Arabella

Arabella


14

Página 17 de 21

14

La noticia de la calamidad sobrevenida a Bertram tardó tres días en llegar a oídos de su hermana. Ésta le había escrito una nota para pedirle que se reuniera con ella junto a la puerta de Bath de Green Park, que había enviado mediante un mensajero. Al ver que su hermano no acudía a la cita ni contestaba su misiva, empezó a preocuparse seriamente, y estaba pensando cómo podía ir al Red Lion sin que se enterara su madrina cuando a las tres en punto de la tarde el señor Scunthorpe presentó su tarjeta. Arabella pidió al mayordomo que condujera al visitante al salón y bajó de inmediato de su dormitorio para recibirlo.

La joven tardó un rato en reparar en que Scunthorpe tenía un aire prodigiosamente solemne. Como estaba demasiado impaciente por saber algo de Bertram, fue hacia él de manera impulsiva y tendiéndole una mano mientras exclamaba:

—¡Cuánto me alegro de que haya venido a visitarme, señor Scunthorpe! Estoy muy preocupada por mi hermano. ¿Sabe usted algo de él? ¡Ay! ¡No me diga que está enfermo!

Él la saludó inclinando la cabeza, carraspeó y le sujetó la mano con nerviosismo.

—No, señorita Tallant —contestó con voz un tanto ronca—. No está exactamente enfermo.

Arabella le escudriñó el rostro, se percató de que su semblante traslucía una profunda tristeza y de pronto sintió una honda aprensión.

—No irá a decirme que está… muerto, ¿verdad? —balbuceó.

—No, no está muerto —respondió Scunthorpe en tono muy poco tranquilizador—. Supongo que puedo afirmar que no es tan grave como eso. Pero tampoco voy a negar que pueda morir, si no somos prevenidos, porque cuando alguien se pone a… ¡Pero eso no importa!

—¿Que no importa? —exclamó Arabella, alarmada—. Pero ¿qué ha pasado? ¡Se lo ruego, dígamelo ahora mismo!

Scunthorpe la miró con nerviosismo.

—Será mejor que coja unas sales —sugirió—. No quisiera disgustarla. No va a gustarle lo que voy a decirle. Quizá debería tomarse una infusión de estrellamar. ¡Llame a un criado!

—¡No, no necesito tomar nada! ¡No llame a nadie! Sólo líbreme de la agonía de esta incertidumbre —imploró Arabella agarrándose con ambas manos al respaldo de una butaca.

El joven volvió a carraspear.

—Me pareció que lo más adecuado era venir a visitarla. Señorita Tallant, me encantaría poder ayudarla, pero no sé qué hacer. De momento, por supuesto. ¡Hay que rescatar al pobre Bertram del río!

—¿Del río? —preguntó Arabella, horrorizada.

Scunthorpe comprendió que la joven lo había malinterpretado y se apresuró a rectificar.

—No, no, no se ha ahogado —le aseguró—. ¡Pero está con el agua al cuello!

—¿Que Bertram está con el agua al cuello? —repitió ella con perplejidad.

Scunthorpe asintió.

—Exacto. El pobre está en las últimas. Completamente aporreado.

Arabella estaba tan desconcertada que no sabía si su desdichado hermano se había caído al río, si había sido víctima de alguna agresión o si padecía algún tipo de enfermedad. Se le había acelerado el pulso y los inquietantes pensamientos que la asaltaban le impedían hablar con claridad.

—¿Está muy malherido? ¿Lo han llevado al hospital? —consiguió decir.

—No, no es al hospital adonde van a llevarlo, señorita Tallant. Lo más probable es que lo pongan a la sombra.

Arabella evocó la espantosa imagen de una mazmorra y estuvo a punto de perder el sentido; se quedó mirando de hito en hito a Scunthorpe y repitió con un hilo de voz:

—¿A la sombra?

—Sí, es posible que acabe en la prisión de Fleet —corroboró Scunthorpe sacudiendo la cabeza con aire compungido—. Yo ya se lo advertí, pero no quiso escucharme. La verdad es que si le hubiera salido bien, su hermano habría podido saldar sus deudas y el asunto habría quedado zanjado. Pero no fue así. Si quiere que le diga lo que pienso, nunca sale bien.

La esencia de ese discurso, que Arabella fue digiriendo poco a poco, le devolvió algo de color a sus mejillas. La joven se derrumbó en una butaca, con las piernas temblando violentamente.

—¿Me está diciendo que mi hermano se ha endeudado?

Él la miró con expresión sorprendida.

—¡Pero si ya se lo he explicado, señorita Tallant!

—Dios mío, ¿cómo podía adivinar que…? ¡Ay! ¡Ya sabía que pasaría algo así! Le agradezco mucho que haya venido a contármelo, señor Scunthorpe. Ha hecho usted muy bien.

El joven se sonrojó.

—Me alegro de haberle sido de utilidad.

