Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 52

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—Piedra, papel o tijera —exclamó muy concentrado.

El niño dudó un segundo, con la mano tras la espalda.

—Uno, dos… ¡y tres!

Los dos mostraron sus manos al mismo tiempo, Ramiro con el dedo índice y corazón extendidos, y Martín con el puño cerrado.

—Piedra rompe tijera —dijo Martín—, yo gano.

—Sí, señor, eso parece. Aprendes muy rápido.

—Martín muy listo, bravo —dijo Helena, que también estaba allí.

Mi ex y el niño estaban sentados en la mesa de la cocina, mi cuñada permanecía de pie, detrás de su hijo. Aquel crío se agarraría a cualquier figura paterna con uñas y dientes y no la soltaría, estaba necesitado de referentes y por allí no abundaban, no me extrañaba que estuviera encantado con la presencia de Ramiro, el cual tenía un aspecto deplorable, aunque había progresado mucho desde el día anterior: ahora se mantenía en pie por sí mismo y no sangraba por ninguna parte de su cuerpo, al menos por ninguna que pudiera verse a simple vista. Se había levantado antes que yo sin hacer ruido, miré el reloj de la pared, eran las 7.48, se me habían pegado las sábanas.

—Buenos días —saludé desde el marco de la puerta abierta.

Los tres se volvieron y pude comprobar la estupefacción en sus ojos al verme sin la máscara, con el rostro marcado y las heridas en nariz y pómulo a la vista.

—¿Has perdido tu careta, Ana? —preguntó el crío preocupado.

—Martín, tú no preguntas —le cortó Helena, y se acercó a mí con una taza humeante—. ¿Querer café? Ha hecho Ramiro.

Cogí la taza y me la llevé a la boca. Café solo, bien cargado y sin azúcar, lo único que mi organismo toleraba a esas horas en condiciones normales.

—Otra vez —dijo Martín entusiasmado, volviendo a mostrar su mano para comenzar de nuevo el juego.

—En Poznan, no conocer piedra tijera —sonrió mi cuñada, que parecía encantada con la complicidad entre su hijo y Ramiro.

Estuve a punto de advertirle que no depositara ninguna esperanza, ni la más mínima, ni un solo segundo, en que aquel tipo le trajera algo bueno, pero no me pareció el momento de hacerlo. Ya hablaría con ella más tarde. Y por supuesto, hablaría con el encantador de serpientes moribundo, no iba a permitir que se quedara en mi casa bajo ningún concepto, por mucho que hiciera el mejor café de la ciudad, o que se convirtiera en el nuevo compañero de juegos de Martín.

—Piedra, papel o tijera —soltó este.

Mi móvil emitió un pitido y apareció un mensaje de Gerardo: «Huarte nos ha citado a todas las partes a las 9 en el juzgado». Tenía que ponerme en marcha, tal vez ya estaba el dictamen pericial. Sin tiempo para responder, me llegó otro mensaje de Eme: «Tengo desayuno con la viuda de Ortiz, luego te cuento». Por lo que se ve, la mañana empezaba movidita.

Ramiro sacó la mano abierta y volvió a perder, Martín mostró triunfal dos dedos.

—Tijera corta papel —exclamó, y luego dijo algo en polaco y rio como si hubiera alcanzado una victoria que solo estaba al alcance de unos pocos. Lo celebró abrazándose a su madre.

Sin mirarme siquiera, Ramiro me dijo:

—No recuerdo muy bien lo que pasó ayer, pero gracias. De verdad.

Allí sentado, con el olor a café recién hecho, jugando con el niño, con esas ojeras que le llegaban hasta el suelo, solo parecía un pobre hombre indefenso, puede que hasta diera la impresión de ser alguien amable, cariñoso, paciente. No me lo tragaba, no tenía ningún derecho a estar allí, me daba exactamente igual que no tuviera donde caerse muerto o que me hubiera dado esa pista de Ortiz que nos podía ayudar, incluso que fuera verdad su nuevo karma, eso de que había cambiado, que era otra persona, no iba a quedarme a su lado para comprobarlo.

Me acerqué a él y le susurré al oído:

—Cuando vuelva del juzgado, no estarás aquí. No te lo voy a volver a repetir: fuera de mi vida. Va en serio. Es la última vez que te lo digo.

No le dejé responder, salí de la cocina y me preparé para la jornada que se me venía encima.

