Angel

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Quinta parte » I

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—Aprovechando el tiempo —le había dicho a Angel, que no hacía nada, aparte de acariciar a un gato. Extrañas expresiones de niñera afloraban a sus labios de vez en cuando: para ella eran familiares y consoladoras, pero Angel se limitaba a mirarla como si no comprendiera.

Theo fue recibido por Nora con nerviosos sentimientos maternales, y por Angel con una condescendencia regia. Estaban envejeciendo de un modo distinto, pensó él. Los ángulos de la cara de Nora eran borrosos e imprecisos, su cuerpo había adquirido líneas informes y su color se había atenuado; pero Angel estaba más angulosa que nunca; piel y huesos, como Marvell había dicho; su pelo, todavía asombrosamente negro, contrastaba con su palidez; su ropa, que era entonces vestigio de un esplendor pretérito, intensificaba su aire negligente y grotesco: esa noche llevaba un viejo traje largo, de caída fláccida porque el terciopelo estaba húmedo y había estado colgado en un guardarropa donde cualquier día podrían crecer hongos.

—Siento no haber podido ir a buscarle —se disculpó Angel.

De vez en cuando su pecho producía un sonido desagradable, como si un reloj antiguo estuviera juntando fuerzas para dar la hora.

Bessie sirvió a Theo un vino de confección casera, y las dos mujeres le observaron mientras se lo bebía.

—Cenaremos aquí, por favor, Bessie —dijo Nora.

—Sí, por supuesto, señorita.

Angel era «señora», Nora «señorita».

—Espero que no le importe, Theo —dijo Nora—. Con este pie, me cuesta mucho desplazarme de una habitación a otra.

—Y no hay fuego en ningún otro sitio —confesó Angel—. No he pisado el comedor en todo el invierno. La cosa es que quemamos leña más aprisa de lo que Marvell tarda en cortarla.

—La situación del carbón es difícil —convino Theo, aunque no le interesaba mucho. Su ama de llaves parecía arreglarse muy bien.

—Sobre todo es difícil pagarlo —dijo severamente Angel—. Ahí está el agobio. ¿Y qué tal va ese joven sobrino de Brace?

—No tengo nada que ver con el negocio ahora —dijo Theo, inquieto—. Supongo que bastante bien.

Angel solo dijo «Ah». Parecía estar aguardando el momento oportuno. Había vuelto a incurrir en su vieja y ociosa costumbre de admirarse las manos, y estaba en su asiento, moviéndolas y alisándolas.

—¿Y el señor Delbanco?

Hacía años que Theo no había pensado en aquel viejo amigo. Dijo:

—Delbanco murió hace unos años.

—Pensé que debía de haber muerto. Ese joven Brace nunca me envía noticias de él. Cuando se las pedí, no conseguía recordarle. «Es un poco sorprendente —le dije—, puesto que es el dueño de su empresa, el poder entre bastidores, como le llamaban siempre».

—Conforme pasaba el tiempo hacía cada vez menos —dijo Theo—; su poder disminuía. ¿Y usted? —preguntó valientemente; porque la cuestión tenía que surgir—. ¿Trabaja mucho?

—No escribiré para un mundo desagradecido.

Angel creía lo que había dicho. No era que su inventiva hubiese muerto, que su imaginación por fin se hubiera agotado. Ella pensaba que su resistencia a sentarse ante el escritorio y ponerse a escribir se debía al hecho de que, como otros muchos artistas antes de ella, sufría el rechazo de un mundo que se había vuelto filisteo.

—Déjales que se hagan pedazos —le dijo a Nora una vez en que estaban hablando de la guerra, que no era un tema prohibido como había sido la guerra anterior—. A nosotras no nos preocupa nada de esa gente.

Con frecuencia era violenta con respecto a las personas, como ocurre con tantos amantes de los animales.

—Ni para un escritor ingrato —dijo ahora a Theo—. ¿Dónde estaría él ahora si no fuera por mí?

—Creo que deberíamos dejarle a Theo que tome su copa en paz —intervino Nora.

—No le estoy interrumpiendo. Le estoy contando lo del sobrino de su socio.

Bessie entró a poner la mesa y Nora le dio tantas instrucciones culinarias que para Theo los platos fueron viejos pero intratables amigos cuando por fin los sirvieron.

—Me temo que no hay más vino, Theo —dijo Angel—, No necesitará que le explique por qué.

Él estaba cansado del viaje y había esperado acostarse pronto, pero ahora empezaba a sospechar que las sábanas estarían húmedas. Era demasiado viejo para aquellas aventuras. Angel y Nora pensaron que tenía un aspecto senil; tenía las mejillas y las sienes hundidas y la piel brillante y llena de arrugas intrincadas. La barba que antaño había sido tan rojiza era ahora rala y plateada; Theo parecía totalmente otra persona. Como si su esqueleto estuviese saliendo a la superficie, pensó Nora con un estremecimiento.

A esa hora de la tarde, los gatos empezaron a jugar en los corredores de arriba. Correteaban tumultuosamente por los pasillos desnudos, y Angel escuchaba con una sonrisa indulgente que ninguna persona salvo Esmé —a quien le enfurecía— había recibido jamás de ella.

