué no debería hacerlo yo?

—Porque ha sido idea mía. Y soy mayor que tú.

Al oír aquello ella resopló en señal de desaprobación y él, al caer en la cuenta de lo absurdo que era, se rió.

—No puedo llegar hasta mis hombres y no puedo ponerme al mando de los tuyos —observó ella—, y es posible que los necesitemos. Además, sabré asustar a Gontal mejor que tú. Lo conozco. No se atreverá a matarme, pero no vacilaría en matarte a ti.

Pamarchon accedió muy a su pesar, pero sabía que Catherine tenía razón.

De manera que fue directa hacia los hombres y habló antes de que pudieran prenderla.

—Id a decir a vuestro señor, el estudioso Gontal, que venga aquí de inmediato, o la ira de Esilio caerá sobre este lugar y todo Anterwold será destruido, en castigo por su desobediencia.

—Gontal, ¿te has percatado de cómo actúa el espíritu? —inquirió Catherine cuando el gordo estudioso se unió a ellos diez minutos después.

Habían estado esperando, inquietos, con los soldados de Gontal mientras uno de los hombres corría en busca de su señor. Nadie dijo una palabra; Pamarchon parecía por completo relajado, lo cual puso más nerviosos si cabe a los soldados.

—Las profecías las hacen los hombres —continuó Catherine—. Los dictámenes y las decisiones los efectúan los hombres. No existe la magia, no existen los hechizos, ni las intervenciones sobrenaturales. Tan sólo los actos de los hombres y las mujeres. Esilio ha declarado que Pamarchon y yo debíamos presentarnos candidatos en la asamblea. Ello formaba parte de la sentencia de condena de Jaqui, y si se incumplía, Anterwold sería aniquilado en su totalidad.

—Si las hacen los hombres, no tengo nada que temer —replicó Gontal—. Ningún hombre aniquilaría Anterwold, y si los dioses no intervienen, seguirá en pie.

—Eso no es cierto —objetó Pamarchon—. Yo lo puedo destruir. Y lo haré.

Gontal se rió.

—¿Tú? ¿Con tu pequeña banda de proscritos? Y dime, ¿qué piensas hacer? ¿Romper en mil pedazos las montañas, piedra a piedra? ¿Beberte los ríos y los mares?

—Eso no son más que piedras y agua. No es Anterwold. Anterwold es su gente y su modo de vida. Las cosas que los unen y hacen que sepan quiénes son. Anterwold es la Historia. Y sí, la destruiré con mi pequeña banda de proscritos.

A una señal de Gontal, los soldados desenvainaron las espadas.

—No harás tal cosa. Primero morirás, e incluso me proporcionarás una excusa para matarte.

—Entonces la destruirás tú, y sobre ti caerá una maldición de por vida.

La calma con la que habló Pamarchon hizo que Gontal vacilara. Al parecer el joven no tenía miedo, y no daba impresión de que lo estuviera amenazando. Daba la impresión de que exponía los hechos.

—Cuando me planteé tomar Willdon, supe que ello sólo podría lograrse empleando la fuerza. Tenía bastantes hombres, y es posible que hubiera salido airoso. Pero habrían muerto muchos, y eso era algo que no quería. ¿Por qué iban a sufrir las gentes de Willdon por lo que me habían hecho otros? De manera que pensé en hacerlo de otra manera. Dos días atrás hablé con cuatro de mis mejores hombres, personas que me lo deben todo, personas que yo sabía que harían lo que les pidiera sin dudarlo. Los envié a Ossenfud con la orden de ocultarse en la Sala de las Historias. A Catherine le daría a elegir: o renunciaba a su posición o la Sala de las Historias ardería.

»Si no aparecía a los cinco días, ellos sabrían que había muerto y nuestras esperanzas se habrían truncado. Se marcharían, no sin antes prenderle fuego a la sala. Al edificio entero. La Historia entera, todos y cada uno de los rollos y de los documentos arderían.

»No podrás encontrarlos ni interceptarlos a tiempo. Si no estoy en Ossenfud antes de tres días, cumplirán mis órdenes. Todo lo que es Anterwold, todos sus recuerdos y sus conocimientos, será destruido. De manera que Anterwold será aniquilado, como ha prometido el espíritu. Si lo deseas, puedo llamar a mi mano derecha, él podrá confirmarte todo cuanto digo.

Gontal escrutó a Pamarchon mientras hablaba. ¿Lo decía en serio? ¿Tan despiadado y depravado era, lo eran todos? Su expresión era impenetrable, no lo sabría decir. Catherine, que se hallaba un tanto apartada de ellos, intentaba adivinar cuál de los dos claudicaría primero. Ella no tenía nada que añadir; ésa no era su lucha.

—¿Y bien, Gontal? Sé que te estás preguntando si no será una estratagema, si estaré mintiendo. Pero también sé algo de ti. Eres un hombre de letras. Sé que el espíritu te ha aconsejado, aunque no he oído sus palabras. ¿Qué ha dicho? «¿Apodérate de Willdon?». «¿Acaba con la oposición, sean cuales fueren las consecuencias?». ¿Es eso lo que ha recomendado?

Catherine intuyó que Pamarchon había ganado antes de que lo supiera el propio Gontal. Vio que dudaba, que su cuerpo se ablandaba y se doblaba cuando entendió que no se atrevía a correr el riesgo. La Historia lo era todo. Daría su vida por ella si era preciso.

Hizo una señal a sus hombres.

—Dejad que se vayan —ordenó.

Pamarchon cogió del brazo a Catherine.

—Antes de que cambie de opinión… —le susurró al oído.

Pasó por delante de Gontal y de los soldados, y entró en la asamblea, donde su aparición fue recibida con vítores que se oyeron muy lejos, llegaron incluso hasta el Sepulcro de Esilio.

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