Una hora después cruzaba la planta baja de los juzgados de Robredo seguida de Gerardo y Sofía. Ninguno mencionó la ausencia de la careta, así que saqué yo el tema:

—¿Qué pensáis de mi nuevo look? ¿Me favorece?

—Yo me había acostumbrado a la máscara —se apresuró a contestar él buscando las palabras adecuadas—, era como trabajar para una superheroína, con la máscara, el bastón y todo eso. Pero sin ella estás genial también, más natural.

—Quieres decir que con la careta parecía un bicho raro —traduje— y que sin ella simplemente doy la impresión de ser una pobre desgraciada a la que han pegado una paliza, sin más.

—No, no, no —trató de arreglarlo—, yo no he dicho eso.

—Pero lo has pensado.

—En absoluto —dijo—, bueno, a lo mejor un poco sí, pero apenas un segundo, o dos, no sé qué decir, joder, me estoy liando.

—No le hagas ni caso —terció Sofía—, alguien que lleva esas corbatas debería abstenerse de hacer comentarios sobre estética.

—¿Tienes algo contra mis corbatas?

—Yo no —respondió la chica—, son ellas las que tienen algo contra mí, me agreden cada mañana.

—A Mónica le encantan —dijo él orgulloso.

—Es una chica muy maja para sus cosas, pero está un poco ciega, la pobre —se burló Sofía.

Subimos en el ascensor y nos preparamos para la comparecencia con Huarte. Teníamos nuestros propios informes a mano en caso de que el dictamen pericial nos fuera desfavorable, íbamos a recurrir y solicitar otra revisión internacional si era necesario. También contábamos con la lista actualizada de testigos tanto de la defensa como de la acusación, la habíamos repasado a fondo durante los últimos días, al detalle. Por último, llevábamos la comprobación de los dos expertos técnicos que habíamos presentado definitivamente para avalar nuestras tesis, un psiquiatra y una ingeniera informática especializada en software de dispositivos móviles. Ambos los había contactado Sofía a través de Eme. El primero hablaría de la ludopatía de Alejandro en términos lo más científicos posibles, así como de la reacción de mi hermano frente a las constantes presiones y amenazas que había recibido; pensábamos demostrar la relación entre estas y su suicidio con un aval médico. La segunda daría fe de la integridad de las grabaciones, explicaría la imposibilidad de manipularlas o editarlas a nivel usuario, y en todo caso envolvería al tribunal con los suficientes términos técnicos para que diera la impresión cierta e inequívoca de que aquellas conversaciones eran reales, creíbles y fuera de toda duda.

Pero, por mucho que nos habíamos preparado, no estábamos listos. No para lo que iba a ocurrir en el despacho de la juez unos minutos más tarde.

Al entrar, me sorprendió no ver allí a Huarte, lo habitual es que fuera ella misma quien nos recibiera, que estuviera trabajando con el ordenador o con sus papeles delante de nuestras narices hasta que todos nos sentábamos y la vista daba comienzo. Aquella mañana, sin embargo, los letrados nos fuimos acomodando a instancias de Julita, mientras la silla de la magistrada permanecía vacía. Por parte de la defensa, únicamente estaban Arias por un lado y Andermatt por otro, ni rastro de Tomé y mucho menos de Barver, o no le daban la suficiente importancia a aquella comparecencia o estaban muy ocupados haciéndole la puñeta a algún otro. Pardo me saludó con un gesto relamido. Ninguno se acercó a intercambiar unas palabras conmigo o mis asociados, ni siquiera el fiscal Iglesias y su inseparable Adela, que habían sido los últimos en llegar y que directamente se habían sentado junto a la pared. Daba la impresión de que ninguno quería mezclarse con nosotros, como si tuviéramos un virus contagioso. En un principio, lo achaqué a mi nuevo aspecto, tal vez les echaba para atrás, o incluso aunque no lo reconocieran, mi rostro desnudo y ligeramente deformado conectaba con sus temores más ocultos. Pero no se trataba de eso. Era otra cosa. Era algo indescriptible y muy humano: el instinto de supervivencia, podríamos decir, alejarse del que va a ser apaleado, algo que todos desde nuestra más tierna infancia aprendemos sin que nadie nos lo enseñe explícitamente.

—Buenos días, no se levanten, por favor.

