Angel

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Quinta parte » I

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I

El monumento conmemorativo de Esmé se construyó sobre un montículo allende la casa. Podía verse desde la alameda de tilos; las personas que se aproximaban por el sendero de acceso se encontraban con el claro de bosque agreste donde habían talado unas hayas. La naturaleza se había apresurado a rellenar temporalmente el espacio libre con celidonias, y ahora las zarzas empezaban a invadir el obelisco de granito; los conejos mordisqueaban la hierba bajo las cadenas de hierro que lo cercaban; la piedra estaba salpicada de excrementos de grajos y palomas torcaces.

El monumento había quedado inconcluso. Los proyectos de Angel de embellecerlo con un tramo de escalones y un banco de mármol con el nombre de Esmé no habían llegado a realizarse. El albañil había oído rumores de que la reputación de Angel no era muy buena en el vecindario, y había decidido enviar la factura por el obelisco antes de arriesgar más materiales. Ahora, quince años después de la muerte de Esmé, todavía le adeudaban parte del dinero. El artesano no había estimado, como Angel, que una primera edición firmada de una de sus obras era un generoso sustituto de la mitad de la suma. A medida que transcurrían los años, ella tenía cada vez más tendencia a saldar sus cuentas con cualquier cosa menos con dinero: consternados y furiosos comerciantes recibían ejemplares de sus novelas o fotografías antiguas de la autora; invariablemente se los devolvían, pero para entonces la deuda había sido cancelada en la mente de Angel: ella tenía la conciencia satisfecha por el pensamiento de haber hecho justicia. Pasaba por alto las groserías subsiguientes; formaban parte de la intranquilidad general, del filisteísmo predominante que había deparado tanta desventura, el socialismo, los impuestos, el declive de su propia fama y, últimamente, una amenaza recurrente de guerra.

Pocas personas visitaban Paradise House; las que lo hacían casi tenían que abrirse paso a través de las malezas hasta la puerta principal. La señora Baines iba en coche una o dos veces al mes desde Bottrell Saunter y, aparte del veterinario que era siempre requerido para medicar a algún gato enfermo, el médico era el visitante más frecuente. Pasaba casi todas las semanas para atender la gota de Nora.

—¿Cómo puede tener gota? —había preguntado Angel cuando la enfermedad fue diagnosticada—. Lo más que toma a veces es un vaso de vino de saúco.

—Herencia —dijo el médico cansinamente. Sabía a qué atenerse: la impaciencia de Angel con Nora por estar enferma y su impaciencia con él por decir que lo estaba.

—¡Gota! —exclamó furiosamente cuando volvió al dormitorio de Nora—. Has debido de tener buenos parientes.

Gente de cervecería, pensó, como hubiera hecho la tía Lottie.

La tía Lottie había muerto en apacible retiro, pero un año o dos antes de su muerte había hecho una visita de una semana a Paradise House. La invitación fue cursada con ánimo condescendiente y aceptada por curiosidad. Angel anhelaba sacar el máximo partido de la situación en la que, a pesar de todo lo que tía Lottie hubiera podido imaginar o desear, ella era la dueña de la casa, que dormía, claro está, en el dormitorio de la señora y Bessie arriba, en los desvanes, donde había estado el lugar de tía Lottie y donde Angel misma, de no haber tenido otros planes, podría también haberse alojado. Los motivos, por ambas partes, eran rencorosos, y la visita fue por ello estimulante. Angel fue tan autoritaria como podía ser, y tía Lottie se mostró decididamente impávida. Era horrible ver la querida casona en semejante estado, dijo, y de haberlo sabido no hubiera venido. La señora debía de estar removiéndose en su tumba.

—Deberías haberla visto cuando yo la compré —dijo Angel—. Incendiada, destartalada.

—Mejor hubiera sido dejarla así; mejor haber dejado que se derrumbara y acabara su calvario. ¿Por qué tirar el dinero, nada más que para quedarse con esta burda imitación?

A cada paso había algo distinto que deplorar.

—Todos esos horribles gatos sucios huelen que apestan. Seguro que están criando como conejos. ¿Y qué hace ese Marvell durante todo el día para permitir que esos hierbajos invadan la terraza? La rosaleda de la señora: ¡qué suerte que no esté aquí para ver esto!

Era el estribillo de su conversación, que la muerte de la señora había sido, en realidad, una merced: no obstante, insistía en la imagen de la antigua dueña revolviéndose en su tumba por la triste decadencia de su hogar.

Angel estaba satisfecha. Sabía que su tía estaba desquitándose lo mejor que podía; pero era un hecho irrefutable que había sucedido algo que ella nunca hubiera creído posible, y que Angel no había ido a parar a la cárcel ni al asilo de pobres, como su obstinación siempre había presagiado, sino a Paradise House, por muy ruinosa y destrozada que estuviese.

—Deberías venderla… aunque no creo que puedas —decía a menudo tía Lottie.

—Tengo intención de vivir aquí lo que me quede de vida.

—La madera valdrá algo —dijo tía Lottie, sin hacerle caso—. Reduce tus pérdidas y constrúyete un bonito bungalow, un sitio que puedas mantener limpio.

Paradise House no era una casa limpia. Incluso con la mayoría de las habitaciones cerradas, Bessie no daba abasto, vieja como era y con la ayuda tan fortuita que obtenía de los residentes del valle, que no podían presentarse si llovía o si sus hijos caían enfermos, y que cuando iban estaban demasiado afectados por el aire de incuria reinante en la casa para trabajar mucho. Nora estaba ahora frecuentemente postrada, y Angel, como Bessie decía, jamás cogía un plumero.

—¿Qué fue de aquella chica… Angelica? —preguntó Angel a tía Lottie. Las viejas inhibiciones subsistían y su voz sonó hosca.