—¡Tengo que ir a verlo! —decidió Arabella—. ¿Sería usted tan amable de acompañarme? No quiero llevarme a mi doncella en un encargo así, y quizá no sea conveniente que vaya sola.

—No, por supuesto que no es conveniente. Es más: no debe ir, señorita Tallant. No es un sitio para una dama refinada como usted. ¡Es un barrio espantoso! Envíele un mensaje.

—¡Ni hablar! ¿Cree que no he estado nunca en la City? Espéreme aquí; sólo tengo que coger un sombrero y un chal. Podemos pedir un coche de alquiler y llegar allí antes de que baje lady Bridlington.

—Sí, pero… Verá, señorita Tallant, es que su hermano no está en el Red Lion —dijo Scunthorpe, consternado.

Arabella, que se había levantado de un brinco de la butaca y se precipitaba hacia la puerta, se detuvo.

—¿Cómo que no? ¿Por qué ha dejado la posada?

—Porque no podía pagar la factura. Entregó su reloj como prenda. En mi opinión cometió un grave error, porque el reloj podría haberle sido útil.

—¡Oh! —exclamó Arabella, horrorizada—. ¿Tan grave es?

—Me temo que sí. Se animó en exceso jugando a las cartas, mas… no disponía de suficiente dinero. Tuvo que firmar varios pagarés, y se quedó sin blanca.

—¡Jugando a las cartas!

—En efecto. Al faro —concretó Scunthorpe—. Pero no porque fuera víctima de tahúres. No, no hubo trampas de ninguna clase. Y eso sólo empeora la situación, porque cuando uno va al Nonesuch debe observar una conducta impecable. Es un club muy exclusivo, se lo aseguro; lo frecuentan los sibaritas, los personajes más distinguidos de la buena sociedad. Hacen apuestas muy altas, muy por encima de mis posibilidades.

—Entonces ¿no fue con usted a ese club?

—No, por supuesto. Yo no soy socio. Fue con Moflete Wivenhoe.

—¡Con lord Wivenhoe! ¡Oh, qué tonta he sido! —se lamentó Arabella—. ¡Fui yo quien se lo presentó a Bertram!

—Es una lástima —admitió Scunthorpe sacudiendo la cabeza.

—Pero qué malvado ha sido llevando a mi hermano a un sitio como ése. ¿Cómo ha podido hacerlo? Nunca sospeché que… Creí que era un individuo muy agradable y cortés.

—Educadísimo —coincidió Scunthorpe—. Un caballero de una corrección impecable, con muy buena reputación. Estoy seguro de que lo hizo con la mejor intención.

—¿Con la mejor intención? —exclamó Arabella, acalorada.

—Le repito que el Nonesuch es un club muy exclusivo —le recordó Scunthorpe.

—De nada servirá que discutamos sobre ese punto —dijo ella, impaciente—. ¿Dónde está Bertram?

—No creo que conozca usted ese sitio, señorita Tallant. Está… está cerca de Westminster.

—¡Muy bien! ¡Pues vamos allí ahora mismo!

—¡No; se lo ruego! —exclamó Scunthorpe, agitado—. ¡No puedo llevar a una dama a Willow Walk! ¡Usted no lo entiende, señorita! El pobre Bertram… no podía pagar la factura… no tenía ni un penique en el bolsillo. Y los alguaciles lo buscaban. ¡Tenía que engañarlos! No sé cómo lo hizo exactamente, pero supongo que debió de volver al Red Lion cuando salió del Nonesuch, porque tenía con él su baúl de viaje. Por lo visto se lo llevó a Tothill Fields. Es un barrio lamentable, señorita Tallant. Su hermano debería haber venido a verme, pues no me habría importado cederle mi sofá.

—¡Dios mío! ¿Por qué no lo hizo?

Scunthorpe carraspeó, avergonzado.

—Quizá estuviera un poco aturullado —aventuró con timidez—. Además, debía de temer que lo atraparan los alguaciles. La verdad es que si hubiera acudido a mí habrían dado fácilmente con él, porque esos condenados comerciantes saben que es amigo mío. En cualquier caso, no vino a pedirme ayuda (ni siquiera me dijo dónde estaba hasta esta mañana), supongo que porque se sentía demasiado deprimido. Pero no se lo reproche: yo habría actuado igual.

—¡Ay! ¡Pobre Bertram, pobre Bertram! —gimió Arabella estrujándose las manos—. ¡No me importa dónde esté! ¡Necesito verlo cuanto antes, aunque tenga que ir a Willow Walk yo sola!

—¡Dios mío, señorita Tallant, no lo haga! —exclamó Scunthorpe, horrorizado—. ¡En Willow Walk hay unos antros de muy mala reputación! Además… —Hizo una pausa y agregó turbado—: ¡Su hermano está muy alterado!

—¡Pues claro! ¡Debe de estar muy preocupado y desesperado! ¡No puedo abandonarlo en un momento así! Voy a buscar mi sombrero, e iremos allí de inmediato.