Huarte irrumpió con paso firme, llevaba varias carpetas de color azul bajo el brazo. La seguía de cerca una mujer de aproximadamente sesenta años, con el pelo recogido en un moño y cara de haberse tragado un sapo, una de esas personas con una permanente expresión de repugnancia, de la que seguramente no era consciente. No se identificó ni fue presentada, tomó asiento detrás de la juez y permaneció en silencio, observando todo y sin mostrar ningún interés en lo que estaba aconteciendo allí, como si no tuviera nada que ver con ella.

Con la discreción habitual, Julita cerró la puerta del despacho. Y dio comienzo el linchamiento.

—No sé por dónde empezar —dijo Huarte reclinándose en su butaca, haciendo un esfuerzo más que evidente por no pegar un bufido, estaba que echaba humo. Observó las carpetillas azules que había dejado sobre la mesa y pareció tener una idea—. Voy a coger una al azar, eso es.

Ante la mirada atenta y desconcertada de todos, agarró una de esas carpetas y la abrió. Leyó algo en su interior y arqueó las cejas. No estaba contenta, de eso no cabía duda.

—Tengo aquí una queja formal y por escrito de uno de los principales testigos de este caso. El señor Sebastián Kowalczyk —espetó la juez— asegura haber sido acosado por el bufete Tramel y Asociados. En concreto, por la directora gerente, una tal Ronda Cortázar, que le ha llamado telefónicamente y se ha acercado a visitarlo en repetidas ocasiones con intención de influir en su declaración en el tribunal. Adjunta en su queja tres grabaciones telefónicas, en las que se escucha cómo la señora Cortázar saca a relucir en la conversación la querella contra Gran Castilla, y en las que también se oye claramente cómo el señor Kowalczyk se niega a hablar del tema, a pesar de la insistencia de su interlocutora. Por lo que puede ver, señora Tramel, parece que su difunto hermano no es el único en grabar conversaciones inoportunas, se está convirtiendo en una desagradable y molesta costumbre. ¿Tiene algo que decir al respecto?

No me lo podía creer. Hasta donde yo sabía, Sebastián y Ronda habían intimado bastante en las últimas fechas, y cuando digo «intimar» quiero decir que habían estado follando como conejos, y que el hermanísimo parecía proclive a contar todo lo que sabía en el tribunal. Quizá él había hecho todo a conciencia desde el principio, para echar un polvo con la fogosa Ronda y después darle la puñalada, y de paso a todos nosotros, incluyendo a su dulce hermana.

—Señoría, tendríamos que analizar esas grabaciones —dije—. En caso de que haya sucedido algo así, le garantizo que la señora Cortázar, que no es abogada y que tal vez desconoce el protocolo básico de actuación con los testigos durante un proceso judicial, no se ha conducido en nombre de nuestro despacho, no haríamos algo así nunca, bajo ningún concepto…

—Tal vez cree usted que esta juez es una novata inexperta que le va a consentir todas sus extralimitaciones —me cortó Huarte con severidad—. Una cosa es que haya acelerado el proceso de instrucción en aras del buen funcionamiento de este juzgado que acaba de arrancar su andadura y que no debiera caer en la penosa lentitud de otros tribunales, algo que evidentemente le beneficia. Y otra que le permita saltarse las normas más elementales para que se salga con la suya. Ambas sabemos que en la práctica suele haber algún contacto informal entre los abogados y los testigos a pesar de la prohibición explícita de hacerlo, pero esto sobrepasa todos los límites. —La magistrada se detuvo un segundo para tomar aire y aprovechó para volver a mirar el escrito que tenía delante—. El señor Kowalczyk ha solicitado una orden de alejamiento sobre Ronda Cortázar, sobre Ana Tramel y sobre Helena Kowalczyk, orden que este tribunal cursará hoy mismo y que hago extensiva a todos los integrantes o colaboradores de Tramel y Asociados.

—Señoría —se apresuró a decir Arias—, queremos solicitar la tacha del señor Sebastián Kowalczyk como testigo del caso, por las presiones ilegales a las que ha sido sometido por parte de la acusación y por el más que posible condicionamiento y contaminación de sus opiniones sobre todos los asuntos relativos al proceso.