—¡Chica! Válgame Dios, su propia hija está esperando el segundo.

Pero Angelica no había crecido ni crecería nunca en la memoria de Angel.

—Se casó con un caballero muy agradable, un abogado, pero las cosas ya no son lo que eran para ellos. Toda la gente baja ha medrado en estos tiempos y la verdadera gente bien tiene que andar mirando y reduciendo gastos. Siempre pienso que es duro para personas así, y la señorita Angelica no fue educada para hacer las cosas por sí misma.

Angel imaginó sus esfuerzos para ponerse sola las medias.

 

Theo se había retirado y el negocio lo llevaba un sobrino de Willie Brace, que parecía amablemente insensible a las cartas amenazadoras de Angel. Ella no admitía el hecho de que su fama ya había alcanzado su punto culminante y desaparecido; su gran vanidad, por el contrario, crecía; estaba enredada en una maraña de engaños. Insistía en que existía una conspiración contra ella, que se había granjeado enemigos poderosos a causa de su franqueza: en efecto, miraba alrededor y solo con la mayor dificultad encontraba amigos que se podían contar con los dedos de una mano: Nora, la señora Baines, Theo, quizá, quien a veces le escribía o le enviaba un libro que, siempre erróneamente, pensaba que a ella le gustaría leer. Para que la lista llegara a cinco, tendría que incluir al canallesco Marvell, con quien gozaba de una pendenciera relación cotidiana, ella intentando sojuzgarle y él eludiéndola con habilidad. Había también un joven que de vez en cuando iba a contemplar los cuadros de Esmé. Había descubierto un par de ellos en Londres y localizado el resto de la colección en Paradise House. Angel, recelosa, repetía que no estaban en venta, pero experimentaba sensaciones de ternura hacia él. Que el joven fuese un crítico de arte podría haberle afectado de una manera distinta, pero su entusiasmo por la pintura de Esmé la había desarmado.

—¿Ve usted? —le preguntó él, cuando estaban parados delante del retrato de Angel—. ¿Ve la maravillosa economía de color y de composición?

—Siempre he pensado que las manos estaban pintadas maravillosamente.

—Y en el género del retrato siempre se requiere un poquito más. La obra no puede juzgarse con los cánones ordinarios, porque el quid consiste en que debe de haber algún parecido… A la imaginación se le ponen trabas.

Ella levantó las manos y se las miró. Actualmente estaban brillantes y arrugadas, descoloridas y con venas tan gruesas como gusanos. Pero para ella eran todavía tan tersas y blancas como en la pintura.

—Un aire trágico y solitario en la pose y en el escenario, los ojos anhelantes… ¿quizá le incomodo?

—Nunca me siento incomodada —respondió fríamente Angel.

—En casi todos los retratos de mujeres fracasa el intento de captar la verdadera expresión; en lugar de parecer misteriosas, parecen tan engreídas como la Mona Lisa; una sonrisa cálida se vuelve afectada; lejos de tener un semblante triste, parecen simplemente agobiadas.

—Ese era Sultan, mi querido perro —explicó Angel.

Los demás cuadros fueron colocados uno por uno sobre el caballete y comentados individualmente. El joven, que se llamaba Clive Fennelly, vestía un traje azul marino; tenía los zapatos negros polvorientos; poseía un aspecto decididamente urbano. Sus ojos oscuros parecían demasiado luminosos en su cara pálida, y su cabello grasiento retrocedía ya hasta las sienes. Parecía enfermizo, pero había algo en él, quizá su voz de tono íntimo y un habla visceral, lenta, cansina, que era sexualmente atrayente para las mujeres. Angel era especialmente consciente de esta atracción —por miedo a su significado último—, como con Esmé cuando le había conocido. Intuía una promesa de ternura, la cualidad que siempre buscaba y que tan a menudo rechazaba bruscamente, sin saber cómo asimilar su efecto en ella, desconfiando de las emociones que suscitaba en su interior.

—Me encanta esta casa —dijo él.

Bajaron las escaleras desde el estudio al vestíbulo. Había en el suelo un rayo de luz sobre el cual un gato masticaba un ratón muerto.

—¡Qué crueldad! —murmuró Angel con fatiga, desviando la mirada—. Es culpa de Dios, no mía —le oyó él añadir.

Ella se sentó un momento en uno de los nichos vacíos de la pared. Antiguamente había planeado instalar estatuas en ellos, pero lo había olvidado hacía mucho tiempo.

—Esta casa y usted dentro… —murmuró el joven.

Era completamente sincero. El espacio, el silencio, la rareza le cautivaban; era tan distinta a los chalés pulcros, los dorados setos de alheña, los céspedes segados del barrio residencial donde él vivía. A sus ojos, la belleza y el carácter silvestre del lugar se intensificaban con la figura de Angel, con su vestido rojo descolorido y a rayas, su cabello recogido en un ovillo, sin una sola hebra gris, su excentricidad que a él le parecía tan típica de la decadente aristocracia. Iba a ser autorizado a visitar de nuevo la casona y a sacar fotografías de los lienzos para un artículo que pensaba escribir, pero bajo ningún concepto las pinturas le serían confiadas a él ni a ninguna otra persona de Londres para ser vendidas, prestadas o contempladas.

Cuando volvió, era ya mediados de agosto y la casa estaba llena de luz de sol polvorienta. Recorrió en su automóvil descubierto los caminos que llevaban a Paradise House. En los campos, a ambos lados, las claras espigas trenzadas de trigo se destacaban contra el cielo azul; los olmos, casi negros. Desde el paisaje soleado descendió al verdor lujuriante del valle, donde el agua corría sobre piedras y la tierra olía a champiñones.

La puerta principal estaba abierta y un pavo real salió majestuoso cuando Clive Fennelly se aproximaba. Bessie cruzó el vestíbulo, secándose las manos en el delantal.