—¡Señorita Tallant, a su hermano no va a gustarle que vaya! —insistió Scunthorpe—. ¡Seguro que me mata por habérselo dicho! ¡No puede ir usted a verlo!

—¿Por qué no?

—¡Es que está hecho una piltrafa! Y es comprensible. ¡Ha empinado mucho el codo!

—¿Que ha empinado el codo?

—¡No se lo reproche! —le suplicó el joven—. Yo no se lo habría contado si no la hubiera visto tan decidida a ir a buscarlo. Su hermano estaba desesperado, empinó el codo a base de bien, se sintió mejor, siguió pimplando… ¡Y el resultado es que cuando lo vi estaba hecho un cuero!

—¿Insinúa que Bertram ha estado bebiendo?

—Así es. Coñac. Un coñac de pésima calidad. Le aconsejé que bebiera ginebra, porque no es tan peligrosa.

—¡Cada nueva información que me proporciona me reafirma en la convicción de que tengo que ir a verlo!

—Le aseguro que sería mucho mejor que se limitara a enviarle algo de dinero, señorita Tallant.

—Le llevaré todo el dinero que tengo, pero… ¡Ay! ¡Es muy poco! ¡Todavía no sé qué vamos a hacer!

—¿Cree usted que su madrina…? —sugirió con delicadeza Scunthorpe señalando el techo.

Arabella negó con la cabeza.

—¡Oh, no! ¡Eso es imposible!

Scunthorpe se quedó pensativo.

—En ese caso, señorita Tallant, será mejor que la lleve con él. Esta mañana su hermano decía muchas barbaridades. No sé qué sería capaz de hacer.

Ella casi echó a correr hacia la puerta.

—¡No hay tiempo que perder!

—¡No, no tema! —la tranquilizó Scunthorpe—. No hay prisa. ¡No creo que hoy se corte el cuello! Le dijo a la muchacha que escondiera su navaja.

—¿Qué muchacha?

Scunthorpe, aturdido, se ruborizó y farfulló:

—La muchacha que envió a mi alojamiento con un mensaje. Por lo visto había estado cuidándolo.

—¡Oh, que Dios la bendiga! —exclamó Arabella con fervor—. ¿Cómo se llama? ¡Estoy en deuda con ella!

Como la dama en cuestión se había presentado a Scunthorpe como Peggy la Botellas, éste no tuvo más remedio que recurrir a evasivas, confiando en que no se la encontraran en Willow Walk. Aseguró que no había entendido su nombre. Arabella lo lamentó, pero como aquél no era momento para detenerse en nimiedades, no insistió y corrió a su habitación a buscar el sombrero y el chal.

No podían salir de la casa sin que se enterara el mayordomo, pero aunque éste se sorprendió, no hizo ningún comentario, de modo que pocos minutos más tarde, Scunthorpe y Arabella estaban sentados en un desvencijado coche de punto que parecía haber pertenecido a algún noble en el pasado, pero que había pasado por una penosa decadencia. El tapizado de los asientos estaba sucio y gastado, y el vehículo olía a cerveza y a cuero viejo. Arabella apenas se fijó en esos detalles, pues se hallaba muy agitada. Bastante trabajo le costaba mantener cierta presencia de ánimo; se sentía a punto de derrumbarse, y en semejante estado de agitación no podía idear ningún plan para socorrer a Bertram. La única solución que hasta ese momento se le había ocurrido obedecía al impulso instintivo de enviar una carta urgente a Heythram, idea que descartó enseguida. Sabía que la sugerencia del señor Scunthorpe de acudir a lady Bridlington era inútil, pues su orgullo no le permitía causarle semejante trastorno a su madrina. Tampoco podía plantearse seriamente vender los diamantes de su madre, ni el collar de perlas que había pertenecido a la abuela Tallant, porque esas joyas no eran suyas, así que no podía disponer de ellas como quisiera.

Sentado a su lado e intuyendo que el ánimo de Arabella requería apoyo, Scunthorpe intentó distraerla señalando concienzudamente todos los lugares de interés por los que pasaban. Arabella apenas le prestaba atención, pero cuando llegaron a Westminster empezó a fijarse en el entorno, animada por la aparente respetabilidad del barrio. El coche siguió adelante, y al cabo de muy poco rato a la joven le costó creer que pudiera estar tan cerca de la abadía, porque el ambiente era tremendamente sórdido. En un fracasado intento por distraerla, Scunthorpe señaló una fea estructura de ladrillo que, según dijo, era la prisión de Tothill Fields Bridewell, lo que hizo estremecerse a Arabella de forma tan alarmante que su acompañante se apresuró a informarle que estaba tan abarrotada de delincuentes que ya no cabía ni un alfiler dentro de sus muros. El siguiente objeto de interés era una hilera de achaparradas casas de beneficencia. A continuación había una escuela también de caridad, pero a Arabella le pareció que el barrio estaba básicamente formado por lamentables casuchas, mansiones viejísimas y muy deterioradas, y una superabundancia de tabernas. En los umbrales de algunas casuchas había mujeres de aspecto desaliñado; pilluelos semidesnudos hacían la rueda por los sucios adoquines, con la esperanza de obtener alguna limosna de las personas suficientemente acomodadas para viajar en coches de alquiler; en una esquina, una mujer gorda, sentada detrás de un caldero de hierro, parecía repartir té a un grupo de personas asombrosamente variopinto, entre las que había desde albañiles hasta jovencitas muy acicaladas; los gritos de los vendedores ambulantes ofreciendo carbón y pidiendo cacharros viejos resonaban por las estrechas callejas; y la población masculina parecía consistir enteramente en rebuscadores de basura, deshollinadores y sujetos inidentificables que iban sin afeitar y con bufandas en lugar de cuellos de camisa.