Theo había pensado a menudo que era una suerte que Esmé hubiese muerto: nunca se habría podido mantener la leyenda creada por Angel sobre su matrimonio perfecto. Con el tiempo, los fallos tenían que haberse revelado tan obvios para ella como lo eran para todos los demás. La indiferencia de Esmé había cristalizado en maldad y en rencor; tullido e incapacitado como estaba, hubiera terminado por derrumbarse o huir. Esmé le parecía ahora a Theo una figura de largo tiempo atrás, sentado eternamente en la escalera durante la fiesta de Angel en Londres, una figura a la vez confundida e irrisoria. Mucho tiempo atrás, hubo otra ocasión —Theo casi la había olvidado— de traición cruel. Pero ya no había necesidad de preocuparse. Los riesgos, pensó, que amenazaban la paz de espíritu de Angel, habían pendido antaño de un hilo.

El timbre del teléfono resonó estruendoso en el vestíbulo, porque, como Theo había advertido, la casa estaba muy desprovista de muebles. Las consolas imponentes y las cómodas altas, con su oro molido y su marquetería, que Angel había comprado cuando era joven y rica, no se veían ya por ninguna parte, y Theo se preguntó con inquietud si las habrían vendido.

—Nora grita siempre que habla por teléfono —explicó Angel—. Se ha vuelto muy sorda.

—No lo había notado.

—Ella tampoco se da cuenta, y por supuesto procuro que no lo sepa.

Nora volvió. Se sentó, cogió el tenedor y empujó en el plato una manzana cocida con expresión pensativa, sabiendo que Angel estaba esperando con curiosidad nerviosa. El dolor de callarse prevaleció sobre el deseo de mortificarlo.

—Se nos muere —dijo. Intercambiaron una mirada de paz y de satisfacción.

—¿Vas a ir? —le preguntó Angel.

—Está en coma.

—Si no le puede reconocer, no tendría sentido hacer el viaje. No se te puede pedir que vayas solo a consolar a los criados.

—Así es.

—Está en buenas manos.

—Las mejores. La señora Warren, por ejemplo. Lleva con él desde hace tanto tiempo que ya no recuerdo.

Angel frunció el ceño.

—Espero que no la hayas subestimado, Nora. Tiene la ventaja de haber estado allí semana tras semana, ya sabes; y lo dependiente de ella que debe de haber estado.

—Nunca subestimo a nadie. Y me precio de conocer un poco sus asuntos e intenciones.

—Si solo conoces un poco, no tienes motivo para preciarte de eso. El tío de Nora —dijo Angel, dirigiéndose a Theo, que estaba deseando que a los gatos les gustasen las manzanas cocidas; en tal caso hubiera podido deslizar parte de la suya hasta el persa azul que estaba sentado a sus pies—, Lord Norley, ha sufrido un ataque y se está muriendo.

—Otro viejo en el trance —dijo Theo, deprimido.

—Nosotras nunca hablamos así —dijo Angel, enérgicamente—. En estos tiempos que corren, una bomba puede caer sobre un joven o un viejo.

Pareció complacerle que los jóvenes estuviesen también amenazados: así se igualaban los peligros de ser viejo.

—Lord Norley es una cuestión distinta. Lleva días inconsciente. Prácticamente ya no está vivo.

—O está prácticamente muerto —dijo Theo, que no comprendía la situación.

 

Al día siguiente, la señora Baines llegó temprano a almorzar y pasaron una hora apacible en la terraza, bajo el tibio sol primaveral, limpiando las orejas de los gatos. En uno de ellos fue descubierto un cancro, y pulgas en una camada de gatitos.

—Traiga una sábana, Marvell —ordenó Angel. Pídalo «por favor», murmuró él para sí. Estaba rociando todo el jardín con un herbicida, indiscriminadamente.

—No, sería mejor una manta —dijo la señora Baines—. No pueden saltar tan fácil fuera de una manta.

Theo vio desconcertado lo que sacaron de la casa: estaba seguro de que era la manta de la mesa de la biblioteca, y confió en que no volvieran a reponerla en su sitio después.

Cogieron a los cachorros y los cubrieron de polvos, y las pulgas que tenían saltaron a la manta, donde la señora Baines, con vista más aguda que la de Angel, se apresuraba a matarlas.

Cuando llegó la hora del almuerzo, la señora Baines dijo que estaba lista para ir a la mesa. Se enderezó el sombrero en la cabeza y, con su falda de tweed manchada de polvos, fue a la biblioteca con buen apetito.

—Una buena mañana de trabajo —le dijo a Theo—. Muy satisfactoria.

A él le picaba todo el cuerpo y confiaba en que la causa fuese imaginaria. Abandonaría sin pena aquella casa: los gatos, las pulgas, la humedad y aquellas tres mujeres excéntricas. Siempre se había alegrado de separarse de Angel; ella le cansaba y le exasperaba; pero nunca había podido sustituir esta primera impresión de ella por ninguna otra parte. En la primera entrevista, muchos años antes, en Londres, le había parecido que ella necesitaba protección mientras le advertía de que no se la ofreciese: ella había estado arrogante y absurda, y conservaba estos rasgos; había rechazado la amistad, permanecido sola y edificado tales fortificaciones en su mente que la verdad no podía traspasarlas. Al menor indicio de censura sobre su persona, había levantado las barricadas y había empezado la tenaz resistencia por medio de la cual se conservaba, en su imaginación, bella, inteligente, próspera y amada.

—Ah, flan de zanahoria —exclamó la señora Baines—. Pero ¿dónde —preguntó, desviando la mirada del plato que Bessie le ofrecía hacia el empapelado oblongo e impoluto entre dos ventanas—, dónde está el escritorio?

—Se lo han llevado para tratarlo de carcoma —respondió Nora.

Y me figuro, pensó Theo, que toda aquella plata que antes tenían se la habrán llevado para quitarle las abolladuras.