—La señora está en el patio. Tiene que dar la vuelta —dijo—. Espante al pasar a ese pajarraco descarado, si es tan amable, señor.

Clive batió palmas, con cierto nerviosismo, al pasar junto al pavo y no le gustó la mirada que le dirigió su ojo redondo.

En el patio cubierto de hierba pudo oír voces. En un lavadero encontró a Angel encorvada sobre un escurridor; su largo cabello mojado estaba entre los rodillos y Marvell daba vueltas a la manivela. El agua salpicaba el suelo de piedra.

—Casi estoy lista —dijo Angel, con voz amortiguada.

Solo alcanzaba a ver los pies del visitante en el umbral. Cuando Marvell le liberó el pelo de los rodillos, lo lanzó hacia atrás, sobre la toalla que tenía en los hombros, se enderezó y extendió una mano a modo de saludo.

—Gracias, Marvell —dijo, alejándose con Clive—. Siempre me lava él el pelo, y se seca mucho más rápido así —explicó—. Realmente es bastante espeso y largo. Subiremos al estudio y se lo prepararemos todo. Mi querida amiga, la señorita Howe-Nevinson, que estaba enferma la última vez que usted vino, se encuentra mucho mejor esta mañana y se levantará para comer.

Durante toda la mañana observó trabajar a Clive. Daba vueltas por el estudio, cepillándose el pelo, y, cuando llegó la hora del almuerzo, bajó con la toalla todavía en los hombros y la melena desparramada sobre ella. Como Nora protestó, decidió tenerlo suelto todo el día.

Angel y Nora se pelearon a lo largo de toda la comida, Angel con humor irritable y Nora con muchos reproches suaves. Clive, intuyendo que las dos disfrutaban de este modo, no se sintió violento. Es lo que echarán de menos, pensó, cuando una de las dos muera y deje a la otra completamente sola. Será peor, en un sentido, que perder a la mujer o al marido; quizás esta sea una relación más consoladora.

—Pero si Bessie hace salsa de menta, tú dices que prefieres salsa de cebolla —dijo Nora—. Y si encargo salsa de cebolla, tú pides jalea de grosella roja. Te aseguro que no te entiendo.

La enfermedad parecía haber envalentonado a Nora. Decía lo que sentía con más libertad y había descubierto el placer que esto le proporcionaba.

Angel volvió a llenar de vino el vaso de Clive y dejó vacío el de Nora.

—Supongo que podría tomar salsa de cebolla y salsa de menta, y también jalea de grosella si me apeteciera —dijo Angel.

—La mesa parece ya una tienda de ultramarinos con tantos tarros de esto y de lo otro. El señor Fennelly va a pensar que somos muy raras.

Fennelly siguió comiendo su cordero en silencio.

—Me gustaría tomar un poco más de vino, gracias —añadió Nora con voz tranquila y ofendida.

Angel se llenó la boca y, masticando lentamente, miró soñadoramente por la ventana.

—Angel, he dicho que me gustaría un poco más de vino.

me traes la jalea de grosella, y yo te serviré un poco de vino.

—¿Por qué no llamas a Bessie si estás tan empeñada en tu jalea?

—Se lo he recordado cuando la he visto poniendo la mesa. Me ha dicho que no quedaba nada.

—Bueno, pues si ha dicho que no hay, es que no hay.

—Agosto… ¿y toda la jalea de grosella terminada?

—El señor Fennelly estará harto de oírnos hablar de jalea.

—No, no, en absoluto —dijo él rápidamente—. Es apasionante.

Angel le dirigió una mirada suspicaz.

—No sabía que era un producto de temporada —agregó él.

—La hago en junio —explicó Nora—, y en circunstancias normales es un mal año si no dura directamente hasta el junio siguiente. Confecciono quince libras, y es un trabajo largo y tedioso. Pero este año estaba en la cama con gota cuando la fruta estaba madura. Aquí nadie hace gran cosa cuando yo no estoy en condiciones.

—La gota es herencia de su familia —dijo Angel.

Son como niñas traviesas, pensó Clive.

Después del almuerzo Angel le llevó a dar un paseo.

—Me gustaría acompañarles —dijo Nora—, pero tengo que intentar limpiar la plata.

—Sí, deberías descansar el pie —dijo Angel.

Era la época del año en que el pavo real mudaba el plumaje y, cuando caminaban por la terraza, Angel recogió las plumas, las giró para que la luz diera en los tonos dorado, bronce y azul, y se acarició la mejilla con ellas mientras hablaba: componía una extraña figura para Clive, con su descolorido y largo vestido rojo y su cabellera negra colgándole por la espalda. Los gatos la seguían, arqueándose y jugueteando con el dobladillo de su falda, hechizados por su presencia. Al cabo de un rato, cuando Angel dirigió a la comitiva fuera del jardín y empezó a subir la cuesta hacia el obelisco, un gato tras otro perdieron interés y flaquearon; sintieron que les alejaban demasiado de casa o se distrajeron con peleas en los helechos. Dos jóvenes gatos abisinios prosiguieron, subiendo ágilmente la pendiente con sus orejas anchas y peludas apuntando hacia delante y su pelaje, con marcas como el de una liebre, brillando a la luz del sol.

Clive Fennelly sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara. Pensó que Angel, a pesar de que llevaba una indumentaria excéntrica —¿era un vestido de noche antiguo o un disfraz?— y de que el pelo le caía hasta la cintura, podría poner reparos si él se quitaba la chaqueta. Los dos gatos siguieron avanzando resueltamente, ya que conocían el camino, conjeturó Clive; él y Angel, que ahora movía el ramo de plumas al compás de una música que solo ella podía escuchar, fueron tras ellos. Los árboles se separaron y el obelisco, tan extravagante en su concepción, ahora aparecía ante ellos en el horizonte. Se diría que fue un primer ministro, pensó Clive, o un descubridor del Polo Norte; no un pintor desconocido y de segunda fila, de irregular talento y, por lo visto, costumbres de lo más indolentes.

