Arabella

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Beaumaris regresó a su casa de Londres el martes por la mañana a tiempo para un desayuno tardío, tras estar fuera seis días. Sus empleados habían considerado posible que se ausentara durante una semana entera, pero como Beaumaris raramente daba información concreta sobre sus movimientos, no calculaba los gastos y había acostumbrado a sus bien pagados sirvientes a vivir en un estado de constante expectación y a estar siempre preparados para proporcionarle todo tipo de comodidades tanto a él solo como a un grupo de invitados, su llegada prematura no le produjo consternación a nadie. Es más, provocó en uno de los habitantes de la casa un grado de felicidad rayana en el delirio: un desgreñado Ulises, que había tenido la cola entre las patas durante seis interminables días y pasado la mayor parte del tiempo acurrucado en la alfombrilla frente a la puerta de su amo, rechazando todo alimento, incluidos los platos de viandas surtidas preparadas por el gran Alphonse, bajó corriendo la escalera, ladrando fuertemente, y reunió fuerzas para describir círculos a toda velocidad antes de derrumbarse, jadeando y exhausto, a los pies de su amo. El estado depresivo en que ese vergonzoso chucho había caído hizo que los miembros del servicio se apresuraran a exonerarse de toda culpa, revelando la importancia que concedían a los caprichos del señor. Hasta monsieur Alphonse subió de su reino subterráneo para describirle con todo detalle el caldo de pollo, el ragout de conejo, el jarrete de buey y el hueso con tuétano con que había intentado tentar el perdido apetito de Ulises. Brough interrumpió su discurso en francés para asegurar que él había hecho cuanto le era posible por devolverle al animal las ganas de vivir, hasta el extremo de llevar un gato callejero a la casa con la esperanza de que esa ofensa lo hiciera reaccionar, ya que no les tenía ninguna simpatía a los felinos. Con un aire de suficiencia que ofendió a sus colegas, Painswick puntualizó que si el señor Beaumaris todavía conservaba a su mascota de humilde cuna era gracias a su superior comprensión de los procesos mentales de Ulises, ya que a él se le había ocurrido la feliz idea de darle a Ulises uno de los guantes del señor para que lo vigilara.

Beaumaris, que había cogido a Ulises en brazos, no prestó atención a esos intentos de justificación, sino que se dirigió al rendido chucho:

—¡Qué tonto eres! No, no me gusta nada que me laman la cara, así que contrólate. ¡Quieto, Ulises! ¡Para! Agradezco tu preocupación, pero, como podrás comprobar, gozo de excelente salud. Me gustaría poder decir lo mismo de ti. Has vuelto a quedarte en los huesos, amigo mío, proceso que considero tan injusto como ridículo. Cualquiera que te vea pensará que te niego hasta las sobras de mi mesa. —Sin alterar el tono de voz ni apartar la vista del animal que tenía en los brazos, añadió—: Por lo visto también has privado a mis sirvientes del mínimo atisbo de sentido común, pues la mayoría de ellos, en lugar de traerme el desayuno que tanto necesito, se dedican a excusarse para ahuyentar responsabilidades.

Ulises, a quien el mero sonido de la voz de su amo había llevado a un estado de arrobamiento, lo miró con gesto de adoración y consiguió lamer la mano que estaba acariciándolo. La voz de Beaumaris ejerció también efecto sobre sus sirvientes, que se dispersaron rápidamente. Painswick fue a prepararle ropa limpia; Brough, a poner la mesa en el salón de los desayunos; Alphonse, a cortar a toda velocidad varias lonchas de un excelente jamón de York y a freír unos huevos con hierbas; y varios subalternos, a moler café, cortar pan y poner agua a hervir. Beaumaris, con Ulises bajo un brazo, recogió el montón de cartas que había sobre la mesa del recibidor y se dirigió a la biblioteca.

Al entusiasta y joven lacayo que se apresuró a abrirle la puerta le dijo:

—¡Tráele comida a este abominable animal!