Tras dejar atrás varios ruidosos callejones, el coche entró en Willow Walk y lo recorrió hasta detenerse delante de un lúgubre edificio con ropa colgada en las ventanas, muchas de las cuales tenían los cristales rotos. Junto a la puerta abierta una anciana sentada en una mecedora fumaba en pipa y charlaba con otra mujer más joven que sujetaba con un brazo a un crío que no paraba de llorar, al que de vez en cuando zarandeaba, o le daba de beber de una botella negra de la que ella también tomaba frecuentes tragos. Arabella no tenía forma de averiguar qué había en aquella botella negra, pero estaba convencida de que se trataba de licor. Se olvidó momentáneamente de Bertram; cuando el señor Scunthorpe la ayudó a bajar del coche y ella se sacudió las briznas de paja que se le habían enganchado en el volante del sencillo vestido de batista, abrió su bolso, buscó un chelín y dejó perpleja a aquella madre poniéndoselo en la mano y diciendo con ternura:

—¡Por favor, cómprele un poco de leche al niño! ¡Se lo ruego, no le dé esa cosa horrible!

Ambas mujeres la miraron boquiabiertas. La anciana, que era irlandesa, fue la primera en recobrarse, soltó una carcajada y le dijo que estaba hablando con Susie la Trancas en persona. Eso no le aclaró gran cosa a Arabella, pero mientras ella todavía estaba cavilando sobre aquel apelativo, la Trancas, recuperándose de su estupefacción, la otra había empezado a recitar el catálogo de sus penas mientras tendía una mano ahuecada. Scunthorpe, con la frente perlada de sudor, se encargó de hacer entrar a su protegida en la casa, susurrándole que no debía hablar con mujeres de tan mala reputación. Susie la Trancas, que nunca dejaba escapar una oportunidad, los siguió sin interrumpir su mendicante lamento. Sin embargo, al llegar al pie de una desvencijada escalera sin alfombra fue repelida por una joven robusta, con una mata de sucio cabello rubio y un rostro al que la ginebra no había desprovisto por completo de encanto; llevaba un vestido feo, grasiento y con el canesú tan escotado que se le veía parte de la mugrienta enagua. Tras lanzarle a Susie una serie de observaciones que Arabella no entendió, la mujer se dio la vuelta y se enfrentó a sus distinguidos visitantes con mirada agresiva y los brazos en jarras. Le preguntó al señor Scunthorpe, al que parecía conocer, cómo se le ocurría llevar a una finolis a aquel tugurio.

—¡Es la hermana! —dijo él con voz estrangulada.

La mujer le clavó a Arabella unos ojos fieros e inyectados de sangre y exclamó:

—¡Ah! ¡Conque es la hermana!

—¡Es la joven que me envió el mensaje! —explicó avergonzado Scunthorpe a Arabella en un aparte.

La rubia no necesitaba nada más para ganarse la simpatía de Arabella. Si ésta había advertido —y era difícil que no lo hubiera hecho— el intenso olor a ginebra que despedía Peggy la Botellas, no dio muestras de ello; fue hacia delante, con ambas manos extendidas, y dijo:

—¿Es usted la mujer que ha tratado tan bien a mi hermano? ¡Permítame darle las gracias! ¡Jamás podré recompensarla suficiente! El señor Scunthorpe me ha contado que usted cuidó de Bertram cuando… cuando vino a este sitio.

Peggy la Botellas se quedó mirándola con fijeza.

—Encontré a ese desgraciado tirado en el suelo —dijo en tono amenazador—, ajumado perdido y diciendo tonterías. ¡Menuda prenda! ¡Que me parta un rayo si sé por qué me fijé en ese bribón!

—Será mejor que subamos, señorita Tallant —propuso el angustiado Scunthorpe, para quien el vocabulario de Peggy la Botellas resultaba algo más inteligible que para Arabella.