—Está en su derecho de solicitarla, señor Arias —respondió rápidamente Huarte, que parecía esperarse algo parecido—, aunque sabe perfectamente que si un testigo conoce los hechos debe declarar sin perjuicio de que en su día se puedan valorar sus manifestaciones con relación a las presiones que haya podido recibir. No obstante, dígale a su jefa la señora Tomé que presenten dicha petición por escrito y dentro del plazo natural de siete días. La atenderé gustosa y fallaré a la mayor brevedad posible.

No solo acabábamos de perder un testigo en el que teníamos muchas esperanzas depositadas, sino que habíamos conseguido poner a la juez en nuestra contra, estaba molesta, e incluso me atrevería a decir que estaba defraudada. Crucé una mirada con Sofía, no había mucho que decir. Y esto solo acababa de comenzar. Huarte agarró otra de las carpetas azules y miró en su interior. Empecé a temerme que cada una tuviera dentro una bomba de profundidad en nuestra contra. Las conté mentalmente, eran un total de cinco carpetas, muchas más de las que me habría gustado. No sé si había sido el mejor día para quitarme la máscara. Me agarré al puño del bastón y me dispuse a seguir aguantando el chaparrón.

—Aquí tengo el informe policial del examen realizado al teléfono del señor Santonja —prosiguió Huarte—, se lo iba a hacer llegar por correo, pero ya que estamos aquí reunidos aprovecho para decirles que no se ha encontrado nada relevante para este caso y que se ha procedido a devolver el dispositivo a su dueño. No figuran en su agenda los datos ni el número de Alejandro Tramel. Tampoco hay ningún archivo, fotografía, documento sonoro, nada de nada relacionado con algún aspecto de la querella, en el más amplio sentido del término, como determinan los agentes que lo han inspeccionado. Teniendo en cuenta la enorme cantidad de contactos y mensajes confidenciales hallados en su interior, después de haber sido minuciosamente explorado, fueron borradas todas las copias que se pudieran haber hecho en dependencias de la Guardia Civil.

El dueño del casino había hablado con mi hermano, todos lo habíamos escuchado, no había ninguna duda al respecto. Que no tuviera su contacto guardado en la agenda no demostraba nada. Si bien es cierto que lo contrario sí hubiera supuesto una prueba a nuestro favor.

—Por las condiciones en que dicho teléfono fue requisado —dijo la juez—, con una orden exprés solicitada por la acusación y firmada por este tribunal, quiero enviar una nota de disculpa a Emiliano Santonja en mi nombre por el posible trastorno ocasionado. Les pido por favor a los señores Andermatt y Arias que se la hagan llegar. No sé, señora Tramel, si desea usted sumarse a dicha disculpa, es su prerrogativa.

Era una buena oportunidad de reconciliarme en parte con Huarte, y en un tiempo récord. Gerardo y Sofía me miraron pidiéndome con su mirada que me sumara a la petición, no me costaba más que un par de buenas palabras y quedaríamos bien con ella, mostrándole mi buena disposición. Seguro que habría muchos encontronazos en el futuro cercano, y era mucho más inteligente intentar estar a bien con la magistrada. Lo intenté, prometo que procuré con todas mis fuerzas pronunciar la palabra «disculpa», pero la imagen de Santonja, su soberbia, sus ínfulas, su prepotencia me golpeaban con fuerza. Tal vez fue por mi educación con las monjas, el perdón y el arrepentimiento deben ir de la mano, y yo no me arrepentía lo más mínimo de haber solicitado el registro de su teléfono, en todo caso lamentaba no haberlo hecho antes de que pudiera borrar nada. O tal vez era por ese orgullo que tan malas pasadas me jugaba.

—Lo pensaré, señoría —dije—, y en caso de que llegue a la conclusión de que se merece una disculpa, se lo haré saber a través de sus abogados, gracias.

Huarte negó con la cabeza, dejándome por imposible. Abrió otra de las carpetas azules y siguió adelante.

—Veamos qué tenemos aquí —murmuró echando un vistazo—. Hum, sí, reconozco que esta información me ha desconcertado, señora Tramel. ¿Quién es exactamente Miguel Ortiz?

Sentí que me zarandeaban por todas partes al mismo tiempo, debía andar con ojo, tener mucho cuidado con cada cosa que dijera, pero tampoco podía negar las evidencias. Noté que la sesentona con cara de acelga detrás de Huarte no me quitaba la vista de encima.