Orden que, transmitida rápidamente a la cocina, hizo que monsieur Alphonse mandara a su pinche abandonar la tarea que le habían asignado y preparar un plato especial para reanimar el desfallecido apetito del consentido Ulises.

Dejando a un lado un montón de invitaciones y facturas, Beaumaris reparó en una nota que no había llegado a través del correo y que llevaba la inscripción «Urgente». La caligrafía, sin duda femenina, no le resultó familiar.

—¿Qué tenemos aquí, Ulises? —dijo rompiendo la oblea.

No mucho. «Querido señor Beaumaris —rezaba la misiva—, le estaría sumamente agradecida si tuviera la amabilidad de venir a visitarme a Park Street tan pronto le fuera posible, y que pidiera al mayordomo que me informara de su llegada. Muy atentamente, Arabella Tallant».

Ese ejemplo del género epistolar, que tanta reflexión había exigido a la señorita Tallant y que tantas hojas de papel le había hecho estropear, logró su objetivo. Beaumaris apartó el resto de su correspondencia, puso a Ulises en el suelo y concentró su poderosa mente en la correcta interpretación de esas pocas y recalcadas palabras. Todavía estaba concentrado en esa tarea cuando Brough entró en la habitación y le anunció que ya tenía el desayuno preparado. Beaumaris se llevó la carta al salón y la apoyó en la cafetera con la impresión de que todavía no había entendido su significado más profundo. Ulises, a sus pies, reparando con entusiasmo los estragos de su prolongado ayuno, consumía a gran velocidad una comida que habría podido considerarse excesiva para la satisfacción del apetito de una boa.

—¡Esta nota la trajeron hace tres días, Ulises! —observó Beaumaris.

El perro, cuyo agudo sentido del olfato había descubierto los menudillos de pollo escondidos en el centro de su plato, se limitó a agitar la cola mecánicamente; y cuando a continuación su amo le preguntó qué podía estar pasando, nada hizo en señal de respuesta. Beaumaris apartó su plato de desayuno, un gesto que poco después causaría una alarmante reacción en la sensibilidad del artista de los fogones, y despachó a su ayuda de cámara, que acababa de entrar en la habitación.

—¡Mi traje de calle!

—Ya lo tengo preparado —respondió Painswick con dignidad—. Sólo hay un detalle que quizá debería mencionar.

—Ahora no —atajó el señor sin apartar la vista de la incitante misiva de la señorita Tallant.

Painswick dio una cabezada y se retiró. El asunto que quería comentarle no era de suficiente importancia para que justificara su intromisión en la evidente preocupación de su amo; tampoco lo sacó a colación cuando Beaumaris subió para quitarse el traje de montar y ponerse la chaqueta azul, los pantalones amarillos, el sencillo chaleco y las relucientes botas con borlas con que acostumbraba deslumbrar a las bellezas de la metrópolis. Esa última abstención respecto a comentarle el asunto, se debía, sin embargo, más a la sensación de pérdida irrecuperable que había invadido su alma al descubrir que faltaba una camisa en el deplorablemente ordenado baúl de viaje del señor que al respeto por la abstracción de éste. Limitó su conversación a una serie de amargos comentarios sobre la moral de los sirvientes de las posadas y los extremos de depravación a que habían llegado unos lacayos desconocidos al tratar las botas del señor con un betún negro adecuado sólo para el calzado de los terratenientes rurales. No pudo congratularse de que el patrón prestara la más mínima atención a su discurso, mientras se arreglaba con destreza los pliegues de la corbata ante el espejo o recortaba con delicadeza sus bien cuidadas uñas, pero al menos se desahogó.

Beaumaris dejó a su ayuda de cámara reparando el daño sufrido por su vestuario y a su fiel chucho dormido bajo los efectos de una comida pantagruélica; salió de la casa y fue caminando hasta Park Street. Allí se enteró de que milord, milady y la señorita Tallant habían ido con el birlocho al Museo Británico, donde se exhibían las polémicas estatuas de mármol de lord Elgin, en una nave de madera construida expresamente para acogerlas. Beaumaris agradeció al mayordomo la información, paró un coche de punto y pidió al cochero que lo llevara a Great Russell Street.