—¡Cierra el pico, momia viviente! —le espetó Peggy—. ¡Déjanos a mí y a la finolis en paz! —Se volvió de nuevo hacia Arabella y dijo con aspereza—: Está que tiembla. Dice que lo quieren meter en el talego. Cuando lo encontré no llevaba ni un céntimo en el bolsillo. Me lo traje aquí, pero le juro que no sé por qué lo hice. —Señaló la escalera con el pulgar y continuó—: ¡Lléveselo: ése no pinta nada aquí, ni yo tampoco! ¡Ni siquiera se come el rancho que le doy! ¡Por mí puede hacer lo que quiera con él!

Deduciendo de esas palabras que Peggy la Botellas había estado alimentando a Bertram, Arabella, con los ojos humedecidos, le cogió una mano y se la apretó con fervor, mientras decía:

—¡Qué buena es usted! ¡Muchísimas gracias! Mi hermano sólo es un muchacho, y no quiero ni pensar qué habría sido de él sin su ayuda.

—¡Pues mire, he conseguido gran cosa ayudándolo! ¡Muchos remilgos y mucha cursilería, pero ni una perra! Ya pueden largarse de aquí, usted y ese pisaverde que parece un sacamuelas. Es la primera puerta de la derecha. Está borracho como una cuba, pero todavía no la ha palmado.

Tras pronunciar esas alentadoras palabras, Peggy se dio la vuelta y salió a grandes zancadas de la casa, apartando de un empujón a Susie la Trancas, que había cometido la temeridad de acercarse otra vez al umbral. Scunthorpe se apresuró a guiar a Arabella por la escalera, diciéndole con tono de reproche:

—¡No debería hablar con ella, señorita Tallant! ¡No está en sus cabales, se lo aseguro!

—¿Que no está en sus cabales? ¡Pero si tiene un gran corazón, señor Scunthorpe!

Éste, avergonzado, le pidió disculpas y llamó a una de las habitaciones del piso de arriba. Cuando se oyó la voz de Bertram tras la puerta, Arabella levantó el pasador y entró rápidamente sin esperar a que su acompañante lo hiciera.

La habitación, que daba a un sucio patio por donde rondaban unos gatos escuálidos, era pequeña, oscura y estaba amueblada con una cama hundida pegada contra una pared, una mesa, dos sillas de madera y un trozo de alfombra raída. Sobre la mesa se veían los restos de una hogaza de pan y de un trozo de queso, junto con un vaso, una jarra y una botella vacía; y en la repisa de la chimenea había una taza desportillada con un ramillete de flores marchitas que presuntamente había puesto allí Peggy la Botellas. Bertram, que se hallaba tumbado en la cama, se incorporó apoyándose en un codo cuando se abrió la puerta y miró a los recién llegados con gesto de aprensión. Estaba vestido, pero llevaba un pañuelo anudado alrededor del cuello, y presentaba un aspecto enfermizo y desaliñado. Al ver a Arabella, emitió algo parecido a un sollozo y se levantó haciendo un gran esfuerzo.

—¡Bella!

Su hermana se arrojó en sus brazos y, sin poder contener las lágrimas, lo abrazó amorosamente. Bertram olía a licor, pero aunque eso la sorprendió, no se apartó de él, sino que se aferró aún con más fuerza.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el joven con voz temblorosa—. Felix, ¿por qué la has traído?

—Ya le advertí que esto no le gustaría —se excusó su amigo—, pero estaba decidida a venir a verte.

—¡No quería que te enteraras! —gimió Bertram.

Arabella soltó a su hermano, se enjugó las lágrimas y se sentó en una silla.

—No digas tonterías, Bertram. ¿A quién ibas a acudir si no a mí? ¡Cuánto lo siento! ¡Cómo debes de haber sufrido en este espantoso tugurio!

—Es bonito, ¿verdad? —dijo su hermano, burlón—. No sé cómo llegué aquí. Por lo visto me trajo Peggy la Botellas. Debes saber, Bella, que estaba tan borracho que no recuerdo qué pasó cuando me marché del Red Lion.

—Sí, me hago cargo. Pero no debes seguir bebiendo, por favor. Con eso sólo conseguirás empeorar las cosas. Estás muy desmejorado, y no me extraña. ¿Te duele la garganta?

Él se ruborizó y se llevó instintivamente una mano al cuello.

—¿Lo dices por el pañuelo? ¡Ah, no! Es que he tenido que empeñarlo todo, Bella, todo. Pronto no me quedará nada que ponerme encima. Pero ¿qué más da?

Scunthorpe, sentado en el borde de la cama, lanzó una elocuente mirada a Arabella.

—Pues a mí me importaría mucho —repuso con tono de eficiencia—. Hemos de pensar qué podemos hacer. Dime cuánto dinero debes.

Bertram se resistió a revelarle la cantidad.

—Mi deuda asciende a más de setecientas libras —acabó confesando ante la insistencia de su hermana—. Como comprenderás, no tengo ninguna posibilidad de saldarla.