—Es… era un hombre de negocios —dije intentando responder sin pillarme los dedos—. Murió hace unos años, al parecer se quitó la vida después de arruinarse jugando en el casino. Existe la posibilidad de que hubiera podido recibir presiones por parte de sus acreedores, estamos analizando la situación antes de ponerla en su conocimiento.

—Ya veo, y da la casualidad de que esos acreedores son el grupo empresarial Gran Castilla —dijo inspeccionando el escrito que sujetaba con la mano derecha—. La letrada de la defensa, señora Tomé, me hizo llegar ayer un contrato privado de confidencialidad, elevado después a escritura pública, entre Gran Castilla y los herederos del difunto señor Miguel Ortiz, que les impide a ambas partes revelar nada sobre las actividades de este en relación con el casino de Robredo, ni tampoco acerca de los términos del acuerdo alcanzado tras su muerte en torno a la deuda de dos millones cien mil euros satisfecha por la viuda en su nombre, tras fallo del Juzgado Número 8 de plaza de Castilla. Resumiendo: que de nuevo sin informar a este tribunal ni a las partes, la acusación particular ha iniciado una vía de investigación por su cuenta y riesgo, tratando de demostrar las similitudes entre el caso del señor Ortiz y el del señor Tramel, e imagino que buscando crear algo así como una pauta de conducta delictiva por parte de los acusados.

—Señoría, si no le hemos informado a usted ni al fiscal —me defendí aguantando las ganas de dar un puñetazo en la mesa— ha sido porque aún no teníamos hechos probados y no queríamos hacerles perder el tiempo con una línea de investigación que no sabíamos hasta dónde nos iba a conducir.

—Me temo, señora Tramel, que la única que ha perdido el tiempo aquí ha sido usted —afirmó la juez—. Con la instrucción en un período tan avanzado como el que estamos, si surge una nueva prueba, un nuevo testigo o una nueva vía que pudiera sentar un grave precedente que afecte al caso, es su obligación hacérselo saber a este tribunal para que se examine con conocimiento de causa y con el debido rigor. Si lo hubiera hecho en tiempo y forma, se habría ahorrado muchas gestiones innecesarias, ya que el señor Ortiz dejó documento firmado reconociendo su deuda con el casino, y como tal fue satisfecha por su familia tras su muerte. En definitiva, que no solo no va a encontrar nada por esta senda, sino que se enfrenta a una demanda de la viuda y los huérfanos si persiste en hacerles hablar del pasado. ¿Lo ha entendido? Se lo pregunto porque yo misma estoy tratando de comprender qué le hace actuar de esta forma temeraria, por libre, sin informar a nadie, incapaz de trabajar en equipo.

—Lo he entendido perfectamente, señoría, y de nuevo le doy las gracias —respondí—. No obstante, ¿puedo preguntar cómo puede estar seguro este tribunal de que Gran Castilla no amenazó, coaccionó, extorsionó e indujo al suicidio al señor Ortiz, por mucho que él reconociera la deuda y a pesar de que después su familia solo quisiera enterrar el asunto?

—Señoría —saltó Arias—, solicitamos a la señora Tramel que no haga hipotéticas acusaciones falsas y muy graves sobre mi cliente…

—Déjeme primero contestar a la letrada, señor Arias —intervino la juez taladrándome con la mirada—. La razón por la que este tribunal está seguro de que no hubo tal comportamiento por parte de Gran Castilla en el caso de Ortiz es porque hubo una investigación policial y judicial y una posterior sentencia que demostraron lo contrario, y yo me inclino a tomar muy en serio la justicia de este país, por mucho que le cueste creerlo. Le insto a que deje a la familia del señor Ortiz en paz y que no les exponga a una demanda inútil. De hecho, la familia ha solicitado una orden de alejamiento y no comunicación expresa contra usted. De seguir así, no va a poder acercarse a nadie, señora Tramel. A no ser que tenga alguna prueba y que nos la muestre primero, esa línea de investigación se ha terminado. ¿Está claro?

—Como el agua, señoría —respondí desarmada. Me estaban dando una paliza de las que hacían época.

No obstante, tenía en mente que Eme estaba a esas horas camino de encontrarse con la viuda. Quizá debía ponerle un mensaje para que diera media vuelta. Si no lo hice fue porque no soy amiga de escribir mensajes por teléfono si no es imprescindible; decidí darle una última oportunidad a la senda de Ortiz (como la juez la había llamado). Me prometí que, si del desayuno con aquella mujer no salía nada claro, nos olvidaríamos.

