Amnesia

Amnesia


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Encontré a la chica muerta de un disparo en el salón de mi casa.

Desperté envuelto en una bruma de confusión, como solía sucederme cada vez que me emborrachaba y caía rendido en otro sitio que no fuera mi propia cama. Mi primer contacto con la realidad fue el chirrido distante del columpio en el porche delantero; el segundo, un golpe a la lámpara de pie cuando estiré los brazos para desperezarme, todavía sin abrir los ojos. La fatalidad que caracterizaba mi vida últimamente hizo que la lámpara cayera al suelo y la tulipa estallara en mil pedazos.

En ese momento comprendí que estaba en el salón, tendido boca abajo. Tenía un intenso dolor en el pecho, el brazo izquierdo entumecido y la mejilla apelmazada. Al levantar apenas los párpados, lo primero que divisé fue la forma de la botella de vodka en la mesilla baja, a un metro de donde me encontraba. Desde aquella posición la perspectiva la había transformado en una obra colosal, un obelisco a la altura de mi fracaso. Hice una mueca de desagrado y de nuevo me sumí en la oscuridad que empezaba a resultarme tan familiar. La vocecilla acusadora empezó a hablarme casi de inmediato. He asumido mi problema con el alcohol y aprendido a escucharla durante esos primeros instantes de pesadez y culpa. Lo hago en silencio, como un niño que recibe una merecida reprimenda, recordando cuán lejos han quedado los tiempos en los que creía tener el control sobre mi vida, y que no importa cuántas veces se lo haya prometido a mi exesposa, o a mi hija (aunque ella no lo sepa), o incluso a mi abogada, volveré a caer en la misma trampa una y otra vez como un idiota. Tengo veintisiete años. Donald, mi mentor en Alcohólicos Anónimos, dice que me he dado cuenta a tiempo, que él a mi edad era un necio con una década por delante de excesos y estupidez. No resulta un pensamiento demasiado reconfortante.

Cuando empecé a levantarme, un dardo con punta de acero se me clavó en la frente. Los brazos me temblaron y estuve a punto de dejarme caer, pero finalmente conseguí erguirme en lo que fue la lagartija más penosa de mi vida. He aprendido a ignorar una resaca leve, incluso a convivir con una moderada; sin embargo, no hay nada que hacer ante una de proporciones épicas. Me costaba determinar a cuál de ellas me enfrentaba esta vez.

Abrí los ojos.

La ventana era un rectángulo negro; de algún modo me había teletransportado al futuro y ya había anochecido. ¿Era posible que no recordara absolutamente nada de las últimas horas? No sería la primera vez, pero el hecho no dejaba de maravillarme. Normalmente aquí la vocecilla iniciaba la segunda parte de su discurso habitual, ya no basado en el reproche aleccionador sino en la culpa y la resignación; desaparecía la vehemencia y la furia y sólo quedaba la triste aceptación de una causa perdida. Pero esta vez no hubo tiempo para lamentos, porque mientras me concentraba en la botella, una forma resplandeciente en el suelo atrajo mi atención, y lo que durante apenas un instante fue un destello en forma de L no tardó en revelarse como la pistola Ruger P85 que había pertenecido a mi padre.

Fue entonces cuando con el rabillo del ojo divisé el cuerpo. Todo esto debió de suceder en menos de medio minuto, pero en mi mente los acontecimientos se desarrollaron con una lentitud pasmosa. Giré la cabeza, consciente de que algo no estaba bien, y allí estaba la muchacha, boca abajo, cubierta con una sábana blanca. Tenía la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha, hacia donde yo estaba, los ojos abiertos puestos en el infinito.

Me considero una persona fuerte. A los once años encontré a mi madre muerta tras una larga agonía a causa de una enfermedad terminal. Mi padre fue detenido, acusado de haberla asfixiado con una almohada, y al poco tiempo se disparó en la cabeza con una escopeta que le pulverizó el cráneo. A él no tuve que verlo, pero estaba solo en casa cuando la policía se presentó a darme la noticia. El cadáver de la chica, a quien más tarde me referiría como la chica de la gargantilla —aunque en ese momento no llevaba ninguna—, me afectó de un modo diferente, porque había en su mera existencia algo espeluznante que me incriminaba inequívocamente.

Fui hacia el cuerpo olvidándome por un momento de las palpitaciones en la cabeza. Mi vista viajaba de la muchacha al arma. Del arma a la muchacha. El miedo llegó, y con él la pregunta obvia.

¡¿Qué has hecho?!

Nunca había visto a esa chica en mi vida, de eso estaba seguro; sin embargo, había algo en ella que me resultaba extrañamente familiar.

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