Arabella se quedó estupefacta, porque no había imaginado que pudiera deber tanto dinero. Esa cantidad parecía inmensa, así que no se sorprendió cuando Bertram, sentándose en la otra silla, empezó a hablar de manera descabellada, diciendo que quería poner fin a su existencia. Dejó que su hermano se desahogara, suponiendo que eso le sentaría bien en su desesperado estado, y porque realmente no temía que Bertram llevara a la práctica sus violentas amenazas. Mientras Bertram hablaba, ella se estrujaba el cerebro en busca de una solución a sus problemas, sin prestarle mucha atención pero dándole de vez en cuando una tranquilizadora palmadita.

—No creo que debas tirarte al río —intervino por fin Scunthorpe, haciendo gala de gran sentido común—, querido amigo. A tu hermana no le gustaría que lo hicieras. Y se sabría. ¿Qué pensarían en Oxford?

—¡No, claro que no! —terció Arabella—. No vuelvas a mencionar esa posibilidad, Bertram. ¡Sería espantoso, ya lo sabes!

—Bueno, supongo que no me quitaré la vida —repuso él, un tanto enfurruñado—. Pero te aseguro una cosa: así no puedo presentarme ante mi padre.

—¡No, no! —coincidió ella—. ¡Setecientas libras! ¿Cómo es posible, Bertram?

—Perdí seiscientas jugando al faro —explicó su hermano sujetándose la cabeza entre las manos—. El resto… Bueno, estaba el sastre, el caballo que alquilé y lo que debo en Tatt’s, y la factura de la posada… ¡Infinidad de cosas! ¿Qué puedo hacer, Bella?

Bertram se parecía mucho más al hermano menor que Arabella conocía cuando habló así, con expresión asustada y una irracional confianza en la capacidad de su hermana para sacarlo del apuro.

—Las facturas no tienen importancia —declaró Scunthorpe—. Márchate de la ciudad: no te seguirán. Vivías con nombre falso. Las deudas de juego son otra cosa. Ésas sí tienes que saldarlas, pues son deudas de honor.

—¡Ya lo sé, maldita sea!

—¡Todas las deudas son de honor! —intervino Arabella—. ¡Tienes que pagar esas facturas antes que nada!

Los dos jóvenes se miraron con complicidad, expresando su mutua convicción de que no valía la pena discutir con una mujer sobre un tema que ella jamás entendería.

—Sólo se me ocurre una cosa —suspiró Bertram, pasándose una mano por la frente—. Ya lo he pensado, Bella, y voy a alistarme con nombre falso. Si no me aceptan como soldado de caballería, me alistaré en un regimiento de artillería. Debí hacerlo ayer, cuando se me ocurrió la idea, pero antes debo hacer algo. Es una cuestión de honor. Escribiré a padre, por supuesto, y supongo que él me dirá que no quiere saber nada de mí, pero eso es inevitable.

—¿Cómo puedes pensar así? —le reprendió Arabella, acalorada—. Debe de estar muy apenado. ¡Ay, no quiero ni pensarlo! Sin embargo, él jamás haría algo tan poco cristiano como repudiarte. ¡No, no le escribas todavía! Dame tiempo para pensar. Si se enterara de que debes tanto dinero, estoy segura de que pagaría hasta el último penique, aunque le supusiera la ruina.

—¿Cómo se te ocurre pensar que vaya a contárselo? ¡No! Le diré que estoy decidido a entrar en el ejército y que no me importa empezar desde abajo.

Ese discurso consternó a Arabella aún más que la anterior amenaza de Bertram de suicidarse, porque le parecía que era mucho más probable que su hermano se alistara en el ejército.

—¡No! ¡No! —protestó con voz débil.

—Tengo que hacerlo, Bella. Estoy seguro de que el ejército es mi única salida, y no puedo presentarme en casa de nuestros padres cargado de deudas. ¡Y menos aún de deudas de honor! Oh, Dios mío, ¿en qué estaría pensando? —Se le quebró la voz, y durante un rato fue incapaz de hablar. Al final consiguió componer una amarga sonrisa y decir—: Menuda pareja formamos, ¿no? Aunque tu pecado no es tan grave como el mío.

—Pero yo también me he portado muy mal —admitió Arabella—. Tengo la culpa de que te halles en esta situación tan desesperada. Si no te hubiera presentado a lord Wivenhoe…

—¡No digas tonterías! Había ido a otras casas de juego antes de conocerlo. Él ignoraba que yo no estaba cubierto económicamente como esos amigos suyos. No debí ir con él al Nonesuch. Pero había perdido dinero en una carrera, y pensé… confiaba en que… ¡Bah, hablando no se soluciona nada! Sin embargo, no debes culpabilizarte.

—Bertram, ¿quién te ganó ese dinero en el Nonesuch?, —preguntó su hermana.

—La banca. Fue jugando al faro.

—Sí, pero ¿quién tenía la banca?

—El Incomparable.

Arabella lo miró fijamente.