—Yo lo hubiera dejado un mes o dos más; bueno, es lo que a me aconsejó una vez un hombre de Wigmore Street. En septiembre; estoy segura de que me dijo eso, cuando las larvas están más cerca de la superficie de la madera, ¿saben? Me sorprende que a alguien se le ocurra empezar un tratamiento en primavera. ¿A dónde lo han llevado?

Mostraba un interés infatigable y casi vesánico por los triviales asuntos ajenos.

—A un sitio de Norley —dijo Nora.

—Yo no hubiera confiado en nadie de esta zona, no después de aquella aventura con la cómoda del comandante Cubbage. Bueno, espero que sean implacables, eso es todo.

Theo se preguntó por qué las carcomas estaban excluidas de su actitud compasiva hacia otras criaturas, y recordó que ella se había abalanzado sobre las pulgas con la mayor alegría: supuso que era una cuestión de tamaño y que ella diría que había que fijar un límite al cariño por los animales.

—Claro que en una época del año, no recuerdo en cuál, salen de sus agujeros y echan a volar —dijo Nora—. Si se les pudiese atrapar entonces…

—¿Volar? —exclamó la señora Baines—. ¿Y quisiera explicarme, mi querida Nora, cómo pueden volar las carcomas?

—Creo que en realidad son escarabajos.

El flan de zanahoria se había terminado, pero la discusión prosiguió del modo más tedioso. Theo dudó de que las carcomas y los escarabajos fuesen lo que les preocupara realmente. Nora hablaba ya con un tono bastante estridente y no cesaba de mirar a Angel; parecía decirle: «Hay algunas cosas que tu inteligente amiga no sabe». La señora Baines estaba deliberadamente sosegada, como si pudiera permitirse la calma por estar en lo cierto.

—Voy a zanjar esto de una vez por todas —dijo Angel, y tiró la servilleta y se levantó—. Hay un libro sobre insectos de Esmé por alguna parte.

La biblioteca tenía pocos libros. En el extremo oscuro de la habitación había unos anaqueles protegidos por cristal. Al abrir las puertas liberó un olor a humedad, un olor a rancio.

—Seguro que lo he leído… ¿usted no está de acuerdo conmigo, Theo? —preguntó Nora, nerviosa ante la idea de verse enfrentada con una prueba, la palabra impresa. ¿A quién daría la razón? Había estado completamente segura de que la tenía ella, pero en cuanto Angel sacó el libro de la estantería, le asaltaron las dudas. ¿Se habría equivocado con algún otro bicho?

—En seguida lo veremos —dijo la señora Baines, tranquilizadora. Levantó una mano pausadamente y giró la cabeza hacia Angel.

Un pedazo de papel, una carta vieja, había volado de las páginas del libro, y Angel se agachó y lo recogió. La puerta de cristal de la librería se abrió de par en par; la cerró y empezó a leer la carta. Theo la miró. Todos tenían la mirada expectante puesta en ella; Nora, con la punta de los dedos en el borde de la mesa, se inclinó ansiosamente hacia adelante; la mano de la señora Baines descendió lentamente, a medida que su pose original de calma se transformaba en una de preocupación.

Angel dobló el papel y lo guardó en el bolsillo. Volvió a la mesa, entregó el libro a Nora y se sentó. Estaba inmóvil y tranquila; la conmoción, que la había helado, le permitía mantenerse erguida; pero su postura era precaria; un movimiento o un poco de calor podría destensarla, y el colapso estaba únicamente contenido, no era una imposibilidad.

—Pero aquí solo habla de polillas —dijo Nora, revolviendo las páginas del libro. Al oír el sonido de su voz, los párpados de Angel se abatieron y luego se levantaron, pero no hizo ningún otro movimiento.

—¿Ocurre algo? —preguntó la señora Baines.

Nadie le contestó. Cuando Bessie trajo el café, Angel lo sirvió. Theo se fijó en que sus manos eran firmes; pero una espantosa destrucción interior había comenzado a manifestarse en su cara, y sus ojos tenían un cerco de oscuridad; vio que una vena palpitaba en la frente de Angel Todos estaban encallados en el silencio, aunque uno tras otro hacían débiles esfuerzos por romperlo.

Ni las noticias desastrosas pudieron reanimarla. Llamaron por teléfono a Nora y volvió retorciéndose las manos, pero con una sonrisa radiante en la cara.

—Está recuperándose —dijo—. La señora Warren dice que ha abierto un ojo y que le ha parecido que la estaba mirando.

—Ah, sí —dijo Angel. De vez en cuando expelía su tos bronquítica, pero al reponerse volvía a quedarse silenciosa e inmóvil.

En cuanto la señora Baines posó su taza y empezó a buscar sus guantes, Angel se levantó para acompañarla. Nora y Theo se quedaron en la biblioteca. Nora cogió el libro de la mesa, sopló el polvo de las tapas y cruzó la habitación de puntillas hacia la librería. Esperaron inquietos, escuchando los hipos del viejo automóvil que arrancaba. Mucho después de haberse ido, el sonido volvió débilmente una y otra vez mientras doblaba la curva del camino de entrada: esperaron los pasos de Angel a través del vestíbulo; pero ella no entró. Theo conjeturó que estaba en la terraza, releyendo la carta.

—Si era algo de… —empezó a decir a Nora, pero se detuvo, creyendo oír a Angel, que por fin regresaba. Caminando despacio y rígida, como si estuviese dormida, se acercó a Nora y le entregó la carta.