Huarte cogió las dos últimas carpetas, parecía estar decidiendo al peso por cuál de las dos se inclinaba. Finalmente abrió la que tenía en la mano izquierda.

—Mi auxiliar, la señora Pérez de Pablos, ha tenido a bien archivarme en estas subcarpetas nuevas tan vistosas todos los asuntos del día —dijo Huarte ganando algo de tiempo según le echaba un vistazo a otro expediente—. Quiero darle las gracias, me está resultando muy práctico, y el hecho de que sean todas iguales le añade un plus de incertidumbre al proceso, al orden. Sin embargo, tengo que pedirle que en lo sucesivo las etiquete para que podamos saber a primera vista qué hay en su interior.

Julita asintió sin abrir la boca.

—Bien —continuó Huarte—, esto me ha dejado estupefacta, ya que le tenía a usted en otro tipo de consideración, señor Iglesias.

Ginés se sobresaltó al escuchar su nombre.

—Perdón, señoría, no sé a qué se refiere —dijo con su habitual hermetismo.

—Me refiero a que otros dos testigos principales de la causa, además de imputados, los señores Freire y Morenilla, han presentado sendos escritos informando al tribunal de que han sido abordados en su recinto de trabajo y en su horario laboral por la acusación particular y por el fiscal del caso —dijo Huarte—. Me refiero a que al parecer usted y la señora Tramel han visitado el casino de Robredo y se han estado paseando por allí, hablando y enfrentándose con testigos del caso, haciendo preguntas, intercambiando amenazas, en un sorprendente alarde público de falta de profesionalidad. Es posible que de un solo plumazo hayan perdido otros dos testigos claves para el caso, lo voy a estudiar muy detenidamente.

Ginés le murmuró algo a Adela y después se dirigió a la juez con un tono sumiso, bajando las orejas:

—Señoría, tiene usted toda la razón, fue un grave error, y no sé cómo me pude dejar convencer para realizar dicha visita sin la orden correspondiente. No es mi manera ordinaria de proceder, nunca antes durante cuarenta años de ejercicio me había sucedido algo así.

Le ruego que me disculpe y que me crea si le digo que es un hecho excepcional que por supuesto no se volverá a repetir.

—Perdone, señoría, asumo la plena responsabilidad de lo ocurrido en la visita al casino de Robredo —intervine—. En cuanto a los testigos mencionados, no les hicimos ninguna pregunta sobre el caso, ni los amenazamos, ni mucho menos tratamos de influir en ellos sobre su testimonio, no veo que pudieran ser exculpados de testificar.

—Hay muchas cosas que usted no ve, Tramel, el mero hecho de que entablaran conversación con ellos pudiera bastar para que los excluyera de la lista de testigos —concluyó Huarte.

—Supongo que esa es precisamente la intención de los propios testigos, o de sus letrados, al informar torticeramente a su señoría de los hechos y tergiversarlos a su favor —zanjé.

—Una vez más, se equivoca —me corrigió la juez—. Quien me ha hecho llegar esta información es la Policía Judicial, en concreto la Brigada de Delincuencia Económica y Fiscal, que está llevando a cabo una compleja investigación sobre un conocido criminal, el señor Alejandro Friman, al que siguen día y noche, y que si no me equivoco fue su acompañante aquella noche en el casino de Robredo. Puede que sea una estrategia nueva, pero pavonearse por el principal escenario de los hechos, delante de los testigos, junto a un peligroso delincuente con un nutrido historial de antecedentes delictivos sobrepasa mi entendimiento.

Ginés estaba trinando, ni siquiera se atrevió a abrir la boca.

—No simpatizo con el señor Friman ni sus actividades —me excusé—, podríamos decir que es un experto en el mundo del juego y que tenía información que podía resultar útil. Como bien sabe, muchas veces los peritos o especialistas no tienen por qué ser un modelo de conducta, no es su opinión ni su ejemplo moral lo que se busca en ellos, sino únicamente sus conocimientos técnicos.

—No deja de sorprenderme con sus argumentos, señora Tramel. Ahora defiende su relación con un estafador. Espero que aquella visita fuera provechosa porque, como le he dicho a su colega el señor Iglesias, puede que les cueste dos testigos. No hace falta ni decir que se abstenga de volver al casino mientras el caso siga abierto; si precisa acudir a dichas instalaciones solicítelo por escrito.