—¿El señor Beaumaris? —preguntó, estupefacta. Bertram asintió—. ¡Oh, no! ¡No me digas eso! ¿Cómo pudo permitir que tú…? ¡No, Bertram!

El joven no entendía su aflicción.

—¿Por qué diantre no iba a permitirlo?

—¡Porque sólo eres un crío! ¡Él debe de saberlo! ¡Mira que aceptarte pagarés! Supongo que como mínimo habría podido negarse a aceptarlos.

—No lo entiendes —se impacientó Bertram—. Fui a ese club con Moflete. ¿Por qué iba a impedirme jugar?

Scunthorpe asintió.

—Habría creado una situación muy violenta, señorita Tallant. Rechazar los pagarés de un caballero supone un grave insulto.

Arabella no podía apreciar las sutilezas de ese código que evidentemente compartían ambos caballeros, aunque sí aceptaba que imperaran en los círculos masculinos.

—Me parece muy mal que lo hiciera. Pero no importa. El caso es que el señor Beaumaris es… bueno, que somos buenos amigos. No te preocupes, Bertram. Estoy convencida de que si voy a verlo y le explico que eres menor de edad y que no eres hijo de ningún ricachón, te perdonará la deuda.

Arabella se quedó callada, porque la expresión de asombro y desaprobación de Bertram y Scunthorpe no dejaban lugar a dudas.

—¡Por el amor de Dios, Bella! ¿Cuál va a ser la próxima ocurrencia?

—Pero Bertram, te aseguro que el señor Beaumaris no es orgulloso ni antipático como mucha gente cree. A mí… me parece particularmente amable y encantador.

—¡Bella! ¡Estamos hablando de una deuda de honor! Tengo que pagarla aunque me lleve toda una vida, y eso es lo que pienso decirle al señor Beaumaris.

Scunthorpe aprobó esa decisión asintiendo con la cabeza.

—¿Quieres pasarte el resto de la vida pagándole seiscientas libras a un hombre para el cual esa cantidad no significa nada? —gritó Arabella—. ¡Eso es absurdo!

Bertram miró a su amigo con gesto de exasperación.

—No hay nada que hacer, señorita Tallant —dijo Scunthorpe haciendo un gran esfuerzo—. Una deuda de honor es una deuda de honor. No hay forma de eludirla.

—¡No estoy de acuerdo! Admito que no me gusta tener que acudir a él, pero podría hacerlo, y sé que no me negaría su ayuda.

—¡Escúchame, Bella! —exclamó Bertram agarrándola por la muñeca—. Me doy cuenta de que no lo entiendes, pero si te atreves a hacer algo parecido, te juro que no volverás a verme jamás. Además, aunque él rompiera mis pagarés, yo seguiría considerándome con la obligación de pagarlos. ¡Sólo falta que sugieras pedirle que me pague esas condenadas facturas!

Arabella se ruborizó, avergonzada, porque justo acababa de pasársele esa idea por la cabeza. De pronto Scunthorpe, cuyo rostro momentos antes había adoptado una expresión cataléptica, exclamó con vehemencia:

—¡Se me ocurre una idea!

Los hermanos Tallant lo miraron con interés; Bertram, con optimismo, y su hermana, sin tanta convicción.

—Ya conoces el dicho, amigo mío. ¡La banca siempre gana!

—Sí, ya lo creo —replicó Bertram con amargura—. ¿Es eso lo único que querías decirnos?

—¡Espera! ¡Abre una! —Vio la perplejidad reflejada en las dos caras que tenía delante, y añadió con un deje de impaciencia—: ¡De faro!

—¿Que abra una banca de faro? —repitió Bertram, incrédulo—. ¡Debes de estar loco! Aunque no fuera la mayor locura que he oído jamás, uno no puede abrir una banca de faro sin capital.

—Eso ya lo he pensado —dijo Scunthorpe con cierto orgullo—. Iré a hablar con mis tutores. Ahora mismo. No hay tiempo que perder.

—¡Por el amor de Dios! No creerás que tus tutores te dejarán tocar tu capital para una causa como ésa, ¿verdad?

—No veo por qué no. Siempre están intentando aumentarlo. Se pasan la vida dándome sermones sobre que hay que mejorar el patrimonio. Es una forma excelente de incrementarlo; no entiendo cómo no se les ha ocurrido a ellos. Será mejor que vaya enseguida a ver a mi tío.

—¡No seas necio, Felix! —dijo Bertram con fastidio—. Ningún tutor te dejaría hacer eso. Y aunque te lo permitieran, ni tú ni yo queremos pasarnos la vida llevando una banca de faro.

—Claro que no —admitió su amigo aferrándose a su idea con obstinación—. Sólo quiero ayudarte a saldar la deuda. Bastaría con una noche de suerte. Y entonces cerraríamos la banca.