—A esto me ha llevado tu estúpida charla sobre escarabajos y carcomas —dijo. A pesar de que su voz era áspera, representaba un alivio oírla de nuevo. Nora, al leer, pareció asustada: después le tocó el turno a Theo; Angel hizo un gesto hacia él y Nora le entregó la carta. Parecía algo patético y perdido, como todas las cartas antiguas; el momento que le correspondía había pasado hacía mucho tiempo. Un borde, el que había sobresalido del libro, estaba marrón; la humedad había desteñido la tinta; el papel estaba agrietado, como si hubiera sido estrujado con furia y después alisado.

Theo leyó:

«Queridísimo Esmé:

»Te sorprenderá saber que me he casado. Espero que me perdonarás por haber incumplido mi promesa, pero era una promesa que no tenías derecho a pedirme que te hiciera. No hubiéramos podido volver a estar juntos y he llegado a darme cuenta últimamente, al no tener noticias de ti. Sé lo débil que eres, demasiado débil para dar un paso adelante o de huida. No debes reprocharme ahora que sea yo quien lo dé. Me queda mucha vida por delante y tengo que arreglarme lo mejor que pueda y a mi manera, y, quién sabe, quizá ser feliz al final, aunque nunca, lo sé, como fuimos felices juntos aquel último permiso.

»Mi marido no conoce tu existencia. Es mejor empezar de nuevo y olvidar, así que no te mando mi dirección y tú comprenderás que no debes intentar escribirme. Yo…», pero aquí una lágrima, quizá, o simplemente la humedad, había borrado el resto de la frase, y solo quedaba el nombre «Laura» y una posdata garabateada: «Por favor, destruye esta carta».

¡Si al menos lo hubiera hecho!, pensó Theo, sintiéndose fatigado e incapaz de decidir cómo comportarse. Era necesario que dijese algo, pero no podía poner las palabras en un orden adecuado. Se representaba, en cambio, una imagen: Esmé y la muchacha de sombrero gris de terciopelo. La traición de años atrás se oponía a los sonidos de la hora del té, la taza contra el platillo, la risa, las voces mundanas. Tantas cosas habían sucedido desde entonces, tantas cosas más importantes para él, que había olvidado la escena. Después de la muerte de Esmé la traición parecía haberse vuelto una amenaza más débil, y él la había expulsado totalmente de su pensamiento.

—Nunca tuvo un permiso —dijo Angel, desesperadamente.

Nora agachó la cabeza y, en un movimiento nervioso, se subió el collar encima de la barbilla: la cadena se rompió y desparramó sobre su regazo las cuentas que luego rodaron por el suelo. Ansiosamente, a pesar del dolor de su pie hinchado, se puso de rodillas para recogerlas, contenta de tener algo que hacer.

—¿O tuvo un permiso? —preguntó Angel—. ¿Lo tuvo y no me lo dijo? Entonces sí volvió, después de todo; ¿me mintió y fingió que le trataban mal y que no podían darle un permiso? Y volvió a Inglaterra, para ver a otra. ¿Hizo eso?

De pronto le gritó a Nora, quien, ahora a cuatro patas, alzó los ojos, aterrada.

Oh, por favor, Señor mío, empezó a rezar Theo.

—No —respondió Nora, como si repitiera una lección aprendida de memoria—. No, por supuesto que no. Totalmente falso.

Sacudió la cabeza vigorosamente.

—¿Entonces qué?

Angel se desplomó sobre una silla y empezó a llorar temblorosamente.

—No se lo puedo preguntar a él —sollozó—. Él no puede explicármelo.

—Pero podría explicarlo —dijo Theo—. Sería una explicación simple y tranquilizadora, no lo dudo. No tuvo ningún permiso.

—Es indudable que no —dijo Nora.

—Están esas palabras —dijo Angel.

—Si podemos leerlas —dijo Theo—. Una letra tan agarrotada, inclinada hacia atrás, analfabeta, y la tinta toda descolorida ya.

—Pero habla de un «permiso».

—Creo que es una carta antigua, de antes de la época en que usted conoció a Esmé.

Theo daba gracias de que la carta no estuviese fechada, aunque no de mucho más.

—No vaya a entristecerse por las juergas que se corrió Esmé. Hace ya tanto tiempo, y no tienen nada que ver con usted.

Parecía muy entendido cuando hablaba de juergas, aunque él nunca se había corrido ninguna.

—¿Esmé hubiera guardado una carta así si fuera lo que usted sugiere?

—No puedo preguntárselo: no puedo preguntarle lo que esto significa.

—No creo que recuerde a Esmé abriendo alguna vez ese libro en todo el tiempo en que estuvieron casados.

—Estoy segura de que no lo abrió —dijo Nora. Metió un puñado de cuentas en un vaso de cristal que estaba encima de la chimenea.

—Siempre le interesaron las polillas —dijo Angel.

—Oh, de chico sí, es cierto —reconoció Nora.

—Pero ahí dice «permiso». No se puede explicar eso. Aquel último permiso, son las palabras textuales. ¿Entonces es que hubo más de uno?

La voz de Angel ascendió trémula hasta el tono de un grito.

—Esmé nunca tuvo un permiso —dijo Theo, con calma—. De modo que ahí hay un misterio.

—¿Cómo sabe usted si tuvo o no tuvo?

—Pues lo sé —insistió Theo—. Se tapó los ojos con la mano e intentó pensar. —Soy el único que lo sabía—, pero hace tanto tiempo, y mi memoria me juega malas pasadas. Aunque recuerdo que intercedí por él… el oficial que le mandaba era un pariente lejano de Hermione, creo. Oh, no lo hice tanto por el bien de Esmé como por el de usted. Yo sabía que la separación la hacía sufrir mucho.

—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó Angel, suspicaz, pero también expectante, como si estuviese dispuesta a creer que Theo podía salvarla.