Cada vez que él daba un trompicón sobre un brezo o un traspiés al pisar una topera, pensaba que ella debía de estar deplorando las aceras por las que él caminaba normalmente, y quizás imaginando con claro desprecio las calles semicirculares de casas confortables, todas tan distintas de la casa de Angel; los árboles en flor, la limpieza del barrio donde él residía.

—Uno de los cuadros de mi difunto marido está en el museo Norley —se acordó ella de decirle a Clive.

—Y también un Watts inmenso donado por usted.

—Ah, ¿lo ha visto? Fue elección de Lord Norley, ¿sabe? Yo me limité a dar el dinero. No era en absoluto el género de pintura que nos gustaba a Esmé o a mí.

—No lo dudaba.

Sin aliento, Clive se volvió para mirar la cuesta y concederse un descanso. A sus pies era ahora visible el jardín tapiado. Podían contemplarlo perfectamente, la vegetación enmarañada y el cristal roto, y ver la fruta que se pudría en los caminos; en el silencio de la tarde se alzó un frenético zumbido de las avispas que se apiñaban sobre la fruta caída y magullada o excavaban las peras pasadas. El olor de la fruta en fermentación era embriagador. Clive se imaginó el calor humeante que reinaba allí abajo, donde en los invernaderos polvorientos crecían melocotoneros descuidados. Supuso que la fruta servida en el almuerzo había sido taladrada y moteada por insectos y recogida del suelo, no de los árboles.

Los dos gatos se volvieron y esperaron, con aire impaciente. Angel reanudó la ascensión y ellos trotaron alegremente a su lado. Al coronar la colina, se zambulleron en el césped esponjoso, entre excrementos de conejo y cerdos. Clive se sentó también y los gatos se estiraron, bostezando.

Paradise House era desde allí una miniatura, una maqueta colocada encima de una bandeja. Los establos estaban dispuestos en torno a un patio cuadrado, y se podía ver a un Marvell diminuto, cruzando hasta la bomba de agua con un cubo en la mano. Desde lejos llegó el ronco rebuzno de un burro, el jadeo y las toses mientras Marvell accionaba la palanca de la bomba; el agua entraba en el cubo como un centelleo de plata. No había otra panorámica, tan solo las copas de los árboles extendiéndose en la neblina.

—Allí se ahogó mi marido; el lago está escondido entre los bosques —dijo Angel—. Estuvimos muy poco tiempo juntos. Pienso en otros matrimonios y en cómo decaen, resurgen y se hunden, y me alegro de que el nuestro, aunque se acabó tan pronto, fuese tan perfecto como podía ser mientras duró.

De repente tiró del vestido hasta descubrir el hombro y empezó a rascarse unos granos; a Clive le parecieron picaduras de pulga.

—Tan perfecto como podía ser —repitió ella—. Quise que este sitio conmemorase eso y también a Esmé. Mientras vivió aquí fue completamente feliz. Saberlo supone ya algo. Ha sido un consuelo para mí durante todos estos años en que he estado sola.

—Tener a su hermana con usted también ha debido de ser un consuelo.

—¡Ah, Nora! —sonrió Angel, como por una reminiscencia irónica—. ¡Pobre Nora! Sí, supongo que ha representado algo tenerla aquí y hacer lo que he podido por ella; pero es muy remilgada, ya ve: sus pequeñas discusiones son muchas veces difíciles de aguantar. Las solteronas tienen esas excentricidades. —Se escupió en la mano y frotó las picaduras de pulga—. Tiene que haberlo notado en el almuerzo, por ejemplo, sus manías tontas y de picapleitos. ¡Qué distinta de su hermano ha sido siempre!

Clive pensó en las diferentes etapas de lealtad a los muertos: los muertos débiles e imperfectos. La primera etapa de tener que resistir dudas, olvidar defectos: a continuación la fase de reconocer las faltas, tras afrontar las dudas, y aprender a aceptar a los muertos como eran, y serenarse y vivir con esa aceptación. Angel nunca había llegado a la segunda etapa. No creía que el hecho de morir era lo que le había hecho a Esmé perfecto. Sí, había un indicio de tenacidad en su idealización.

—Es ferozmente leal al recuerdo de mi hermano —le había dicho Nora a Clive cuando se quedaron solos un momento, y había hablado como si fuera necesaria una gran ferocidad. Angel se había contentado con la perfección, se le había metido vehementemente en su cabeza y ahora estaba en paz. Los muertos le pertenecían como ningún vivo podría haberlo hecho.

Tan absorta estaba observando a los gatos, que se había olvidado de Clive. Los gatos habían descubierto un manantial que discurría en pendiente por la hierba y, como dos niños, estaban investigándolo, parecían comentar sus peligros, con la cabeza ladeada y los ojos alerta: uno de ellos introdujo en el agua una pezuña curvada, con tanto tiento como si fuera agua hirviendo; el otro la olisqueó y se sacudió unas gotas del bigote. Después distrajo su curiosidad una mosca que pasaba: el agua les aburrió de pronto y uno bostezó y giró la cabeza, mostrando un triángulo rosa de boca abierta, paladar acanalado y lengua de pétalo. Con movimientos oblicuos de avance, el otro se dirigió hacia él, intentando componer una fantasía de peligro y temeridad: silbante, con la zarpa en alto, como un animal heráldico, el gato amenazado le aguardó: cayeron uno sobre otro; rodando enzarzados, cayeron cuesta abajo, arrastrando sus patas traseras como las liebres. En el cénit de la pelea, la ternura les detuvo, interrumpieron la contienda y empezaron a lamerse pacíficamente. Angel los llamó y ellos acudieron; pero siguieron jugando incluso al obedecer, serpenteando elegantemente a través de la hierba, imitando ahora a fieras de la selva, pisando suave y fingiéndose amenazados por todas partes.

