Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 53

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Se quedaba ciego de un ojo, caía noqueado, volvía a caer, una y otra vez, recibía un castigo desproporcionado, inhumano, impactos durísimos y repetitivos del mejor golpeador del mundo. En el rostro, en el costado, en la mandíbula. Arrinconado en la esquina caía destrozado contra las cuerdas, el árbitro bramaba la cuenta atrás con grandes aspavientos, y cuando todos lo daban por perdido, cuando parecía irremediablemente derrotado, de forma inconcebible se volvía a levantar y pedía que le volviera a dar, se ofrecía abiertamente para que le zurrara de nuevo: atízame, hombretón.

Había visto aquella escena un millón de veces, podía reproducirla en mi cabeza plano a plano. Sin embargo no podía recordar un detalle: ¿en qué asalto perdía Balboa el protector de un puñetazo? Cómo era posible que no me acordara de algo así, en su momento se me había quedado metido en el cerebro, el tipo escupiendo su protector, y aun así firme, aguantando, encajando, recibiendo un porrazo detrás de otro. Tenía una especie de neblina que me impedía recordarlo, era en la parte final del combate, puede que en el último asalto. Apoyé mis manos sobre el automóvil que tenía delante y traté de visualizar la imagen de aquel protector saltando por los aires. Mis dos asociados me observaban preocupados a unos metros de distancia, murmurando algo, Sofía sostenía un móvil y hablaba con alguien. Después de unos segundos, lo colgó y ambos se acercaron a mí.

—Han puesto todo patas arriba y se han ido —anunció.

—¿Qué se han llevado? —pregunté.

—No lo sé, Helena dice que no les dejaron mirar cuando entraron en tu cuarto.

—¿Están bien ella y el niño?

—Un poco nerviosos, pero por suerte Ramiro estaba allí cuando han llegado con la orden de registro y por lo visto les ha parado los pies.

—Al final tendré que darle las gracias por haber regresado —murmuré tratando de ordenar las ideas.

Estábamos en el exterior de los juzgados, el sol se reflejaba sobre el capó del coche, yo permanecía aturdida, incapaz de reaccionar. Solo pensaba obsesivamente en el protector. Y para ser sincera, en otra cosa también: qué haría para conseguir más pastillas si se las habían llevado todas. Esa era mi única preocupación, soy una adicta, no se puede esperar otra cosa de mí, ni siquiera yo confío en mí misma.

—El Colegio de Abogados no hará nada —dijo Gerardo tratando de poner un poco de cordura, y también de ánimo—, ya sabes cómo funcionan, no se meterían en algo así salvo que hubieras faltado a una comparecencia o te hubieras tambaleado delante de la juez. Al contrario, si la denuncia proviene de Barver no les hará ninguna gracia y podrían tomar medidas contra ellos.

—Claro —murmuré con incredulidad—, Barver y compañía están en graves aprietos ahora mismo.

Tanto él como Sofía insistieron en que no había pasado nada irreversible, haríamos frente a la denuncia y conseguiríamos reponernos, seguíamos teniendo un caso sólido y, si el perito nos daba la razón con las grabaciones, todo se arreglaría y saldríamos adelante, y la vida nos sonreiría de nuevo.

Abrí la puerta del Mazda y entré sin decir ni una palabra. Pude ver a través del parabrisas que Sofía y Gerardo me contemplaban sin saber qué hacer. Observé mi rostro en el retrovisor: los ojos enrojecidos, el pómulo ligeramente hundido y amoratado, la marca de los puntos con los que me habían cosido, la comisura de los labios reseca, la expresión desencajada. La imagen me descorazonó. Había creído que podría enfrentarme a una corporación gigantesca, al bufete más grande e influyente del país. Cómo podía haber sido tan ilusa. No pararían hasta machacarme, no se iban a conformar con ganar el caso, me pisotearían, conseguirían que no volviera a ejercer, no sé cómo lo harían, pero de una u otra forma me aplastarían.

Me sobresaltó una llamada en el móvil. En la pantalla apareció el nombre de Eme.

—¿Cómo ha ido? —dije.

—Era una trampa —respondió el investigador abruptamente—. La viuda no acudió a la cita. De hecho, por lo visto no ha pasado por Madrid desde hace mucho, lleva tiempo viviendo en Canarias con su familia paterna y sus hijos. En su lugar, aparecieron dos tipos con un montón de papeles, decían representar a la familia Ortiz, querían saber quién era yo y de dónde venía mi interés repentino por la muerte del empresario. También me han dicho que nadie de la familia tenía autorización para hablar sobre el caso y que, si volvía a acercarme a cualquiera de sus miembros, me denunciarían por acoso y por no sé qué artículos de mierda. Los he mandado a tomar por culo, a uno que iba de listo casi le arranco la corbata de un manotazo, pero si te digo la verdad parecían saber de qué estaban hablando.