Encontró a la señorita Tallant ante una losa esculpida del templo de Nike Apteros, soportando, ensimismada, un sermón de lord Bridlington, que se hallaba en su elemento. Fue lady Bridlington la primera en reparar en su esbelta y grácil figura avanzando por el salón, porque como había visto la colección de antigüedades cuando se había expuesto en la residencia de lord Elgin en Park Lane, y otra vez cuando la llevaron a Burlington House, no se sentía obligada a volver a contemplarla por tercera vez, y estaba entretenida vigilando por si aparecía algún conocido suyo que hubiera decidido visitar el Museo Británico esa mañana.

—¡Señor Beaumaris! ¡Qué feliz coincidencia! —exclamó con alegría—. ¿Cómo está usted? ¿Por qué no asistió ayer al desayuno veneciano de los Kirkmichael? ¡Fue una fiesta deliciosa! ¡Seguro que le habría gustado! ¡Imagínese, había seiscientos invitados!

—Me halaga saber que entre tanta gente reparara usted en mi ausencia, señora —respondió Beaumaris estrechándole la mano—. He pasado unos días fuera de la ciudad, y he llegado esta mañana. Señorita Tallant… Bridlington…

Arabella, que había dado un respingo al oír el nombre del caballero y girado rápidamente la cabeza, le estrechó la mano con nerviosismo dirigiéndole una mirada inquisitiva. Él la tranquilizó con una sonrisa, y prestó atención a lady Bridlington, que le estaba asegurando que sólo había ido al museo para mostrarle los tesoros griegos a Arabella, que no había tenido el privilegio de verlos cuando se exhibieron por primera vez. Lord Bridlington, que no era reacio al engrandecimiento de su audiencia, empezó a exponer, con su tono trascendental, lo que opinaba sobre el presunto valor artístico de aquellos fragmentos, un pasatiempo que sin duda lo habría mantenido ocupado durante un considerable rato si Beaumaris no le hubiera interrumpido diciendo con languidez:

—Imagino que los dictámenes de West, y de sir Thomas Lawrence, deben de haber establecido el valor estético de estas antigüedades. En cuanto a la pertinencia de su adquisición, cada uno de nosotros puede mantener su propio parecer.

—¿Le gustaría venir con nosotros a Somerset House, señor Beaumaris? —preguntó lady Bridlington—. No me explico por qué no fuimos el día de la inauguración, aunque últimamente hemos tenido tantos compromisos que no me extraña que no acudiéramos. Arabella, querida, supongo que debes de estar cansada de mirar todos estos malogrados trozos de friso, o como se llamen, y que te alegrarás de poder contemplar unos cuadros para variar. ¡Admito que yo también estoy harta de tanta piedra!

Arabella asintió y le lanzó una mirada tan suplicante a Beaumaris, que éste aceptó un asiento en el birlocho.

Por el camino a The Strand, lady Bridlington iba tan ocupada saludando con la mano a los conocidos con que se cruzaba para que éstos repararan en el distinguido ocupante de su birlocho, que apenas pudo conversar. Arabella, sentada con la cabeza agachada, jugueteaba con las cintas del mango de su sombrilla; Beaumaris tuvo ocasión de observarla y percibió su palidez y sus marcadas ojeras. Sólo quedaba lord Bridlington para entretener al grupo, lo que hizo de buen grado, pues no dejó de hablar hasta que el coche entró en el patio de Somerset House.

Una vez en el interior del edificio, lady Bridlington, que había ambicionado durante un tiempo promover la boda de Arabella con el Incomparable, aprovechó la primera ocasión que se le presentó para alejar a Frederick de la interesante pareja. Expresó su ferviente deseo de ver la última obra de arte de sir Thomas Lawrence, le hizo interrumpir su meticulosa inspección del postrero y enorme lienzo del Presidente y le pidió que la acompañara a buscar el famoso cuadro.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita Tallant? —preguntó Beaumaris en voz baja una vez que se quedaron solos.

