Angelina

Angelina


II

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II

Tomé por calles que conducían a la casa paterna. En ella debían vivir mis tías. Nadie me había dicho lo contrario hasta que Andrés me detuvo:

—¿Adónde vas? ¿Ya no conoces tu tierra?

—A casa.

—Si ya no viven donde antes.

—¿Pues dónde?

—Por aquí…

Echándome el brazo me impulsó a seguir por una callejuela.

—¿Cuándo mudaron de casa?

—¡Uh! ¡Hace tiempo! Como vendieron la casita… Yo les dije que no lo hicieran; pero fue preciso…

Estas palabras del antiguo servidor de mis padres fueron para mí como un rayo de luz. Todo lo comprendí. La situación de mis tías era, sin duda, por extremo precaria. Ahora me daba yo cuenta de la tristeza que informaba sus cartas; ahora estimaba yo en lo justo la magnitud de sus afanes y de sus sacrificios.

Andrés prosiguió:

—Están muy pobres. No han querido decirte nada para no afligirte. ¡Las pobrecitas te quieren mucho!

—¡Que si me quieren! ¡Vaya!

—Nada les digas. Veremos a ver por dónde salen. Para tu gobierno: ya no pueden seguir dándote la mesada. Las ayudo cuanto puedo, pero ya comprenderás que no les doy mucho; los tiempos están malos, muy malos; no se gana un peso… Sin embargo, si quieres, haremos un esfuerzo, cueste lo que costare. ¿Tienes que estudiar mucho todavía? Pues si no es mucho, si no es mucho alcanzará. ¡Aunque me quede sin nada! ¡Al fin, para lo que yo he de vivir! Al fin no hago más que pagar lo que a los amos les debo…

Y sin dejarme contestar pasó a otra cosa.

—Pero, niño… ¡si estás tamaño! ¡Qué grande! ¡Qué buen mozo!

Detúvose delante de una casa de pobre apariencia. Asió el llamador, y

—¡Tan! ¡Tan!

No tardaron en abrir. Apareció una joven que me miró con insistente curiosidad.

—Entren… —dijo.

—¡Doña Carmelita! —gritó Andrés, entrando—. ¡Doña Carmelita! ¡Aquí está el niño! ¡Muy grande! Y… ¡muy formal!

No sabía yo por dónde dirigirme. Llegaron a mis oídos voces conocidas, sonó en la cerradura de la puerta contigua ruido de llave, y salió mi tía Pepa, tendiendo los brazos.

—¡Muchacho! ¡Muchacho! ¡Mi Rorró, ven, ven para que te abrace!

Estrechándome, repetía con su locuacidad de siempre:

—¡Niño de mi alma! ¡Si estás tan alto que no te alcanzo! Entra para que te veamos.

La emoción la ahogaba. Me besó en las mejillas, como si fuera yo un chiquitín. Estaba llorando. Me dejó húmedo el rostro.

—¡Entra para que te vea Carmen!

Y agregó sigilosamente, agarrándome de un brazo:

—La pobrecilla está muy malita, muy malita. Te vas a entristecer al verla. No te lo hemos dicho para que no perdieras la tranquilidad en tus estudios. El doctor Sarmiento dice que no tiene remedio; pero que la cosa va larga; vivirá así, tullida, más o menos, pero que eso de sanar, sólo por milagro… Pero mira, mira, tengo mucha fe en la Santísima Virgen. Entra, Rorró, entra. La pobre Carmen se va a poner tan contenta. Todito el santo día ha estado diciendo: «¿Por dónde vendrá mi señor don Rodolfo? ¿Por dónde vendrá? ¡Dios quiera y no le pase una desgracia!»

Entramos en la salita. ¡Qué pobre y qué triste! De una ojeada, a la luz de la vela que traía la joven que nos abrió la puerta, aprecié lo que encerraba: algunos muebles vetustos; sillas seculares de alto respaldar y garras de león, resto de antiguos esplendores domésticos; dos rinconeros con sus nichos de hoja de lata; un sofá tapizado de cerda.

En la pieza siguiente, cerca de la ventana cerrada, yacía la enferma sentada en su sillón de vaqueta, envuelta en grueso pañolón de lana. En la cabeza tenía un pañuelo blanco, atado bajo la barba.

—¡Rodolfito! —exclamó con acento débil—. ¡Rodolfito! ¡Ven, dame un abrazó; mira que no puedo levantarme!

Llegué a su lado y me incliné para estrecharla contra mi pecho y darle un beso en la frente. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. Apenas podía hablar. Levantó el único brazo que tenía expedito, y me acariciaba con dulzura infantil.