Nada de eso me sorprendía. Lo raro hubiera sido que Eme sacara algo en claro de ese desayuno.

—Perdona que te lo pregunte —dije—, pero ¿tú recuerdas en qué asalto perdía Rocky su protector bucal? Me refiero a la primera película, claro.

—¿De qué coño estás hablando?

—Balboa contra Creed, el campeón del mundo. Le reventaba la cabeza de un golpe y el protector salía volando. Es ilegal, sabes, un combate no puede continuar si uno de los boxeadores pierde el protector. El árbitro tiene que detenerlo.

—¿Estás bien, Ana?

—No mucho, la verdad. Pero no te preocupes, lo estaré.

—¿Puedo hacer algo por ti?

Lo pensé y respondí lo primero que me vino a la cabeza:

—Consígueme una caja de tramadol y otra de diazepam, por favor.

Pude escuchar la respiración de Eme al otro lado del hilo telefónico.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó.

—Sabes que no bromearía con algo así.

Colgué y enfilé con mi Mazda la amplia avenida de circunvalación que rodea los juzgados. Lo bueno de conducir yo misma y no depender de que otros me llevasen es que podía ir donde me diera la gana sin dar explicaciones a nadie. Antes de enfrentarme con Helena y ponerla al día de los últimos avances (por llamarlos de algún modo), pensé que sería buena idea airearme un poco, conducir sin rumbo, dejarme llevar por el volante sin pensar en nada más. Entré en la autovía, dirección M-50, ya me veía haciendo kilómetros sin parar, llegando a la costa unas horas después, mirando el mar ensimismada, con una mezcla de melancolía y rabia, cuando sonó el móvil. Me detuve en el arcén al ver el nombre en la pantalla: «Palmira Jiménez», la Presidenta en persona.

Era tan poco usual esa llamada que me preparé para recibir otro revés. Decidí no contestar; si iban a darme otro golpe, prefería recuperarme un poco antes. Algunos vehículos pasaban a toda velocidad por los carriles centrales, encendí los intermitentes de peligro y aguardé a que el teléfono dejara de sonar, no me atrevía a tocarlo o silenciarlo, como si fuera a defenderse, a soltarme una descarga eléctrica tal vez. Cuando enmudeció tras una docena de timbrazos, respiré. Qué estaba pasando. Me pregunté por qué no tenía un ataque de ansiedad, incluso me extrañó que no me doliera el pecho y me faltara el aire; a qué estaba esperando mi cuerpo para reaccionar, para darme un buen latigazo. Apenas unos segundos después el móvil volvió a sonar. Palmira de nuevo, que no se daba por vencida. Me vino a la cabeza la imagen de mi amiga Concha y respondí deslizando el dedo por la pantalla.

—Perdona, estaba conduciendo —dije.

—No te preocupes, a mí tampoco me gusta hablar por el manos libres cuando estoy al volante —dijo ella—. Supongo que te extrañará mi llamada.

—Sí, estoy intrigada —musité sin mucho convencimiento.

—Tenemos una propuesta. Felipe quiere que nos reunamos y negociar.

Eso sí que no me lo esperaba. Se suponía que habían ganado muchos enteros gracias a la declaración de Jimena, puede que quisieran aprovecharlo para mostrarse generosos y pactar una custodia compartida o similar.

—Lo entiendo, pero no hay nada que negociar. Te diré lo que va a ocurrir: tendremos una encarnizada pelea en el tribunal, tras la cual Concha se quedará con las niñas, con la casa y con todo lo demás. Y Felipe irá a la cárcel. Si aceptáis ese trato, podemos negociar. Si no, me temo que sería una pérdida de tiempo para todos.

—Te recuerdo que Resano está a punto de revocar la custodia a nuestro favor.

—Es tu opinión, y supongo que la de tu amiga Melody, que yo desde luego no comparto. Por cierto, ese nombre… ¿es real?, ¿o es un nombre artístico? Es algo que no me deja dormir.

Noté que Palmira mascullaba algo, tal vez hacía un esfuerzo para contenerse.

—No he llamado para pelear, te lo prometo —dijo al fin—. Queremos negociar de buena fe y tenemos una propuesta que os va a gustar, no te haría perder el tiempo con bobadas.

—Suelta —acepté—, soy toda oídos.

—No por teléfono. Nos vemos mañana por la mañana. A la hora que digáis. Donde mejor os venga. Te repito que es una propuesta que os va a gustar. La única condición es que tiene que estar Concha también en la reunión.

—¿Acudirá Felipe?

