Angelina

Angelina


I

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I

La diligencia iba que volaba. Sin embargo, me parecía lenta y pesada como una tortuga. Ya no me causaba repugnancia el hedor de los cueros engrasados, ni me ahogaba el polvo, ni me arrancaban una sola queja los tumbos del incómodo y ruidoso vehículo. Hubiera yo querido duplicar el tiro, emborrachar a los cocheros y hostigar a las bestias, a fin de recorrer en pocos minutos las tres leguas que faltaban para llegar a Villaverde. Aniquilado por la impaciencia, me arrinconé en el asiento, delante de la anciana y junto al ganadero; recogí la indomable cortina y me puse a contemplar el paisaje, aquellos campos fértiles y ricos, aquellas montañas cubiertas de abetos, vistos diez años antes, a través de las lágrimas, una fría mañana del mes de enero a los fulgores purpúreos del sol naciente.

Nada había variado: las arboledas, más copadas, conservaban la misma disposición, el mismo aspecto; el caserío de la hacienda próxima volvía ante mis ojos igual, idéntico, como una estampa admirada en la niñez, y que el mejor día, cuando menos lo esperamos, viene a recordarnos épocas dichosas. Blancas las paredes del lado del poniente; las orientales, pardas, ennegrecidas por los vientos salobres de la costa. Las enredaderas, que trepaban por la torrecilla hasta prender sus tallos en la cruz de hierro, hacían gala de sus festones floridos, y en las cornisas, en los tejados, en los árboles, friolentas palomas, pichones tornasolados, esperaban la noche para recogerse al amoroso nido.

El triste octubre prodigaba en laderas y rastrojos amarillas flores, y al soplo del viento que pasaba susurrando, los fresnos se estremecían y dejaban caer las muertas hojas.

En el ancho camino el rechinar lejano de una carreta vacía, y orilladas a un vallado de piedras, paso a paso, vuelto el arado, doblegadas al yugo y seguidas de los gañanes, media docena de yuntas que volvían de los barbechos. En el real solitario, junto al estanque de aguas turbias, una parvada de ocas; los techos pajizos envueltos en la gasa del humo vespertino; detrás, la casa de la hacienda, vetusta en parte, con aires de arruinada fortaleza, en parte sonriente y alegre, restaurada, rejuvenecida al gusto europeo, dejando adivinar en las vidrieras luminosas y en las verdes persianas un interior elegante y rico.

Fondo de aquel hermoso cuadro, graciosa cordillera, valles conocidos y amados, un cielo límpido y puro, por el cual ascendía la creciente luna semivelada en un celaje.

—¿De quién es esta hacienda? —pregunté.

Hícelo, acaso, con el pensamiento, porque nadie me respondió. La anciana dormitaba; el ganadero doblaba cuidadosamente, por la milésima vez, su valioso sarape multicolor.

—¿Cómo se llama esta finca? ¿De quién es? —repetí.

—Santa Clara… Es de un tal Fernández… —murmuró el campesino, exclamando en seguida, sin dejar el jorongo—: ¡Buena boyada! ¡Hartos pesos! Alzan aquí unas cosechas, amigo, unas cosechas… que… ¡vaya!

Seguí entregado a la contemplación del paisaje.

Para mí se hacía transparente, como para dejarme ver entre sombras una casa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis tías, dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cariñosas.

Unico amparo del niño desdichado que no tuvo la buena suerte de conocer a sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no pocos sacrificios le proporcionaban educación. El que salió chiquillo volvía hecho un mancebo; venía crecido y guapo; negro bozo le sombreaba los labios; no había malogrado tantos afanes, y en él cifraban las buenas señoras toda su dicha.