—Cuando yo era niña no hubiera podido creer lo feliz que sería mi vida —dijo Angel, acogiendo a los gatos en su regazo, donde tiraron de los hilos de su falda con las zarpas desplegadas—.

¡Tener a estas criaturas compartiendo mi casa! ¡Qué privilegio! —exclamó, besando sus pezuñas cálidas.

Él pensó en las sillas del salón, sobre el brocado de las cuales los gatos habían afilado sus uñas, y en las cortinas que habían reducido a tiras.

Quizá ella no veía nada como era y lo veía todo como debería ser, aunque sin duda nunca había sido; pensaba que retenía todo lo que sus manos habían tocado una vez: fama, amor, dinero. Como un adivino al revés, él sabía lo que ella había sido y podía decir lo que había tenido mediante la suposición por parte de Angel de que aún lo seguía teniendo. Los jardines destrozados no parecían afligirle, como obviamente afligían e irritaban a Nora; Clive podía predecir el prodigioso hundimiento de Paradise House; las manchas que ya ascendían por las paredes, el enladrillado de la fachada trasera, sostenido únicamente por hiedra, enmarañada, los suelos de madera carcomidas, el yeso descascarillado.

—Una gran finca que mantener —dijo él, contemplándola.

—No es una casa difícil de cuidar —dijo ella—. Aunque los criados viejos se vuelven perezosos. En realidad es mejor que bajemos en seguida para decirle a Marvell que repare el coche. De lo contrario lo dejará para mañana y me hará esperar cuando quiera salir.

Al ponerse en pie, se pisó el dobladillo de su falda y lo descosió. Rodearon por fuera las cadenas de hierro para ver el obelisco desde todos los ángulos. Era igual visto desde todos. No había nada escrito en él.

Cuando bajaban la cuesta les salieron al encuentro otros gatos.

—Le recogeré algunos melocotones para que se los lleve a Londres —dijo Angel, porque había empezado a sentir un gran afecto por aquel joven y deseaba alargar su visita.

De la puerta del jardín tapiado se desprendió una bisagra cuando ella la empujó para abrirla. Clive caminaba cautelosamente detrás de ella, dando un rodeo en torno a la fruta asediada por avispas, y dio un brinco horrorizado cuando un sapo se movió debajo de una hoja de ruibarbo. El aire de los invernaderos estaba cargado, y Clive confió en que no hubiese otros sapos —o algo peor— acechando allí.

—Avíseme si ve melocotones —dijo Angel, fisgando con ojos miopes entre las hojas—. Si no hay ninguno significa que Marvell los está vendiendo. Hace mucho que lo sospechaba. ¿Ahí hay uno?

Estaba podrido, semicubierto por una piel arrugada de moho, pero ella le hizo recogerlo.

—Puede cortar los pedazos malos cuando vuelva a Londres.

Extendió la delantera de su falda y él fue depositando dentro la fruta que recogía: algunos tan duros como manzanas y con piel como fieltro verde, otros magullados y parduscos.

—Cuando se los coma esta noche —dijo ella—, sabrá que esta tarde estaban creciendo todavía en el árbol.

Él metió la mano entre las hojas, una sensación que le desagradaba mucho, cogió el único melocotón de aspecto sano que hasta entonces había encontrado y el único que podía imaginarse comiendo, y sintió un dolor agudo en el pulgar. La avispa volaba alrededor de la fruta.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Angel—. Si le ha picado, simplemente chupe fuerte el dedo. Supongo que Nora tendrá algo para eso cuando volvamos a casa. Es una especialista en esas pequeñeces. No deje el melocotón ahí, después de todo este lío.

Las hojas rozaron nuevamente las muñecas de Clive; espantó a la avispa y cogió el melocotón.

—Este es de los buenos —dijo Angel—. No hay nada como los melocotones de Paradise House.

Cuando salieron del jardín, ella sujetaba la falda ahuecada con ayuda de una mano y estaba comiendo el melocotón que sostenía en la otra.

—Coja peras si quiere —dijo—. Ya sé cómo es la fruta en Londres.

Encontraron a Marvell en el patio.

—¿Ha trabajado en el coche? —le preguntó Angel, adivinando que no lo había hecho.

—No, señora. Me parece que el eje se ha roto, y eso ya no es cosa de mi competencia. Era lo menos que se podía esperar, con ese camino lleno de piedras y raíces de árboles.

—Quiero que se ocupe en seguida de arreglarlo. Tengo que ir a Bottrell Saunter mañana por la mañana.

¡Bottrell Saunter! ¡Dios mío!, pensó Clive, que estaba a su lado, chupándose el pulgar. El día había sido bien ajetreado y le dolía la cabeza.

—Escuche, señora, si tuviera simplemente una chispa de sentido común comprendería que tendrán que llevarse el coche. Un eje roto hay que repararlo en un taller.

—Se supone que usted es chófer; debería arreglarlo usted. No me interesan las cuestiones de mecánica, así que no me dé más la lata. Tenga el coche listo mañana por la mañana.

—No estará…

—Y cuando esté arreglado, más vale que eche una ojeada al camino. Si necesita limpieza, límpielo, y no venga a contármelo.

Desconectó su furia y dirigió a Clive una sonrisa cálida y amable, como para subrayar sus contratiempos con Marvell y demostrar que solamente con él se veía forzada a impacientarse. Cuando se daban media vuelta para irse, la cara de Angel se tornó otra vez severa y dijo:

—Y deje de robar melocotones. Sé lo que está haciendo.

