Amsterdam

Amsterdam


V Parte » Capítulo 3

Página 26 de 31

3

¿Lo llevaba todo encima? ¿No había olvidado nada? ¿Era realmente legal? Clive consideraba estas cuestiones en el interior de un Boeing 757 que permanecía aparcado en medio de una heladora niebla en el extremo norte del aeropuerto de Manchester. El tiempo habría de mejorar en breve y el piloto quería conservar su puesto en la cola de despegue; los pasajeros, con un apagado rumor de voces, buscaban consuelo en el carro de las bebidas. Era mediodía, y Clive había pedido café, coñac y una chocolatina. Tenía un asiento de ventanilla en una fila vacía, y a través de unos claros en la niebla podía ver otros aviones en espera, compitiendo entre sí en hileras convergentes y desiguales (era algo burdo e inquietante: delgadas ranuras oculares bajo cerebros exiguos, brazos raquíticos y cargados, anos levantados y ennegrecidos; criaturas como aquéllas jamás podrían llegar a preocuparse unas por otras).

La respuesta era afirmativa: tanto las pesquisas previas como la planificación habían sido meticulosas. Iba a suceder, se dijo, y sintió un estremecimiento. Levantó la mano en dirección a la risueña azafata de airoso sombrero azul, que parecía personalmente encantada de que Clive hubiera decidido pedir otra diminuta botella de coñac y se brindaba a llevársela al instante. Después de todo, dado lo que había tenido que pasar y los tormentos que le esperaban, y dada la certeza de que ahora los acontecimientos habrían de sucederse con vertiginosa rapidez, no se sentía tan mal. Se perdería las primeras horas del ensayo, pero una orquesta tanteando una nueva obra… no era ningún plato de buen gusto. Quizá lo más sensato fuera perder todo el primer día. Su banco le había asegurado que no estaba prohibido llevar en el maletín diez mil dólares en metálico, y que en el aeropuerto de Schiphol no le pedirían explicaciones. En cuanto a su declaración a la policía de Manchester, había manejado el asunto con una razonable habilidad. Le habían tratado con respeto, y podía hasta sentir una pizca de nostalgia del ambiente tonificante de la comisaría y de aquellos policías siempre en vilo con quienes había trabajado de forma tan grata.

Recordó que al llegar de la estación con el más sombrío de los talantes, después de haber maldecido a Vernon a lo largo de todos y cada uno de los kilómetros de vía férrea desde Euston, el inspector jefe en persona salió al vestíbulo a recibir al «gran compositor». Parecía enormemente agradecido por el hecho de que Clive hubiera viajado desde Londres para cooperar con la investigación. De hecho nadie parecía molesto por que no se hubiera prestado a hacerlo antes. Estaban encantados —según le manifestaron varios policías— de contar con su ayuda en aquel caso concreto. En la entrevista, mientras realizaba su declaración, los dos inspectores le aseguraron que se hacían cargo de lo duro que tenía que ser componer una sinfonía por encargo y con un plazo inamovible pendiendo sobre él como una espada de Damocles, y del dilema al que se había visto enfrentado mientras se ocultaba sobre aquella losa durante el incidente. Se hallaban enteramente dispuestos a entender las dificultades que implicaba la composición de una melodía de tamaña trascendencia. ¿No podría tararearla un poco? Cómo no, había respondido Clive. De cuando en cuando alguno de los dos decía algo como «Bueno, ahora volvamos a lo que pudo ver de aquel tipo». Resultó que el inspector jefe estaba cursando una licenciatura en literatura inglesa en la Open University, y sentía un interés especial por Blake. En la cantina, ante sendos sándwiches de bacon, el inspector jefe demostró saber de memoria «A poison tree», y Clive le contó que en 1978 había escrito la versión musical de aquel poema, interpretada al año siguiente (y ni una sola vez más desde entonces) por Peter Pears en el Aldeburgh Festival. En la cantina, dormido sobre dos sillas unidas, había un bebé de seis meses. La joven madre, encerrada en una celda de la planta baja, se recuperaba de una farra alcohólica. Durante todo el primer día Clive pudo oír los lastimeros gritos y gemidos de la mujer subiendo a ráfagas por el desconchado hueco de la escalera.