Scunthorpe estaba tan entusiasmado con su plan que a Bertram le llevó un buen rato disuadirlo del intento de ponerlo en práctica. Arabella, entretanto, permanecía ensimismada y sin prestar mucha atención a la discusión. Hasta Scunthorpe habría podido adivinar que los pensamientos de la joven no eran en absoluto agradables si no hubiera estado tan enfrascado en la defensa de su proyecto, porque Arabella no paraba de cerrar y abrir las manos sobre el regazo, y su expresivo rostro la delataba. Pero cuando Bertram logró convencer a su amigo de que no pensaba abrir una banca de faro, Arabella se había recompuesto lo suficiente para no despertar sospecha alguna en sus interlocutores.

Miró a su hermano, que tras la acalorada discusión se había sumido en un estado de profunda aflicción, y dijo:

—Ya se me ocurrirá algo. Sé que encontraré la forma de ayudarte. Sólo te pido que no te alistes, por favor. Todavía no, Bertram. Hazlo sólo si no lo consigo.

—¿Qué piensas hacer? No me alistaré hasta haber hablado con el señor Beaumaris, y… habérselo explicado. Es mi deber. Le dije que no tenía fondos en Londres y que debía enviar a alguien a buscarlos a Yorkshire, y él me pidió que fuera a visitarlo el jueves. ¡No me mires así, Bella! No podía confesarle que estaba arruinado y que no podía pagarle, porque había mucha gente allí que habría podido oírnos. ¿Tienes algo de dinero, Bella? ¿Podrías hacerme un préstamo para que recupere mi camisa? ¡Así no puedo ir a visitar al Incomparable!

Arabella le puso el bolso en la mano.

—¡Sí, claro! Si no me hubiera comprado estos guantes, y los zapatos, y el pañuelo… Sólo me quedan diez guineas, pero eso bastará hasta que haya pensado cómo puedo ayudarte, ¿no? Vete de esta espantosa casa. Por el camino he visto varias posadas, y un par me han parecido respetables.

Resultaba evidente que Bertram estaba deseando cambiar de alojamiento, y tras una breve disputa en la que se alegró de perder, cogió el bolso, abrazó a Arabella y le dijo que era la mejor hermana del mundo. Entonces preguntó con pesar si creía que podría convencer a lady Bridlington de que le prestara setecientas libras, con la promesa de reembolsárselas tras un prolongado periodo de tiempo, y aunque Arabella contestó alegremente que no tenía duda de poder llegar a algún arreglo similar, su hermano no parecía convencido y suspiró hondo. Scunthorpe, encabezando su comentario con su típico carraspeo de desaprobación, sugirió que, como el coche de alquiler estaba esperando en la calle, quizá ambos hermanos deberían despedirse. Arabella era partidaria de ir de inmediato en busca de un alojamiento adecuado para su hermano, pero la disuadieron, y Scunthorpe se comprometió a ocuparse personalmente de ese asunto así como a recuperar la ropa de Bertram de la casa del prestamista. Los dos hermanos se despidieron, abrazándose con tanta emoción que Scunthorpe, conmovido, tuvo que sonarse la nariz con gran estruendo.

Lo primero que hizo Arabella al llegar a Park Street fue subir a toda prisa a su dormitorio y, sin pararse siquiera a quitarse el sombrero, sentarse a una mesita junto a la ventana y prepararse para escribir una carta. Sin embargo, a pesar de la evidente urgencia de la tarea, cuando apenas había escrito el encabezamiento de la carta se quedó sin inspiración, abstraída y mirando por la ventana mientras la tinta de la pluma se secaba. Al cabo de un rato suspiró, volvió a mojar la pluma en el tintero y escribió dos líneas con decisión. Entonces se interrumpió, las releyó, rompió la hoja y cogió otra nueva.

Tardó un rato en conseguir un resultado satisfactorio, pero cuando por fin había cumplido su cometido, selló la carta con una oblea. Entonces llamó al timbre, y al acudir la doncella, Arabella le pidió que fuera a buscar a Becky. Cuando llegó ésta, sonriendo tímidamente y estrujándose las manos sobre el delantal, Arabella le mostró la carta.

—Por favor, Becky, ¿crees que podrías escabullirte y… y llevar esta carta a casa del señor Beaumaris? Podrías decir que te he pedido que me hagas un encargo, pero… pero te estaré muy agradecida si no le revelas a nadie de qué se trata.

—¡Oh, señorita! —suspiró la doncella, intuyendo un romance—. ¡Claro que no diré ni una palabra a nadie!

—Gracias. Si… si el señor Beaumaris se halla en su casa, me gustaría que esperaras a que te diera una respuesta.

Becky asintió y aseguró a Arabella que podía confiar ciegamente en ella; acto seguido, se marchó.

La doncella regresó media hora más tarde con aire de complicidad, pero con malas noticias: el señor Beaumaris se había ido al campo hacía tres días y había anunciado que se ausentaría de Londres durante una semana.

Ir a la siguiente página

Report Page