—Esperé a que llegase la respuesta; cuando llegó, me sentí frustrado; no dije nada; olvidé pronto el asunto.

Nora le estaba mirando con la boca entreabierta, y él intentó eliminar de su cara esta expresión incrédula fingiendo que había visto otra cuenta debajo de la silla de Nora.

—¿Entonces por qué pone «permiso» si no lo hubo?

Angel se había aferrado al clavo que él le había ofrecido y se proponía utilizarlo si le servía para reconstruir su fortaleza; pero mientras retrocedía ante la verdad se sentía compelida a repetir la pregunta una y otra vez, como un niño que dice «buenas noches, buenas noches» cuando sube temerosamente por una escalera oscura, conjurando el peligro con palabras.

—Con esa letra emborronada y desteñida yo no sabría decir lo que pone —dijo Theo—. Pero por lo que conozco como cosa cierta, por los hechos del caso tal como los recuerdo, por Esmé mismo, su carácter, su amor por usted, estoy seguro de que tiene que ser otra palabra completamente distinta.

—A mí me parece que es otra palabra, desde luego —dijo Nora, sin pensarlo.

—Bueno, ¿tiro la carta? —preguntó Theo—. No tardará en olvidarla. Su recuerdo de Esmé responderá por ella, ya que él no puede.

—Sí —dijo Angel—. Gracias, Theo —añadió.

Theo se preguntó si ella le creía o no. Si todavía no le había creído, con el tiempo lo haría. Arrojó la carta al fuego, como Esmé debería haber hecho muchos años antes. Cuando lo hizo, Angel miró a otra parte.

Miserable, irreflexivo espectro, pensaba Theo de Esmé, irritado. Con sus secretos guardados a medias; aunque hacía largo tiempo que se había transformado en polvo, conservaba todavía el poder de destruir a Angel. No quedaba mucho más del muerto para que alguien pudiera recordarle: el monumento inacabado en la colina, la pequeña colección de sus pinturas en aquel estudio semejante a un depósito de cadáveres y el amor de Angel, tan loco y persistente como siempre había sido. «Pero es tanto como lo que queda de nosotros al cabo de todo este tiempo —decidió—. Quizá mucho más. Conforme envejecemos, estamos ya muriendo; nuestra sujeción a la vida cede; quedan menos personas para llorarnos o rememorarnos. Se acerca mi hora ya y en el camino me llevo conmigo lo último que pervive de Hermione». Estaba totalmente deprimido.

El papel ennegrecido se arqueó y onduló en el fuego, con un débil sonido metálico, en una súbita absorción de la chimenea.

—Dentro de media hora podremos tomar una taza de té —dijo Nora—. Y aquí está Bola de Seda, Angel, que ha venido a animarte.

El gato abisinio pasó con indiferencia por delante de Angel y se dirigió hacia Theo, a cuya rodilla saltó, arañando de un modo histérico y arrancando espirales de hilo de sus pantalones de tweed.

La tarde transcurrió tediosamente, con Nora molesta y Angel preocupada. El simple hecho de tomar una taza de té disolvió el aburrimiento prodigiosamente. Pero el té terminó y solo quedaba la esperanza de la cena. Angel estaba empezando a aceptar lo que le había dicho Theo: a él le maravillaba el cómo podía lograrlo. Pero veía que, en ciertos momentos, los hechos, irrefutables como parecían, se abalanzaban sobre Angel: la verdad le aferraba por la garganta; entonces ella se llevaba la mano a la mejilla y sus ojos miraban fijamente. Su sufrimiento en esos momentos era demasiado agudo para ser soportable: no podía vivir con semejante certeza. Con la ayuda de Theo y la aquiescencia de Nora, había empezado, al igual que una ostra, a envolverse, a ocultar lo que no podía sobrellevarse tal como era. No se volvió a mencionar la carta.

Theo se marchó a Londres a la mañana siguiente. Se alegraba de irse. Había hecho por Angel lo que había podido. No habría de volver a verla nunca.

 

A la señora Baines le parecía que Angel se estaba deteriorando al mismo tiempo que su menguante patrimonio, pero era una decadencia que a los ojos de Angel pasaba totalmente inadvertida. No estaba tanto viviendo en el pasado como invistiendo el presente de lo que el pasado había ofrecido. Angel seguía considerándose la novelista más grande de su tiempo, y no la primera en la historia que recibía menos homenaje del que había merecido. Nadie compraba sus libros, y solo las personas de mediana edad o más mayores los habían leído: ella no sabía que era ahora una leyenda de la que los jóvenes apenas habían oído hablar; sus abuelos decían, de manera pintoresca, que sus obras eran escabrosas. Los jóvenes no se sentían tentados, porque esa picardía anticuada no resultaba atrayente. La misma señora Baines, que no era una gran lectora, recordaba haber escondido La Dama Irania debajo de la almohada y haberse sentido muy impresionada por los personajes; eran lo bastante liberales para satisfacer su amor a la vida y su vivacidad, pero asimismo eran atrevidos, absurdos y excesivamente serios: sus amigos de Boston, y más tarde los del municipio del condado, no lo eran.

Cuando conoció a Angel, había advertido las mismas cualidades en ella y había descubierto que equivalían a pura excentricidad. Al margen de las cosas que le hubiesen acontecido, Angel seguía siendo tan atrevida, absurda y seria como siempre había sido, pero la señora Baines, aunque a regañadientes, empezaba a detectar también en ella cierto patetismo. No era una mujer sutil, y quizá fuese la pobreza lo que subrayaba para ella aquellos elementos de Angel que eran dignos de lástima y que solo Theo y un par de veces Esmé (quien había tratado de cerrar los ojos al respecto) habían visto.