Se le permitió entrar en el corazón mismo de la comisaría, donde los detenidos hacían frente a sus acusadores. A última hora de la tarde, mientras hacía una pausa en su declaración, presenció una refriega que tuvo lugar ante el sargento de guardia: un quinceañero grande y sudoroso y con la cabeza rapada había sido sorprendido en el jardín trasero de una casa con una cizalla y un juego de ganzúas y una serreta curva y un mazo ocultos bajo la pelliza. Juraba y perjuraba que él no era un ladrón, y que por tanto no le iban a meter en el calabozo. Cuanto el sargento le aseguró que sí, que lo iban a poner entre rejas, el chico golpeó a un agente en la cara y hubo de ser reducido por otros dos policías, que le pusieron las esposas y se lo llevaron a rastras. Nadie parecía demasiado alterado, ni siquiera el agente con el labio partido, pero Clive se llevó una mano al corazón y hubo de permitir que le ayudaran a sentarse. Más tarde, un guardia trajo a un lívido y callado niño de cuatro años a quien habían encontrado vagando por el aparcamiento de un pub cerrado hacía tiempo. Al rato se presentó una llorosa familia irlandesa a reclamarlo. Dos chicas que se mordisqueaban las puntas del pelo, gemelas e hijas de un padre violento, entraron pidiendo protección y fueron tratadas con una familiaridad jocosa. Una mujer con una herida sangrante en la cara puso una denuncia contra su marido. Una dama negra y provecta, cuya osteoporosis le hacía caminar muy encorvada, había sido expulsada de su cuarto por su nuera y no tenía adonde ir. Los asistentes sociales entraban y salían constantemente, y la mayoría de ellos parecían tan proclives al crimen, o tan desdichados, como sus propios asistidos. Fumaba todo el mundo. Bajo las luces fluorescentes todo el mundo parecía enfermo. Se consumía un té abrasador en vasos de plástico, y se oían muchos gritos, y rutinarias y trilladas maldiciones, y ominosas amenazas que nadie tomaba en serio. Eran una desdichada gran familia con problemas intrínsecamente insolubles. Y aquélla era la sala familiar. Clive se encogía tras su té rojo oscuro. En su mundo era raro quien pronunciaba una palabra más alta que otra, y durante toda la velada se vio sumido en un estado de exhausta excitación. Prácticamente todos los que acudían a la comisaría, voluntariamente o no, tenían un aire pobre y desastrado, y Clive tuvo de pronto la impresión de que el primer cometido policial no era sino lidiar con las innúmeras e impredecibles consecuencias de la pobreza, que era lo que aquellos hombres hacían con bastante más paciencia y menos remilgos de lo que él jamás había sido capaz pese a sus buenas intenciones.

Recordó cómo en un tiempo había llamado cerdos a los policías, y argumentado, durante su «flirteo» con el anarquismo en 1967, que la policía era la causa misma del crimen, y que llegaría un día en que no sería necesaria. Durante todo el tiempo que pasó en aquella comisaría fue tratado con cortesía, e incluso con deferencia. Al parecer les caía bien, y Clive llegó a preguntarse si no poseería ciertas cualidades que jamás había creído poseer: modales suaves, apacible encanto, tal vez autoridad… Cuando, a la mañana siguiente, llegó el momento de la rueda de reconocimiento, deseaba con todas sus fuerzas no decepcionar a nadie. Le condujeron a un patio tras el que aparcaban los coches patrulla, y se vio frente a una docena de hombres en fila y de espaldas a un muro. Clive reconoció de inmediato al hombre: el tercero por la derecha, el sujeto de la cara larga y delgada y la gorra de tela. Qué alivio. Cuando volvieron al interior, uno de los inspectores cogió a Clive por el brazo y se lo apretó con fuerza, pero no dijo nada. Se respiraba una atmósfera de júbilo contenido, y todo el mundo parecía apreciarle aún más. Se pusieron a trabajar en equipo; Clive había aceptado el papel de testigo clave del ministerio fiscal. Luego tuvo lugar una segunda rueda de reconocimiento, y esta vez la mitad de los hombres tenían caras largas y delgadas y llevaban gorras de tela. Pero Clive también reconoció a su hombre: a un extremo de la fila, sin gorra. De nuevo en el interior, los policías le informaron de que esta segunda identificación no había sido tan importante. De hecho debían descartarla por razones administrativas. Aunque en general estaban muy satisfechos con su generosa entrega a la «causa». Podía considerarse un policía honorario. Tenían un coche patrulla a la puerta que estaba a punto de salir en dirección al aeropuerto. Dado que iba a coger un avión, ¿aceptaría que le llevara un coche del cuerpo?

Le dejaron ante el edificio de la terminal. Mientras se apeaba del asiento trasero y se despedía del inspector, advirtió que el policía que se sentaba al volante era el hombre a quien había identificado en la segunda rueda de reconocimiento. Pero nadie creyó necesario comentar el hecho, y estrechó la mano del falso violador.

Ir a la siguiente página

Report Page