—Así lo haré, gracias.

Intenté buscar la mirada de Ginés, pero me rehuyó, no me extrañaría que me retirase la palabra después de aquello, su inmaculado expediente labrado durante años tenía ahora una pequeña mancha por mi culpa.

—Sigamos, esto no tiene desperdicio. —Huarte, que no parecía disfrutar con aquella ristra de irregularidades que me estaba restregando, abrió la quinta y última carpeta azul y negó con la cabeza con cierta desesperación—. Lo que sí me han hecho llegar los letrados de Barver & Ambrosía, señora Tramel, es un completo informe de su relación sentimental, no sé si debo llamarla así, con el teniente encargado del caso, Santiago Moncada. Relación totalmente inadecuada entre la abogada de la acusación particular y el guardia civil al mando de la investigación. Según este informe, han mantenido usted y el señor Moncada al menos nueve encuentros íntimos de distinta duración en el domicilio particular del teniente en los últimos dos meses. No tendría por qué hacerlo, pero se lo voy a preguntar: ¿En qué demonios estaba usted pensando? ¿De verdad creía que nadie se enteraría?

Estaba muda, noté un pitido en el oído izquierdo y una fuerte presión en el pecho. Siempre he pensado que moriría de un infarto y que lo haría a una edad relativamente temprana. Aquel podía ser un momento perfecto para sufrir un ataque al corazón. Allí en medio, delante de todos. Un final patético digno de mis últimos años de existencia. Dejaría tirados a los pocos que habían confiado en mí, y al fin descansaría. No me pareció una mala opción.

—Como no puede ser de otra forma, por ahora la jefatura de la Guardia Civil ha retirado a Moncada de este caso —continuó la juez, viendo que yo no decía nada—. Y van a revisar a fondo todos y cada uno de los procedimientos llevados a cabo por el teniente, desde la presentación de la querella en adelante.

Aquello podía retrasar todo semanas, incluso meses. Había sido una grandísima e inexcusable metedura de pata, una ingenuidad ridícula por parte de ambos que podíamos pagar muy caro. Moncada era un buen profesional, le habían asignado la investigación, puesto que era quien más y mejor conocía todo el entramado del casino de Robredo, y además era el teniente al cargo en el asesinato de Menéndez Pons. Lo más probable es que tuviera que tragarse un expediente disciplinario.

—Puede que este haya sido el último error de una larga cadena de desaciertos, señora Tramel —soltó la juez muy contrariada—. Y digo el último no porque confíe en que vaya a rectificar su comportamiento en el futuro, sino porque hay una gran posibilidad de que ya no tenga caso, de que todas las actuaciones policiales acometidas en estos últimos meses sean cuestionadas e incluso invalidadas por parcialidad. Aun en el supuesto de que el informe pericial sobre las grabaciones que estamos esperando le sea favorable, puede que ya no tenga caso. Ha ido demasiado lejos.

—No hemos hablado del caso, se lo garantizo —dije—. Desde el día que presenté la querella, Santiago y yo no hemos hablado del caso.

—Eso tendría que haberlo pensado antes —sentenció Huarte, y se volvió hacia la mujer que había entrado detrás de ella y que había permanecido sentada en silencio, observando sin mostrar emoción alguna, esperando pacientemente.

La juez tomó aire y le hizo un gesto para indicarle que había llegado su turno.

—En cierta ocasión, señora Tramel, no hace mucho tiempo, me dijo que era usted una buena encajadora —dijo Huarte—. Espero que sea verdad, porque aún le quedan algunos golpes que encajar esta mañana. Le presento a Almudena Osorio, del ministerio fiscal, está aquí como una deferencia para entregarle en persona la notificación de una demanda por delito de falsificación de documento público, así como de atentado contra la salud pública. Estos hechos serán también puestos en conocimiento del Colegio de Abogados por si pudiera haber incurrido en mala praxis, por uso de estupefacientes y alcohol durante el ejercicio de la práctica del derecho que hubieran podido mermar sus facultades, y por haberlas ingerido en el propio juzgado. En estos precisos instantes y a instancias de la Fiscalía, una brigada del Cuerpo Nacional de Policía está registrando su domicilio particular en busca de pruebas.

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