—¿Ha… recibido mi carta? —balbuceó ella mirándolo fugazmente a los ojos.

—Esta mañana. Me dirigí de inmediato a Park Street, e intuyendo que el asunto requería cierta urgencia, la seguí hasta Bloomsbury.

—¡Qué amable es usted! —farfulló Arabella con el mismo tono que hubiera empleado si hubiera dicho que el señor Beaumaris era un monstruo cruel.

—¿De qué se trata, señorita Tallant?

Fingiendo admirar con embeleso el lienzo que tenía ante ella, Arabella dijo:

—Supongo que ya se habrá olvidado de todo, señor Beaumaris, pero… una vez me dijo… es decir, tuvo usted la amabilidad de decirme… que si algún día cambiaban mis sentimientos…

Beaumaris intervino con clemencia y puso fin a su turbación:

—No, no lo he olvidado. Veo que se acerca lady Charnwood, así que alejémonos un poco. ¿Me está insinuando, señorita Tallant, que ha reconsiderado su decisión?

Obediente, ella se adelantó un poco para contemplar un cuadro titulado Anciano pidiendo a una madre la mano de su hija, reacia a consentir una unión tan dispar.

—Sí —respondió lacónica.

—Este entorno me impide hacer más que asegurarle que acaba de convertirme en el hombre más feliz de Inglaterra, señorita Tallant.

—Gracias —dijo Arabella con rigidez—. Intentaré ser una… esposa complaciente, señor Beaumaris.

Éste reprimió una sonrisa y contestó con seriedad:

—Y yo, por mi parte, procuraré ser un esposo intachable, señorita Tallant.

—Sí, seguro que lo será —dijo Arabella con inocencia—. Me pregunto si…

—¿Si…?

—¡Nada! ¡Oh, mire! ¡El señor Epworth!

—Una rápida cabezada bastará para enfriar sus pretensiones. Y si con eso no hay suficiente, lo miraré a través de mi monóculo.

A Arabella se le escapó una risita, pero enseguida volvió a adoptar una expresión seria; resultaba evidente que se esforzaba por encontrar las palabras con que expresarse.

—Qué sitios más extraños elegimos para declararnos —observó Beaumaris guiándola hacia un sofá rojo de felpa—. Esperemos que si nos sentamos y fingimos estar enfrascados en una interesante conversación nadie tenga la desfachatez de interrumpirnos.

—¡No sé qué debe de pensar de mí!

—Creo que será mejor que no se lo diga hasta que encontremos un rincón más apartado. El delicioso rubor que cubre sus mejillas cuando le hago cumplidos podría llamar la atención de los curiosos.

Arabella vaciló un instante, pero se volvió hacia él con determinación y aferrada a su sombrilla.

—Señor Beaumaris, ¿de verdad quiere casarse conmigo?

—Por supuesto que sí, señorita Tallant.

—Y… y… ¿es usted tan rico que mi… fortuna no significa nada para usted?

—No significa nada en absoluto.

La joven dio un hondo suspiro.

—Entonces… ¿podemos casarnos cuanto antes? —preguntó.

«Pero ¿qué demonios significa esto? —pensó Beaumaris, estupefacto—. ¿Será que ese condenado jovenzuelo ha seguido haciendo travesuras mientras yo estaba fuera de la ciudad?».

—¿Cuanto antes? —repitió él, imperturbable.

—¡Sí! —confirmó Arabella, ansiosa—. Verá, es que no me gustan nada las… formalidades ni… todo el revuelo que conlleva el anuncio de un compromiso. Me gustaría… casarme con mucha discreción. En la más estricta intimidad, de hecho, y antes de que nadie haya sospechado que… que he aceptado su halagadora oferta.