Él le gritó a su espalda, con voz frenética:

—Y esta es la última vez que le lavo el pelo, señora. Ya verá. Lo que es por mí, pueden comérselo los piojos.

—Y ahora vamos a ver a Nora y sus remedios para picaduras de avispa —dijo Angel—. Te traigo un hombre herido —gritó, mientras subía las escaleras; llevaba la parte delantera de la falda extendida, llena de fruta mohosa.

 

—¿Qué placer puede obtener de la vida a su edad? —preguntó Angel. Estaban hablando de Lord Norley, su última esperanza, como hacían muy a menudo—. ¿Qué edad tiene ahora?

—Noventa y siete años, imagínate —respondió Nora—. Tiene una veta de terquedad. Esmé también la tenía. Pero aunque se muriera mañana sería demasiado tarde ya, su muerte no nos serviría en esta dificultad presente.

La guerra había hecho finalmente imposible el hábito de seguir viviendo tan ampliamente de prestado. Descubrieron que no podían andar de una tienda a otra en busca de provisiones; al parecer, había que pagar algunas cuentas o les cortarían las provisiones.

—No ha sido una iniciativa muy agradable por parte de un comerciante, enviar una carta así en estas fechas. Podría bastar para aguarnos totalmente las Navidades. ¡Setenta y cinco libras! Sí, demuestra un hermoso espíritu navideño mencionarlo en estas fechas. Y mucha hipocresía también. Me lo imagino cantando himnos y villancicos, «Paz a los hombres de buena voluntad» y demás —Nora lanzó una risa sarcástica—. Luego se retira a la trastienda para escribir cartas amenazadoras a mujeres mayores.

—Creo que decir «mayores» es un poco prematuro. Pero es un tono impertinente para que lo use un comerciante —dijo plácidamente Angel.

—¿Y qué prueba tenemos de que su cuenta es correcta? Gastar setenta y cinco libras nos hubiera costado años y años. «En género», efectivamente. «Presentado a cuenta». No significa nada. Lo que me sorprende es que haya puesto la raya en las setenta y cinco libras. ¿Por qué no ciento setenta y cinco o doscientas setenta y cinco?

Si ahora dice «Trescientas setenta y cinco», grito, pensó Angel.

—Puedo vender mi sortija de esmeralda —dijo rápidamente, para frenar la histeria creciente en la voz de Nora, pero solo consiguió desviar su curso.

—¿Por qué hacer eso? Al final, ¿qué nos quedará?

Marvell entró para «proceder al oscurecimiento», como él dijo. Se subió a una silla y cerró los postigos de la parte interior de la ventana.

—No venga tan temprano —dijo Nora—. Hubiéramos podido ver otra media hora con la luz natural. No tenemos que desperdiciar tanta electricidad.

Encima de ella se encendió la luz en una araña sucia y envuelta en telarañas. Los extremos de la habitación —se encontraban sentadas en la biblioteca— estaban sumidas en la oscuridad.

—No podemos infringir las leyes —respondió Marvell—. Tengo que hacer las cosas cuando me acuerdo de ellas.

—Quiero ir a Norley por la mañana —dijo Angel.

—Quizá podamos llegar con la gasolina que hay. No se lo prometo.

La guerra era un fastidio personal para Angel, pero nada más. La apasionada amargura de la contienda anterior se había desvanecido y estaba olvidada: en la guerra presente no podían arrebatarle a nadie; no tenía quejas contra ella y no le importaba. Las únicas personas a quienes conocía eran viejas; lo único que sucedía en su mundo eran pequeñas incomodidades o temores de que la muerte pudiese llegar un poco antes de lo que habían contado y de una manera distinta a como la esperaban.

Marvell también era viejo e implacablemente tosco; pero formaba parte de su vida. Se habían aguzado el ingenio recíprocamente durante años; él le había ayudado a superar su pena por la muerte de Esmé: ella se sentía más vinculada a él cuando le regañaba o era regañada por él; y Angel le incitaba a la ira deliberadamente cuando estaba aburrida, aunque a sabiendas de que siempre era Marvell el que decía la última palabra.

Después de que él cerró los postigos y se fue, oyeron a Bessie arrastrando los pies por el vestíbulo para pasar el cerrojo de la puerta principal; las cadenas producían un golpeteo metálico; hacía el trabajo a conciencia. Estaban, pues, encerradas durante toda la noche, a pesar de que solo era la hora del té: nadie acudiría a la casa.

Debajo de la luz, sentadas en lados opuestos de la mesa, Nora ordenaba una caja llena de facturas y Angel escribía una carta a Theo. Hay una comunión pacífica entre dos personas que trabajan juntas en la misma mesa: el reloj daba su tic-tac, los leños se removían en el fuego y la pluma de Angel garabateaba encima de la página. Una sábana vieja cubría la mesa; la madera desnuda resultaba fría para las muñecas de Nora, que tenía sabañones.

Bessie trajo el té en una bandeja y le hicieron sitio en un extremo de la mesa, untaron el pan y la margarina de mermelada y comieron mientras leían y escribían. No había más interrupciones que las de los gatos, que a veces maullaban fuera para que les dejaran entrar o dentro para que les dejaran salir. Entonces Angel se levantaba en el acto para abrir la puerta. Hablaban de vez en cuando, pero como si hablaran consigo mismas.

—Voy a decirle a Theo lo que pienso de ese sobrino de Willie Brace —dijo Angel—. Sé que no le gustará saber que nos morimos de hambre ni enterarse de cómo me engañan.

—¿Recibimos realmente una partida de carbón en junio? —preguntó Nora—. De verdad que no lo recuerdo.

—Tus libros domésticos parecen un caos —murmuró Angel.

—Sí, estoy segura de que tú podrías llevarlos mejor.

—¡Oh, no, no! Demasiado tarde, de todas maneras. A estas alturas ya no podría corregirlos.