Para la señora Baines, Paradise House en decadencia no poseía nada del atractivo romántico que tenía para Clive Fennelly. La casa de la señora Baines estaba llena de criados respetuosos y el jardín estaba limpio, con setos podados, plantas en arriates y grava rastrillada y desherbada. Pensaba que Marvell, tan insolente y sucio, tenía que haber sido jubilado hacía mucho. Angel, aunque tan arrogante como siempre, parecía estar sucumbiendo a hábitos indolentes y pasaba el día sumida en ensueños, ovillada junto al fuego con un vestido viejo y harapiento, el pelo prendido con unas pocas horquillas y los ojos velados por los párpados caídos. A veces, cuando no estaba sola, parecía ausentarse de la conversación y sus labios se movían como si recitaran un mudo monólogo íntimo. Cuando hablaba, la mayoría de las veces era para hacer un comentario improcedente sobre el charloteo cortés de Nora; la observación parecía proceder de la nada y ser incontestable, y, sin embargo, ella esperaba que su línea de pensamiento hubiese sido seguida. A veces se entregaba sin inhibición a un acceso de tos violento y ruidoso. Nora ponía mala cara y decía, en tono censurador:

—¿No deberías tomar algo?

Y quería decir:

—¿No deberías contenerte, o salir de la habitación?

Angel no le hacía caso.

De muchacha, había dormitado y soñado despierta durante las largas tardes solitarias en que su madre trabajaba en la tienda, y ahora había recaído en aquella costumbre. Con los pies apoyados en la pantalla de la chimenea y un gato en el regazo para darse calor, dormitaba y soñaba, y cuanto más descansaba más esfuerzo le costaba a Nora desperezarla.

Una carta de la señora Baines consiguió lo que Nora no lograba, y Angel se incorporó de golpe en su asiento, boquiabierta de furia, incoherente. Empezó a toser, agarrada al borde del manto de la chimenea, y agachó la cabeza, estremecida. Al final, cuando volvió la cara hacia Nora, tenía los ojos brillantemente verdes y las mejillas y la frente coloradas.

—¡Que no venga nunca más por aquí! —dijo, iniciando por fin su perorata, pues la parte explicativa de su cólera había sido expuesta mientras tosía y había alcanzado ya la conclusión—. Bonita conducta por parte de una amiga. Una ex amiga, debería decir. Presidiendo la vida en el campo, condescendiendo en las reuniones con sus modales de advenediza americana. Demasiados matrimonios mixtos corrompiendo las grandes familias inglesas… Se lo diría a la cara. Ha imitado muy bien nuestras costumbres, efectivamente; pero eso siempre sucederá con gente que aparenta lo que no es; de repente se les ve como son, cometen un error inesperado y su auténtica vulgaridad salta a la vista. Como ahora.

Nora había estado haciendo pequeños ruidos de interrupción durante un rato, pero ahora que Angel se había detenido no se le ocurría nada que decir.

—Nueva rica es el calificativo correcto para ella —dijo secamente Angel. Dos palabras, pensó Nora, aturdida—. Ha comprado su posición con un cheque aquí y otro allá. Creo que el dinero debe de ser su dios. Tenemos que acordarnos de llamarla señora Midas Baines en lo sucesivo; es decir, si por casualidad la mencionamos.

—¿Qué ha hecho? —pudo preguntar Nora por fin.

—No ha hecho más que ofrecerme dinero. Puedes leer la carta.

Nora la cogió y mientras la leía, Angel le informó de su contenido.

—Le preocupa que estemos pasando malos tiempos; sospecha, supongo, que hemos vendido el escritorio.

Y así es, pensó Nora.

—Una insinuación, o eso me parece —prosiguió Angel— de que le hubiera gustado comprarlo ella. Quizá también le gustaría inspeccionar la casa y enumerar otras cosas nuestras que a lo mejor codicia; puede quitarnos las sillas donde estamos sentadas, y la mesa también, de paso; podemos comer encima del manto de la chimenea y usar el suelo de madera como cama. ¿Por qué no, si estamos pasando por tales aprietos? Una sortija de esmeralda en un comercio de Norley le recordó la mía y que yo ya no la llevaba. Tengo que ponerme mi diadema la próxima vez que venga a almorzar… aunque no volverá a entrar nunca en esta casa. Ya has visto que nos presta o nos da todo lo que necesitemos, porque «somos viejas amigas», como ella dice. Se puede humillar e insultar a las viejas amistades. Para eso estamos, sin duda. ¿Ese es el quid del asunto?

—La carta no es exactamente como dices —empezó Nora—. Está llena de buenas intenciones, aunque, estoy de acuerdo en que…

—¡Llena hasta los topes! Yo le daré «buenas intenciones».

Podría haber sido la tía Lottie hablando, tan semejante era el trémulo tono furioso al que Angel, con sus maneras rimbombantes, había provocado largo tiempo atrás.

Durante el resto del día las tormentas estallaron a intervalos, fragmentos de sus pensamientos fueron arrojados por la habitación y la cólera prosiguió en todo momento en su pecho, explotando a veces en paroxismos de toses o palabras; sus parlamentos, que a veces empezaban en mitad de una frase, irrumpían en medio de los suaves monólogos de Nora.

—… Y entonces —estaba diciendo Nora— pareció que de repente estábamos en pleno invierno y yo estaba decorando un árbol de Navidad, solo que no era un árbol en absoluto, sino nuestra vieja niñera, la de Esmé y la mía. En ese momento yo iba de puntillas a ponerle una estrella en la frente…

—Ella me llama pobre, olvidando quién soy —dijo Angel—. «Quizás es usted una ignorante», le diré. ¿Has visto mi talonario, Nora?