Ya estarían disponiéndose para ir a recibirle; ya le tendrían lista la alcoba y la merienda. ¡Ah! Sí, todo quedaría dispuesto y bien arreglado. La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su cama albeando, con su aguamanil provisto de todo. Y allí estaría, sin duda, el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho cuajado de cruces… ¡El abuelito! Un general del antiguo ejército, honor y gloria de la familia; santanista feroz que peleó en Tampico y en Veracruz, que se batió como un héroe en Churubusco; y que siguió a Su Alteza Serenísima a las Antillas, de donde volvió desengañado, viejo enfermo y… pobre.

Habrían colocado también, a la cabecera, el cuadrito de San Luis Gonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las súplicas de mi tía Carmen. Ella me le regaló el día que hice mi primera comunión. Piadoso obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y feliz en que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que los cielos y la tierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre el humo de los incensarios, a los acordes solemnes del órgano, delante de un altar resplandeciente, me acerqué trémulo, anonadado, a recibir el Pan Eucarístico.

Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto dulcísimo como San Vicente de Paul, que, seguido de los acólitos que vestían mantos nuevos y sobrepellices limpias, descendía, trayendo en la una mano áureo copón, y en la otra la Forma Inmaculada.

De un lado las niñas, cubiertas con velos vaporosos, ceñida la cien de rosas blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado el brazo con un moño de moaré flecado de oro. Y luego, la salida del templo, después de dar gracias. ¡Ah! ¡Qué alegremente que repicaban las campanas! ¡Cómo olían los aires a primavera! Venían las brisas cargadas de azahar, y esparcían por la ciudad no sólo el aroma de los naranjales, sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos; los aromas embriagantes de las amapolas, de los acónitos y de los jinicuiles florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus perfumes en obsequio de los niños que volvían a sus hogares. Y allí ¡qué fiesta tan hermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía un jardín! Sobre blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que sólo salían cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, las bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas, llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que de limpios parecían diamantes. En grandes jarrones de porcelana española —los viejos jarrones de la familia— frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas; y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos rosados, amarillos, blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza, las místicas y caducas balsaminas —los chinos de castor— que de ordinario engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían ahora en aquel banquete religioso su nívea veste manchada de carmín.

En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velas encendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical, ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, la vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy grave y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreír a su nieto.

Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo:

—Te falta una cosa, Rodolfo…

—¿Qué cosa, tía?

—¡Dar gracias, Rorró…!

Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Avemaria, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.

¡Cómo me entristecieron las fúnebres preces! ¡Pasó por mi alma no sé qué, algo como una sombra de fugitivo dolor!

El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche venía, y el caserío se perdía en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro lado del riachuelo, detrás de una hilera de sauces babilónicos, blanqueaba el templo, cuyas campanas convocaban a la oración.

En las vertientes, en los repliegues de las montañas, en las espesuras del valle, fulguraban las hogueras. La noche oscurecía los matorrales cercanos; llegaban hasta nosotros el mugir de las reses y el tomear de los vaque ros; un ejercito alado cruzaba los espacios raudo y vibrante, y en el cielo sin nubes brillaba la triste luna con apacible claridad.

Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y lánguida, se me antojó rendida de cansancio. A la pálida luz del astro nocturno columbré los principales edificios: el convento de los franciscanos, pesado y sombrío; la iglesia del Cristo con su arrogante cúpula; la Parroquia; la Casa Municipal, y a la derecha, en el montecillo, en una loma, siempre tapizada de mullido césped, la capilla de San Antonio, donde las muchachas solteras y sin galán iban a rezar y a decir aquello de

Bendito San Antonio,

tres cosas te pido:

salvación, y dinero,

y un buen marido;

y donde los chicos de la Escuela del Cura y los de la Escuela Nacional reñían tremendas batallas.

Allí, en la sabanita, a espaldas del santuario, eran las carreras de caballos el día de San Juan. Poco tiempo, pocas horas, y de mañanita iría yo con algunos amigos de la infancia a recorrer aquellos sitios. Subiríamos al campanario para mirar desde allí el magnífico panorama de Villaverde, tan hermoso, tan bello para mí, que otros, tal vez mejores, no me le hicieran olvidar.