«Ese maldito bribón debe de estar más endeudado de lo que yo creía —pensó Beaumaris—, y aun así ella no osa contarme la verdad. ¿De verdad piensa llevar a la práctica esta estrafalaria sugerencia? Sin duda, ante una situación así un hombre virtuoso le haría entender que no hay ninguna necesidad de llegar a tales extremos. Pero ¡qué vidas tan aburridas deben de llevar los hombres virtuosos!».

—Quizá le parezca raro, pero siempre he pensado que fugarse debe de ser muy romántico —declaró Arabella con atrevimiento.

Beaumaris, cuyo principal defecto era, según muchos, su exquisito gusto por lo ridículo, no prestó atención a lo que le dictaba el sentido común y se apresuró a responder:

—¡Cuánta razón tiene! No sé cómo no se me ocurrió antes. El anuncio del compromiso de dos personas tan destacadas como nosotros nos convertiría en el blanco de fastidiosos comentarios y felicitaciones.

—¡Exactamente! —confirmó Arabella, aliviada al ver que él contemplaba el asunto de forma tan razonable.

—Además, piense en el disgusto que se llevaría Horace Epworth —prosiguió Beaumaris, entusiasmándose por momentos con aquel plan—. ¡Sus desvaríos la sacarían de quicio!

—Sí, no me extrañaría.

—Estoy convencido de ello. Además, el formalismo de pedirle a su padre que me permita cortejarla está muy anticuado, y podemos prescindir. Aunque haya quien considere que no está bien casarse con una menor de edad, a nosotros no tiene por qué preocuparnos.

—Pues… no, claro que no —coincidió Arabella, vacilante. ¿Cree usted que la gente… se sorprenderá mucho, señor Beaumaris?

—No —contestó él con absoluta sinceridad—. Nadie se sorprenderá lo más mínimo. ¿Cuándo le gustaría fugarse?

—¿Qué le parece mañana? —propuso Arabella con inquietud.

A Beaumaris le habría gustado que su amada se hubiera confiado más a él, pero lo cierto es que estaba disfrutando con aquella conversación. Con Arabella no habría muchos momentos de aburrimiento; además, sabía que la suposición, por parte de ella, de que él estaría dispuesto a comportarse de un modo tan indecoroso surgía de una inocencia que él encontraba fascinante.

—Me parece estupendo —contestó sin vacilar—. De no haber recordado que quizá debería hacer un par de preparativos, le habría sugerido que saliéramos juntos de este edificio ahora mismo.

—No, eso sería imposible —dijo Arabella con seriedad—. De hecho, no entiendo mucho de estas cosas, pero me parece que me resultaría harto difícil huir de Park Street sin que se enterara nadie. Porque tengo que llevarme, como mínimo, un bolso de viaje, además de mi baúl, y ¿cómo iba a lograrlo? A menos que me escabullera por la noche, por supuesto, pero tendría que ser muy tarde, porque el portero nunca se acuesta hasta que ha regresado lord Bridlington. Y podría quedarme dormida —añadió con renovada inocencia.

—No soy partidario de las fugas nocturnas —afirmó Beaumaris—. Según tengo entendido, esas proezas conllevan el empleo de escalerillas de cuerda, y la sola idea de que me sorprendieran lanzando una hacia su ventana me resulta tremendamente incómoda.

—¡Yo no bajaría por una escalerilla de cuerda por nada del mundo! Además, mi dormitorio está en la parte trasera de la casa.

—Creo que lo mejor será que yo me ocupe de los preparativos necesarios —sugirió Beaumaris.

—Sí, desde luego —dijo ella, agradecida—. Estoy segura de que usted, con su gran experiencia, sabrá solucionar los detalles.

Él soportó esa alusión a su pasado sin mudar el gesto.

—En efecto, señorita Tallant —admitió con gravedad—. Acabo de reparar en que mañana es miércoles y, por tanto, habrá función de gala en los jardines de Vauxhall.