—Por supuesto, la propuesta ha sido idea suya. Y quiere decirla de su propia boca, ha insistido en ello. Me ha dicho que tuvo una conversación muy estimulante contigo en un aparcamiento.

—Sí, claro, después de hablar conmigo vio la luz.

—Dale una oportunidad, por favor. No perdéis nada por escuchar.

—No me trago eso de la propuesta que nos va a gustar. ¿Está dispuesto a ir a la cárcel?

—No exactamente, pero sentaos diez minutos a escuchar. No te vas a arrepentir. Por favor.

—Está bien. A las once y media. Mañana. Tengo que hacer unas gestiones antes.

—¿En tu oficina?

Mi oficina, y eso lo sabía ella también como yo, no existía como tal, solo era un piso destartalado en el que habíamos acumulado mesas, ordenadores y unas cuantas estanterías.

—Mejor en la tuya —dije—. Estoy deseando ver ese cuchitril de diseño después de seis años, espero que hayas renovado la decoración.

—Os esperamos a las once y media. Es indispensable que venga Concha.

—Me gusta el café bien cargado.

—Descuida.

Colgué. A decir verdad, la conversación con la Presidenta me había espabilado. De pronto se esfumaron las ganas de hacer cuatrocientos kilómetros para ver el mar y el horizonte infinito mientras maldecía mi suerte. Recuperé el pulso y tuve la sensación de que podía seguir luchando un poco más. Esa era yo en estado puro. Cambiante. Ciclotímica. Insegura. Un puro manojo de contradicciones andante. Hija, nieta, y posiblemente bisnieta, de una larga estirpe de hermosas mujeres independientes y depresivas y malhumoradas.

Cuando llegué a casa, me crucé con Ronda en el pasillo. Estaba más seria que de costumbre. No era para menos.

—Siento lo de Sebastián —dijo nada más verme—, me la ha jugado. Lo siento muchísimo, Ana.

—Yo también lo siento —respondí.

—Solo quería perjudicarnos, me lo advirtió Eme y no le escuché. Soy tonta, creía que estaba de nuestra parte.

—Pasa mucho, esos moteros nos vuelven locas aunque sean unos verdaderos gilipollas. Es algo genético, me parece.

—Era un mierda en la cama —sentenció.

Nos interrumpieron Gerardo y Sofía, que aparecieron al oírme.

—Helena está al corriente de lo que ha ocurrido esta mañana en el juzgado —me avisó Sofía—. O al menos, de una parte.

—He tenido que contarle algo —se excusó Gerardo saliéndome al paso—, estaba muy exaltada con el tema del registro, por lo visto han sacado hasta la ropa del niño de los armarios.

—Les gusta hacerse notar —respondí.

Sin detenerme más en el concurrido pasillo, entré en la cocina, escuché el ruido de la televisión e imaginé que mi cuñada estaría allí.

—Ramiro sigue aquí también —trató de advertirme Sofía.

Demasiado tarde. Lo primero que vi nada más abrir la puerta fue a mi primer exmarido de pie, con Martín en brazos y compartiendo un batido entre los dos. Parecían una de esas postales de anuncio de seguros de vida, con un crío rubio y feliz en brazos de su progenitor. Puede que el aspecto cadavérico de Ramiro desentonara un poco.

—Hola —dijo al verme entrar.

Helena estaba sentada delante de la televisión, cortando una gran pieza de ternera en pequeños pedazos, parecía estar preparando uno de sus pasteles de carne. Me miró fijamente y fue directa al grano:

—¿Por qué registro casa?

—Es complicado —dije.

—Es porque Santonja está moviendo todos sus hilos para hacernos la vida imposible —apuntó Gerardo desde la puerta.

—No entender.

—Porque el casino quiere jodernos —traduje.

—Policías muy poco amables —protestó ella—. No explicar a mí, solo entrar en casa y llevarse pastillas tuyas y papeles farmacia también. Y gritar mucho. Ramiro dice a ellos que no gritan.

—Siento que hayas tenido que pasar por eso —traté de mostrarme tranquila—, pero no va a suceder nada grave, no meten a nadie en la cárcel por falsificar unas recetas.

—No te creas —intervino Ramiro—, se han dado casos.

Lo fulminé con la mirada.

—Pocos casos —rectificó—, muy pocos.

—Muy pocos —repitió Martín, que parecía estar a sus anchas entre los brazos de aquel hombre tan larguirucho y desgarbado.

Me concentré en Helena, no quería mentirle, pero tampoco alarmarla innecesariamente.

—Lo importante es que no va a volver a pasar algo así —dije.

—Ya le he explicado que todo forma parte de un proceso normal —añadió Sofía asomándose con precaución también desde el pasillo.

—¿Juez muy enfadada contigo? —me preguntó abiertamente mi cuñada.

—Está enfadada, sí —admití.