La diligencia se detuvo en la garita. Los guardas salieron a cobrar no sé qué gabela de seguridad pública, con lo cual no había contado el pobre estudiante escaso de dineros. ¿Qué hacer? ¿Le detendrían si no pagaba? Lleno de angustia registré mis bolsillos… ¡Nada! El ganadero comprendió lo que me pasaba, y desprendido, francote como era, veracruzano al fin, pagó por la anciana y por mí, antes de que dijésemos una palabra. Diciendo pestes del recaudador, que le oía sereno e inmutable, y echando temos contra el Gobierno, que cobraba semejantes impuestos sin mantener en los caminos ni un soldado, volvió a su asiento y a su sarape multicolor.

Allí el vehículo comenzó a dar tumbos y más tumbos. Las calles de Villaverde estaban peores que la carretera. Fui reconociendo las casas y sitios de aquel barrio perdidos en mi memoria. Tenduchas solitarias, alumbradas por un farolillo; casucas de madera deshabitadas y miserables; expendios de bebidas y comestibles, donde grupos de obreros y campesinos charlaban y fumaban frente a un vaso de toronjil o de naranja amarga. Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía una fogata; luego, la calle anchísima… Allí más animación, más vida; gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas de petróleo, que sólo servían para dejar que se viese la oscuridad; jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.

Al pasar por el Convento reconocí al padre Solís que salía muy tranquilo, embozándose en la capa; dos calles adelante al doctor Sarmiento, lo mismo que siempre, con levita larga, el bastón bajo el brazo y el sombrero espeluznado caído hacia la nuca. Por fin… ¡la Casa de Diligencias! El zaguán abierto de par en par, personas que aguardaban, mozos dispuestos para cerrar la puerta luego que entrase el ruidoso vehículo.

¡Hemos llegado! El administrador, un joven cejijunto, de negra y espesa barba, un poquito cargado de espaldas, sale a recibir a los viajeros, seguido de varios curiosos, los cuales, viendo que no han llegado amigos, ni parientes, ni personajes notables, ni muchachas bonitas, se retiran mohinos, haciendo un gesto de contrariedad.

Pronto las mulas quedan desenganchadas. Un momento antes entraban sudorosas, echando espuma, sacando chispas del empedrado; ahora se pasean solas por el gran patio, arrastrando las cadenas, sonando sus cadenas tintinantes.

El ganadero recoge cajitas y bultos chicos, se echa al hombro el sarape, y baja de un salto. Cortés y comedido ayuda a la anciana que no sin dificultades llega a tierra, toda envarada y adolorida. Sigo yo, cargando el abrigo y la exigua maleta estudiantil, y buscando a mis tías. ¡En vano! ¡No estaban allí! Se habrían retardado… Creerían que la diligencia llegaba más tarde… Me dispuse a salir cuando sentí que me tocaban el hombro.

—¡Aquí estoy! ¿Ya no me conoces? ¿No me conoce usted? Soy Andrés.

Era un antiguo criado nuestro que cuando la familia vino a menos dejó la casa y se dedicó al comercio.

—¡Andrés! ¿Tú?

—¡Qué grande está usted!

—No me hables así. ¡De tú! ¡De tú!

El buen viejo, trémulo de emoción, arrasados en lágrimas los ojos, me echó los brazos.

—¡Estás hecho un hombre! ¡Y qué buen mozo! ¡Si el amo viviera!… ¡Si tu mamá pudiera verte!…

—¿Y mis tías?

—No vinieron… Ya sabes: como doña Carmelita está un poco mala…

—¿De qué? —pregunté inquieto.

—Lo de siempre… Los achaques… Anda, que te están esperando. Dame la maletita. ¿No dejas nada?

—No; mañana temprano vendrás por el baúl.

En marcha. A la salida me despedí, muy de prisa, de mis compañeros de viaje.

Andrés no dejaba de verme ni de acariciarme. A cada paso me decía.

—Pero, niño… ¡si estás tamaño!

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