—Sí, lady Bridlington pensaba llevarme allí, pero luego recordó que es la noche de la fiesta en Uxbridge House.

—Una fiesta aburridísima, desde luego. Pediré a lady Bridlington (y a lord Bridlington, por supuesto) que me concedan el honor de acompañarme a Vauxhall. Como es lógico, la incluiré a usted en esa invitación, de modo que en el momento adecuado durante el transcurso de la fiesta, nos escabulliremos juntos hasta la entrada de la calle, donde nos estará esperando mi cupé.

Arabella consideró la proposición y formuló dos objeciones:

—Sí, pero ¿no le extrañará a lady Bridlington que se marche usted de su propia fiesta sin despedirse?

Beaumaris no comentó que seguramente lady Bridlington consideraría esa excentricidad el detalle menos extraño de todo el asunto.

—Tiene usted mucha razón. Habrá que enviarle una nota después de nuestra partida.

—Sí, supongo que eso será mejor que nada —concedió Arabella—. ¡Ay! ¿Cree usted que mi madrina me perdonará algún día por lo que voy a hacer? —Y dejó escapar esa involuntaria exclamación. A continuación expuso la segunda objeción—: Y en cualquier caso, no podría llevarme el bolso de viaje a Vauxhall.

—De eso también me encargaré yo.

—Pero ¡usted no puede ir a recogerlo a Park Street!

—No, claro que no.

—Y yo no voy a fugarme sin ropa para cambiarme, y sin mis cepillos y mis polvos dentífricos —declaró Arabella.

—Por supuesto que no. Eso sería muy inconveniente. De eso nos ocuparemos después.

—Pero ¡usted no puede comprarme ese tipo de cosas! —exclamó Arabella.

—Le aseguro que no tengo ningún inconveniente en hacerlo.

—¡Qué espantoso es todo esto! —exclamó ella mirándolo fijamente—. Nunca pensé que llegaría a verme en una situación así. Estoy convencida de que para usted es de lo más corriente, pero para mí… ¡Pero ya veo que de nada sirve que le ponga reparos!

La comisura de la boca de Beaumaris tembló reveladora y ligeramente, pero fue controlado al instante.

—Bueno, quizá no sea corriente tampoco para mí —puntualizó—. Resulta que nunca antes me he fugado con nadie. Sin embargo, confío en que a cualquiera con un grado aceptable de ingenio no le resulte imposible poner en práctica semejante plan. Veo que la señora Penkridge intenta llamar su atención o la mía. Creo que deberíamos permitírselo, y mientras ella le pide que le dé su opinión sobre ese busto de Nollekens, iré a buscar a lady Bridlington y le pediré que la lleve a Vauxhall mañana por la noche.

—¡No; se lo ruego! ¡No soporto a la señora Penkridge! —musitó la joven.

—Sí, es una mujer muy cargante, pero resulta imposible evitarla.

Al ver que Beaumaris se ponía en pie, la señora Penkridge se dirigió hacia él esbozando una desagradable sonrisa. El caballero la saludó haciendo gala de su habitual cortesía, habló con ella durante un minuto y entonces, para gran indignación de Arabella, dio una cabezada y se dirigió a la estancia contigua.

Arabella pensó que a Beaumaris había debido de costarle mucho encontrar a lady Bridlington, o había sido víctima de su verborrea, porque tardó largo rato en volver a verlo. Cuando por fin reapareció, lady Bridlington caminaba a su lado, muy sonriente. Arabella se disculpó ante la señora Penkridge y fue a reunirse con su madrina, que, muy contenta, le comunicó que el señor Beaumaris había organizado una maravillosa velada en Vauxhall.

—No he tenido ningún reparo en aceptar su invitación, querida, porque sabía que te encantaría ir.

—Sí —admitió ella con la impresión de que acababa de comprometerse a hacer algo tan irrevocable y censurable que sin duda lamentaría toda la vida—. Quiero decir… ¡Oh, claro que sí! ¡Sí, será un placer!

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