Cuando lo encontraron, extendió en el acto un cheque por importe de sesenta libras —que era todo el dinero que tenía— y lo dirigió a una sociedad benéfica de la que la señora Baines era presidenta. Marvell recibió el encargo de echarlo al correo inmediatamente y la orden de tener el coche preparado a las once de la mañana siguiente.

—Me gustaría ir ahora mismo —dijo Angel— y exigirle una explicación; pero le sentará bien recibir la carta antes. Sería divertido ver la cara que pone cuando reciba el cheque.

—Y lo mejor es consultar con la almohada tu ira —dijo Nora vagamente.

Angel la consultó con el insomnio, y el sol despuntó sobre ella. Para la mañana estaba inflada de discursos no ensayados. A las once en punto, vestida con una piel de chinchilla devorada por la polilla, salió hacia el coche.

—No vuelvas tarde —rogó intranquila Nora, acompañándola fuera—. Recuerda que el señor Fennelly viene a comer y trae su artículo sobre Esmé.

—No te preocupes. Lo que tengo que decirle será breve y dulce.

—¿Has…? —susurró Nora, metiendo la cabeza por la ventanilla del automóvil.

—Sí, sí —respondió Angel impacientemente. Sin embargo, no habían recorrido la mitad del trayecto, cuando tuvo que detener el coche y apearse. Marvell apoyó el codo en el volante, mirando torvamente hacia delante mientras ella se internaba lentamente entre las zarzas en un bosquecillo al lado de la carretera. Es una vejiga débil como pocas, pensó él. Qué agradable, debo decir. Es una obra maestra.

—¿Ya está? —preguntó, cuando ella volvió a aparecer.

Para cuando llegaron a Bottrell Saunter, rendida por la ira y la noche de insomnio, Angel se había quedado dormida.

—Hemos llegado, señora —dijo Marvell, cuando detuvo el automóvil delante de la casa. Miró alrededor y, viendo cómo estaban las cosas, bajó a estirar las piernas un rato. Una doncella había abierto la puerta y él subió las escaleras para tener una charla con ella. La señora Baines estaba en la cama con tiritona, pero envió el mensaje de que Angel subiese a verla.

—Me costaría el puesto despertarla ahora —dijo Marvell—. La última vez que la desperté hubo un berrinche de los que hacen época. Despido fulminante la próxima vez, me amenazó.

La doncella le miró con aversión y regresó adonde su señora. Habían llegado a un callejón sin salida. La señora Baines, incorporada en la cama, se había arreglado el pelo y estaba esperando; Angel, sentada muy recta en el asiento del coche, seguía durmiendo. Marvell, divertido, paseaba por el jardín, mirando los rosales con un aire de desprecio profesional y fingiendo que quitaba con los dedos un añublo inexistente. La doncella, sin perderle de vista, se entretenía en el vestíbulo, pasando un plumero por las barandillas. Bajaron un nuevo mensaje de la señora Baines; pero Marvell se limitó a apretar los labios y a negar con la cabeza.

—Entonces iré yo a llamar con los nudillos en la ventanilla —dijo la criada—. Puedo hacerlo con todo respeto, si es que usted no puede. El doctor llegará en cualquier momento y hay que frotarle el pecho a la señora antes de que llegue.

—Puedes restregarle el pecho a la señora hasta que las dos os quedéis lívidas, pero no vas a poner un dedo en ese coche.

Extendió los brazos abiertos de par en par, como si se dispusiera a rechazarla físicamente.

—¡El muy grosero!

—Tú haz tu trabajo, que yo haré el mío. Dejémoslo así.

Se alejó lentamente, se sentó en un banco entre los macizos y encendió su pipa. Otra criada tamborileó con los nudillos en el cristal de una ventana y le frunció el ceño y le hizo gestos de regañina de los que él no hizo ningún caso. Fumó su pipa apaciblemente, gozando del sol mientras observaba a las palomas blancas que caminaban por el tejado. Un jardinero estaba de rodillas ante el lindero herboso, con una carretilla llena de hierbajos a su lado. ¡Pobre cabrón!, pensó Marvell. La veleta relució al virar impulsada por la suave brisa; los árboles parecían tan limpios como las ventanas de la casa; begonias monstruosas acechaban debajo de sus propias hojas y un espesor giraba vertiginosamente, proyectando agua sobre el césped. Del interior de la casa llegaban agradables sonidos domésticos, voces mezcladas con rumores metálicos, tajos y salpicones en la cocina; una aspiradora zumbaba en el piso de arriba; alguien pasaba un plumero por las teclas de un pianoforte, subiendo la escala, bajando y recorriendo luego todas las notas negras. Era absolutamente distinto de Paradise House.

Angel continuaba durmiendo, y Marvell, después de haber terminado su pipa y después de vaciarla, dirigió lo que pretendía ser una reverencia a la criada que estaba en la ventana, volvió pausadamente al coche y lo puso en marcha, haciendo el menor ruido posible. Una mañana agradable, pacífica y emocionante… y lo que falta por venir, pensó, cuando ella haya descabezado el sueñecito.

Lo que faltaba no llegó hasta que estuvieron de regreso en Paradise House. Angel, al despertar, fue duramente puesta ante el dilema de averiguar dónde estaba. La panorámica errónea parecía semejante. Buscó a tientas la solución y el furor perdido que había pospuesto mientras dormía.

—Quizá no se acuerde, señora, del rapapolvo que me gané la última vez que la desperté. Trato de mantenerme al tanto de mis cometidos, pero con usted cambian que te cambian continuamente.