A veces un aeroplano sobrevolaba la casa, vibrando y zumbando a través del valle, y Nora siempre lo escuchaba nerviosamente hasta que pasaba.

—Los «nuestros» hacen un sonido diferente que los «suyos» —declaró. Los distinguía siempre.

—¡Tonterías! —exclamó Angel—. Está boicoteando mis libros adrede, ese asqueroso de Brace, y todo porque de cuando en cuando me he sincerado con él. Ningún respeto, tampoco. Theo se precipitó al jubilarse y fue un día triste para mí cuando lo hizo. No me trataban así cuando él estaba.

—Mándale mis saludos —dijo Nora—. Debe de estar muy solo en estos tiempos.

Las dos pensaron por un momento compasivamente en la soledad de Theo, despreocupándose de la suya propia. Hermione había muerto antes de la guerra.

—Y yo sé lo que es eso —dijo Angel, despectivamente—. Aunque mi matrimonio fue casi perfecto y el suyo cualquier cosa menos eso. Pero, a pesar de todo, hay un sentimiento de pérdida.

A veces Nora se sentía casi excesivamente provocada. Tu matrimonio perfecto, pensó con desprecio. Podría decirte un par de cosas a ese respecto.

—Sí, es un pobre viejo —dijo Angel. Por alguna razón, se imaginaba a Theo encogido e infeliz en un asiento de una sala sin fuego de chimenea, con las luces apagadas y las sirenas ululando—. Voy a invitarle a que venga y así descansará unos días de las bombas —añadió.

Nora inspeccionó mentalmente los anaqueles de la despensa. Recordó que todavía había una lata de mantequilla de Australia. Un antiguo admirador de los libros de Angel se la había enviado desde un lugar remoto, los únicos sitios donde, al parecer, se seguían leyendo. La lata de carne que había llegado al mismo tiempo había ido a parar al cubo de la basura, de donde la había rescatado Marvell.

—Gracias a Dios por lo de las ciruelas —dijo Nora—. La otra noche soñé que cocinaba una cacerola llena, con sal en lugar de azúcar, y que Rosita Baines estaba ya en camino para venir a comer.

—¿Cuándo?

Angel levantó la mirada del papel con una expresión desconcertada e imprecisa.

—En mi sueño… estaba diciendo.

Los sueños gastronómicos de Nora aburrían mortalmente a Angel y rara vez escuchaba. Aunque Nora lo sabía, no renunciaba al placer de contárselos ni reprimía el rencor que sentía cuando no les prestaba atención.

—Ojalá siguieras mi consejo y fueras a examinarte la vista —le dijo a Angel—. Creo que no te das cuenta de lo mala que es. Miras a la página y la letra te sale toda inclinada, y me temo que tus ojos también se te tuercen. No me gusta decírtelo, pero eso te da un aspecto extraño y creo que deberías saberlo.

—Humidad, plumidad, lumidad —murmuró Angel.

—¿Qué has dicho?

Angel articuló como si estuviese gritando, pero habló en voz baja.

—He dicho que a mi vista no le pasa nada malo. Estoy tan cansada de repetir las cosas, Nora. Ojalá procuraras escuchar. Y he notado que es mucho peor últimamente. Claro que si te estás quedando sorda no es culpa tuya, pero no sé si será en realidad una costumbre de pereza. Fennelly me lo comentó cuando estuvo aquí.

Se levantó y puso otro leño en el fuego, y, al hacerlo, se miró rápidamente en el espejo que había encima de la chimenea. A sus ojos no les pasaba nada, estaba completamente segura. Recogió a un gato tendido en la alfombrilla del hogar y lo apretó contra su hombro para darse calor.

—Es extraño que todavía no tenga ni un solo pelo gris —dijo.

Nora estaba nerviosa y enfadada y no contestó.

A la mañana siguiente, Marvell llevó a Angel a Norley, donde ella vendió la sortija de esmeralda. Le daba un poco de pena desprenderse le ella, pero cuando se alejaba en coche de la joyería pensó: «Por lo menos la he tenido un tiempo, y eso es mucho mejor que no haberla tenido nunca».

Los escaparates estaban llenos de árboles de Navidad cubiertos de escarcha y estrellas y guirnaldas de papel. Recordó los copos de guata que su madre había pegado por todo el cristal de la tienda de Volunteer Road.

—Cuando llegue a la altura del Butts —dijo de repente a Marvell—, gire hacia Volunteer Road, al lado de la cervecería.

—Ese es un barrio terriblemente arrabalero, señora.

—Haga lo que le digo y conduzca despacio.

El fuerte y empalagoso olor de malta impregnaba el vecindario; una narria cruzó traqueteando la entrada adoquinada. Qué poco había cambiado el sitio, nada más que unos nombres encima de un par de escaparates. El Garibaldi y el Volunteer tenían el mismo aspecto de siempre, con ladrillos sucios, revestimientos de azulejos vidriados y ventanas con los nombres inscritos de «Salón», «Solo señoras» y «Jarra y botella».

—¡Siga! —ordenó a Marvell.

Pero, cuando llegaron a la altura de la antigua casa de Angel, por alguna razón no pudo mirarla. Giró la cabeza, como si, de no hacerlo, pudiesen observarla y descubrir todos los secretos de su corazón, y miró en cambio la escena que a menudo había contemplado desde la ventana del primer piso: la hilera de casas grises y amarillas de ladrillo, antepechos de pizarra sobre las ventanas saledizas, la farola a la que las niñas habían atado las cuerdas de saltar a la comba. Luego pasó el lugar de peligro. Pasaron por debajo del puente ferroviario, por donde volaban billetes de autobús y jirones de periódicos viejos en remolinos de arenisca y polvo. «En el principio fue el Verbo», rezaba la leyenda de un letrero a la puerta de la capilla, al otro lado del puente.