—¡Aquí, a mi lado! Siéntate aquí, mientras te ponen la cena. ¿Tendrás hambre, no es cierto? Se come muy mal por esos caminos. ¡Pepa, Pepa! Pon la vela aquí, cerca, para que vea yo bien al señor de la casa.

Tía Carmen arrimó la mesita, en la cual, en un candelero de latón, ardía con luz rojiza una vela de sebo. Como no me viese a su gusto, insistió impaciente:

—¡Ya te dije que más cerca!

Obedeciéronla. Me senté a su lado. Andrés y tía Pepa permanecían de pie delante de nosotros. Desde la puerta, que daba paso a las habitaciones interiores, la joven nos veía. Era alta y esbelta; vestía de blanco, y me pareció de singular hermosura.

La enferma secó sus lágrimas. Siempre fue adusta y severa; jamás lisonjeaba, nunca tenía una frase dulce y afable. La enfermedad había quebrantado aquel carácter entero, férreo, como de una pieza. Ahora tenía ternuras y delicadezas que conmovían profundamente.

—¡Vamos, ya te veo a mi igusto! ¡Jesús! ¡Qué guapo que estás! Mira, Pepa, mira: ¡ya tiene bigotito! ¡Enterito a su abuelo!

Su voz era débil y apagada. Como si el pensamiento la abandonara para volar hacia las regiones de ultratumba, quedóse la anciana silenciosa, fija en el suelo la mirada. Después de un rato prosiguió, sonriendo dolorosamente, con esa sonrisa de los ancianos próximos a morir:

—¿Cómo me encuentras, hijo? Mal, ¿verdad? ¿Te acuerdas? ¡Antes tan fuerte, tan activa! ¡Estaba yo en todo! Ahora, aquí me tienes, como presa, como si tuviera yo grillos… ¡peor que si los tuviera! Aquí me tienes, clavada en el butaque, sin poder dar un paso; sin poder ayudar a tu tía. ¡La pobrecilla, que no para! Y yo que en nada le aligero el trabajo; antes, al contrario, le doy quehacer. ¡Estos nervios, hijo! Don Pancho Sarmiento (¡es muy bueno con nosotras, si vieras!) dice que todo lo que tengo es cosa de los nervios. ¡Nervios, nervios, y ello es que a mí se me van las fuerzas más y más cada día!…

Cuando dijo esto me hizo una señal de inteligencia, como indicándome que la engañaban, que ella no creía nada de cuanto le decían acerca de su enfermedad.

—Que te pongan la cena. Mientras hablaremos de otra cosa. Para cosas tristes, tiempo habrá.

Procuré tranquilizarla. Le referí mil casos de enfermedades nerviosas que tenían aspecto de gravísimos males, y que con el tiempo y el cuidado habían desaparecido, dejando a los pacientes buenos y sanos.

Pareció convencida y, volviéndose a mí, me dijo sonriendo:

—Te habrás paseado mucho. Vas a ver esto muy triste. Tendrás razón, hijo; aquí nadie se mueve; todos viven como cansados, como abrumados de fastidio. ¡Saliste bien de tus exámenes, ya lo sabemos! Nos lo dijo Ricardito Tejeda la noche que vino a visitarnos. El pobrecillo te quiere mucho. Nos contó que tenías mucho miedo. Nosotras rezamos por ti; Pepa fue a misa ese día, y yo le encendí una lamparita a San Luisito, a tu San Luisito, para que te sacara con bien. Y dime ¿te entregaron el dinero que te mandamos para el traje? Ya sabemos que sí; pero te lo pregunto por saber si te lo dieron a tiempo.

—Sí; y por cierto que sentí mucho que ustedes hicieran ese sacrificio…

—¡Ah muchacho! ¿Ya vienes con lo del sacrificio, como en todas tus cartas? ¡Qué sacrificio!

—No, tía, pero…

—Era preciso que te presentaras bien. Por fortuna en esos días recibimos un dinerito, el de la casa. ¿Ya sabes que la vendimos?

—Sí —contesté— creo que me lo escribieron.

—Tú dirás ¡estaba ya tan vieja! En reponerla se hubiera gastado más.

Comprendí que trataban de engañarme, de hacerme creer que vivían cómodamente.

—Mira, Pepa: que le pongan a éste la cena. ¡Se come tan mal por esos caminos!…

Mi tía, la joven y Andrés se retiraron al comedor. No tardaron en llamarme. La joven se presentó diciendo:

—Que ya está la cena…

Acaricié a mi pobre tía y pasé al sitio donde me esperaban. Las buenas señoras quisieron tratarme a cuerpo de rey, y sin embargo ¡qué cena tan modesta y tan triste!

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