El enfado de Angel —más de la mitad del cual había estado reservado para la señora Baines— estimuló a Marvell.

—No despertarla y no volver tarde para el almuerzo, me dijo. He reflexionado sobre lo que debía hacer. Hiciera lo que hiciese, estaría mal; ya lo sabía.

Clive Fennelly había llegado ya e, ignorando la situación, salió presurosamente de la casa para recibir a Angel.

—¡Maldito idiota! —dijo Angel—. ¡Pedazo de alcornoque!

Se volvió hacia Clive, mientras lo decía, y le saludó con la cabeza. Sus articulaciones crujieron cuando se apeó del coche, como si también estuvieran furiosas. Clive la siguió al vestíbulo.

—¡Ese imbécil!, gritó ella, cuando Nora llegó de la biblioteca. —Tendrá que marcharse. Me ha hecho ponerme en ridículo, y ante mi peor enemiga. ¿Cómo voy a volver ahora a decirle lo que tengo que decirle?

—¿No podrías escribirle? —sugirió Nora, cuando hubo oído la historia.

De modo que Angel escribió toda la tarde, acercando a la página su vista miope y sin tolerar ninguna interrupción, mientras Clive permanecía sentado a su lado, con su manuscrito sobre las rodillas. Cuando por fin ella le miró, parecía exhausta. Parte de su cólera había sido transferida a la carta; parte se había consumido en su propio ardor; pero aún quedaba bastante para durar toda una vida. No se disculpó ante Clive, que había venido desde Londres a petición suya. «¡Maravillosa!», no cesaba él de pensar. «Es totalmente maravillosa. No hay nadie como ella en todo Northwood. Se puede uno pasar semanas enteras hablando de ella». ¡Pero no lo hacía y nunca lo haría! Se lo reservaba cuidadosamente para él, casi como obedeciendo a motivos supersticiosos.

A la hora del té Angel estuvo de un talante cortés, le habló de Esmé y prometió tocar el piano para él después.

—Creo que le ha entrado la humedad —dijo Nora—. Sonaba muy gangoso el otro día cuando Bola de Seda se paseaba por encima.

—Podemos probar —dijo Angel, dulcemente—. Y ahora déjeme leer su artículo, Clive.

Él no supo a qué atenerse con respecto a los nombres de pila. Cuando ella le llamó «Clive», pensó que esperaba que él la llamase «Angel» o «Angelica»: pero si lo hacía, ella podría considerarle impertinente; y, si no lo hacía, era muy probable que ella imaginase que tomaba en cuenta implícitamente la diferencia de edad. Por esta razón él siempre le escribía en tarjetas postales. Ella le llamaba ante Nora «el señor Fennelly», para poner así a Nora en su lugar.

Angel se llevó el artículo a la ventana, esforzando la vista para leerlo.

—Un pintor literario —dijo—. Eso me gusta mucho. A Esmé le hubiera agradado.

A ella le pareció que su comentario era un auténtico elogio, pero Clive miró a otro sitio, ruborizándose.

—Esto de la concentración hay que publicarlo. Esmé poseía un gran poder de concentración, —Continuó leyendo—. ¿Qué es esto? «¿Sus descubrimientos fueron limitados?». Ah, señor Fennelly, qué poco le ha comprendido.

Clive, tras haber perdido nuevamente su nombre de pila, observó tristemente mientras ella iba a su escritorio, empezaba a tachar sus palabras y escribía otras.

—¿Qué es claroscuro? —preguntó—. ¿No es despectivo? «Exquisito», sí. «Tierno», sí. «¡Femenino!». ¡Vamos, vamos! —Tachó la palabra—. No había nada femenino en Esmé. Creo que una mujer difícilmente hubiese pintado esas escenas de taberna.

El manuscrito desmembrado fue por fin devuelto a su autor y todos entraron en el salón, donde la luz del sol vespertino se filtraba por las ventanas largas y polvorientas y el papel de pared abombado que colgaba del yeso.

—Ahora que la guerra ha terminado, podemos decorar otra vez la casa —dijo Angel, sentándose ante el piano. Clive se acercó a la ventana y, mientras ella rascaba e improvisaba, se colocó al sol y contempló el jardín enmarañado, sintiendo que se hallaba bajo el influjo de un hechizo. Él la amaba, casi como si la hubiese inventado: un hada mala, una madrastra perversa, una diosa atrabiliaria, fuera lo que fuese.

—Siéntese, Clive —dijo ella, alzando su voz áspera al tiempo que ejecutaba una serie de disonancias.

Clive se encaramó obedientemente sobre el alféizar. En la rosaleda, abajo, cientos de orugas estaban devorando el zuzón.

—Sí —dijo Angel, descansando las manos un momento en el regazo y mirando en torno de la habitación—. Pintaremos toda la casa y la dejaremos tan bonita como antes. Usted me ayudará a escoger el empapelado. Aquí pondremos uno de rayas doradas y blancas y un carmesí sencillo en el comedor.

Empezó a tocar de nuevo, esta vez más bajo, mientras planeaba la magna restauración de Paradise House. Pero, ¿de dónde iba a salir el dinero? Lord Norley se retrasaba: de cuando en cuando abría un ojo y miraba a la señora Warren.

—Un recorte en las raciones —dijo Marvell a Bessie.

Cuando Nora entró en el salón, Angel dejó de tocar y dijo:

—Está perfecto de tono. Creo que es un piano muy bonito. Tenemos que afinarlo y limpiarlo y enviárselo a Rosita Baines. Supongo que sus ojos codiciosos se habrán posado muchas veces en él.

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