—Tú decir que ella juez buena y estar de nuestra parte.

—No, a ver, solo te dije que era muy comprensiva y que estaba acelerando la instrucción, lo cual nos beneficiaba —traté de argumentar—, pero ella no está de parte de nadie, es la juez, es totalmente imparcial.

—Bobadas —masculló Ramiro.

—No estás siendo de mucha ayuda —le dije conteniéndome—. Si vuelves a abrir la boca, te vas a tragar tus palabras.

—Ramiro ayuda mucho, es muy bueno con Martín y conmigo cuando vienen policías —intervino Helena.

—El tío Ramiro me va a llevar a dar un paseo en helicóptero con unos amigos suyos —añadió el crío.

—Los de Tráfico, ya sabes —se excusó.

¿Había oído bien? ¿El tío Ramiro? ¿Aquel cabrón y yo merecíamos el mismo trato por parte de Martín? Me había empeñado hasta la ruina, lo había dejado todo para concentrarme en su caso, los había acogido en mi casa y me estaba jugando el cuello. Ramiro por ahora lo único que había hecho era pasar unas horas jugando con el niño. No me parecía que los dos tuviéramos exactamente el mismo nivel de implicación.

—¿Tú vas a venir en helicóptero, tía Ana? —me preguntó Martín.

—Es posible, cariño —respondí—. Un día de estos.

—Gerardo dice todo depender de grabaciones telefónicas —continuó Helena muy nerviosa—. Si no admitir prueba, no hay caso.

—Ah, ¿Gerardo te ha dicho eso? Qué bien.

—No lo he dicho así tampoco —se excusó de nuevo.

—Estoy deseando escuchar tu versión —le solté a mi asociado.

Parecía haberse quedado mudo. Sofía le dio un codazo para que hablara de una vez.

—Le he explicado a Helena que su testimonio es muy importante —recapituló él temeroso de meter la pata más de lo que ya lo había hecho—, y luego están los expertos y los posibles testigos, y muchas más cosas, pero al final la clave de todo el caso, como ha dicho la propia Huarte esta mañana, son las grabaciones telefónicas. Solo he repetido las palabras de la juez.

—Muchas gracias. Ahora puedes irte un ratito a tu mesa y no volver a explicarle nada a nadie durante las próximas horas.

Gerardo se esfumó por el pasillo.

—¿Vamos a ganar? —me preguntó Helena con temor.

Solo podía responder una cosa sin mentir:

—Yo no me voy a rendir.

—Yo tampoco —apostilló Sofía.

—Ya, pero ¿vamos a ganar? —volvió a preguntar mi cuñada.

—¿Vamos a ganar? —repitió Martín.

—No lo sé —dije tras unos segundos.

—Tú decir que nosotros ganar —rebatió ella.

—Yo decir que iba a hacer todo lo posible —repliqué—. ¿Qué más quieres de mí, Helena? Te he dado todo lo que tengo. Estoy luchando contra un gigante. Es muy complicado. ¿Qué más quieres?

—Yo querer que tú no mientes a mí —dijo.

Joder con la dulce viuda. Quería que le arreglara la vida. Que me ocupara de su hijo de dos años si las cosas salían mal. Que liderase una cruzada contra el mal. Y para colmo, también quería que le dijese la verdad. Demasiado para alguien como yo.

Estuve tentada de decirle que su querido hermano Sebastián, el mismo que nos había jodido a base de bien, consideraba que la verdad era un concepto sobrevalorado, y puede que no estuviera desencaminado. Opté por mantener la boca cerrada y no empeorar las cosas.

Helena agarró a Martín, que no parecía querer separarse de Ramiro, le dijo algo en polaco y salió con él de la cocina, seguida de Sofía, que trató de tranquilizarla. Miré los trozos de carne a medio cortar sobre la mesa.

Si lo que pretendían Barver, Santonja y compañía era minar nuestra frágil moral, les estaba saliendo de maravilla. Me fijé en la ropa que llevaba puesta mi ex. Era un pantalón y una camiseta que le quedaban pequeños, distintos a los que llevaba cuando lo trajeron.

—¿De dónde has sacado eso?

—Era de Alejandro, por lo visto. Me lo ha prestado Helena. Si te molesta, se lo devuelvo.

—Me da exactamente igual —dije dándome la vuelta.

Dejé que todo el peso de mi cuerpo descansara sobre el bastón. Di un par de pasos en dirección al despacho; aunque no tuviera ganas, debía hablar con Concha y preparar la reunión del día siguiente.

—Oye, Ana, ¿me puedo quedar esta noche? —preguntó Ramiro—. Solo un día más. Es que no tengo dónde ir.

Sin darme la vuelta, respondí:

—Haz lo que te salga de los cojones.

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