—Gire a la izquierda y suba la cuesta —dijo Angel.

Aquí, las hileras de casas tenían pequeños jardines delanteros. Algo perturbador se removió y se alzó en la mente de Angel, y dos nombres afloraron: Gwen y Polly. Su facultad de rememoración, por causa de largo y deliberado desuso, era exigua; pero había en su memoria más de lo que deseaba, y repudió el recuerdo, con una sensación de haber escapado por los pelos de algo amenazador y deprimente.

La curiosidad y su liberación, muchos años atrás, de los horrores de Volunteer Street, la habían impulsado a emprender aquella exploración; a circular por las calles sin conocer a nadie, sin preocuparse de nadie. Soy Angel Deverell, había pensado. Un nombre en el mundo; un mundo, también, en el que Norley es quizás el lugar más monótono y más zafio.

El automóvil antiguo y la figura de extraña indumentaria sentada en el interior no pasaron inadvertidos: una o dos personas la miraron al pasar, y ella interpretó esas miradas como signos de satisfecho reconocimiento. Los transeúntes volverían a casa y dirían a sus familias a quién habían visto. No quería que ninguna Gwen ni Polly amenazaran aquel grato sentimiento de satisfacción personal, y en seguida asfixió el recuerdo: ellas serían ya viejas, pensó, aquellas dos chicas espectrales; o estarían envejeciendo, más bien, al igual que ella, y no habrían hecho en su vida otra cosa que actividades ínfimas, compras, pasar el tiempo; estarían quizás en aquel momento perdidas en la cola de delante de la carnicería, donde los cadáveres de ovejas (como Angel los llamaba en su fuero interno) colgaban partidos en dos mitades dentro del escaparate.

En lo alto de la cuesta pasaron por Los Cuatro Cedros, que actualmente era una clínica.

—Esto es un poco más saludable —dijo Marvell.

En el trayecto de vuelta Angel guardó silencio. Cerró los ojos y se arrellanó, embargada de alivio y satisfacción por el modo en que había ordenado su vida. Se quedó dormida antes de que llegaran a Paradise House. Marvell entró en el musgoso camino de acceso y dijo:

—Bueno, lo hemos hecho. La gasolina ha llegado. Pero será la última correría durante una temporada.

Aparcó delante de la casa y abrió la puerta del coche.

—Ya estamos, señora. ¡Arriba!

Angel abrió los ojos y le miró.

—¿Cómo se atreve a despertarme? —dijo—. Ha podido ver perfectamente que estaba cansada y durmiendo.

—Y oír también —admitió él.

—Cierre la puerta ahora mismo y déjeme en paz.

—Debe de ser hora de comer, señora.

—Cierre la puerta. Y también esa boca impertinente.

—Disculpe, señora. Como guste, señora. Felices sueños.

Cerró de un portazo y se marchó silbando. Angel se acomodó de nuevo para dormir, pero la somnolencia se había disipado y tenía hambre. Permaneció donde estaba un ratito más, obstinadamente, con los ojos firmemente cerrados y una expresión severa en la cara.

 

En cuanto llegó, Theo empezó a preguntarse si sería capaz de aguantar la estancia.

Hasta la primavera no descubrió que podía huir de las bombas. Los bombardeos eran malos, pero Angel, con su corazón lleno de quejas, no sería mejor, ofrecería quizá menos respiro.

Marvell le había ido a recoger a la estación y, al llevarlo en coche a Paradise House, fue pródigo en confidencias desleales. Angel tenía un resfriado. Ella pensaba que era fuerte como un caballo, pero, a juicio de Marvell, siempre había tenido el pecho delicado. Nora había sufrido un ataque de gota pero ahora estaba en el piso de abajo, con la pierna descansando sobre un taburete. Tenía un bastón a su lado y ahuyentaba a bastonazos a cualquier gato que se le acercaba.

Eso despierta los ánimos belicosos de la señora, figúrese, Pensé que podría producirse un intercambio de golpes en el que la enferma se llevaría la peor parte. Yo andaba supuestamente engomando un papel de pared que se había despegado a causa de la humedad. Hemos estado restaurando muchas cosas a cuenta de su visita.

Theo, sin saber cómo parar aquella conversación por encima del hombro, no decía nada.

—Pobrecillas, después de todo —dijo Marvell—. Verá algunos cambios, señor. La señora no es más que piel y huesos: y se está volviendo un poquito chiflada.

—Estoy bastante sordo —dijo Theo—. Me cuesta mucho esfuerzo oír lo que dice, así que voy a cerrar los ojos un rato.

Mantuvo los ojos cerrados, pero cuando iniciaron el descanso hacia el valle, tuvo conciencia de la repentina oscuridad. Sintió aprensión y se preguntó qué encontraría, qué duras pruebas le esperaban. Las cartas de Angel, fieramente insultantes con respecto a su antigua editorial, habían contenido insinuaciones de pobreza e incluso de inanición. A estas cosas Marvell había añadido sus propias sugerencias de enfermedad y de demencia.

La casa estaba húmeda por la lluvia y las nieblas invernales. Recordó las habitaciones confortables de su casa de St. John’s Wood, su sillón de cuero arrimado a un fuego vivo y ondulante y sus sensaciones cuando bebía de una copa de vino al alcance de la mano. Ahora que se enfrentaba con la decadencia de Paradise House, las ventanas estremecidas por las bombas parecían una bagatela.

Angel se hallaba en la biblioteca, y el fuego ante el que estaba sentada era de leños que goteaban y silbaban. El regazo de su vestido púrpura aparecía cubierto de pelos blancos de gato. Nora estaba enfrente de ella, con el pie tumefacto recostado en un taburete. Se ocupaba desenredando una madeja de lana enmarañada.

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