Amnesia

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Sin pensármelo dos veces, la puse boca arriba y comprobé que no tenía pulso. La piel aún estaba tibia, pero de algún modo sabía que no podría hacer nada por ella. Oprimí su pecho una y otra vez, soplé aire entre sus labios, volví a oprimir el pecho y seguí hasta que la consciencia me dijo que había cumplido con mi deber. Me quedé arrodillado a su lado, mis manos y mi cara embadurnadas de sangre, y la observé con un poco más de detenimiento. El suyo era un rostro hermoso, ese tipo de belleza que no admite discusión; no aparentaba más de veinte años. Llevaba una camiseta blanca, unos shorts azules con corazones blancos y zapatillas DC. El disparo le había dado en la espalda, a la altura del corazón.

Observé la sábana que había dejado a un costado, ahora hecha una bola irregular. Un río de sangre estaba a punto de alcanzarla de modo que la aparté con el pie.

Entonces perdí la calma. Hasta ese momento mis actos habían estado marcados por el sentido común; había hecho todo lo posible para salvarla. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora? Mis manos temblaban. Escruté el salón con la sensación de estar siendo observado; me concentré en la botella vacía, después en mis manos y por último en el arma. Caminé de un lado para el otro mascullando palabras ininteligibles. Tenía que llamar a la policía.

—Llama ahora mismo, Johnny —me dije mientras cruzaba el salón a toda velocidad.

Pasé junto al cadáver y ni siquiera me atreví a volver a cubrirlo con la sábana. Fui hacia la cocina y me lavé las manos y el rostro frenéticamente.

—¡Mierda!

Seguí frotando la piel hasta que el agua del fregadero recuperó su cristalinidad. Me quité la camiseta manchada de sangre y la dejé en el canasto de la ropa sucia. En la lavadora había ropa limpia así que rebusqué hasta encontrar una camiseta y me la puse.

La policía te preguntará por qué te has cambiado de ropa.

—¡Porque no puedo soportar la puta sangre! —estallé ante nadie.

La chica acaparaba toda mi atención en ese momento, pero había una parte de mí que seguía pendiente de la botella. Era la botella la que lo complicaba todo.

La agarré y la sostuve en alto, conteniendo el deseo de gritar y de lanzarla con fuerza contra el suelo. ¿Qué iba a hacer con ella?

Estás en medio del bosque. Algo se te ocurrirá.

Mi cabeza había entrado en un ciclo del que no podía escapar. Salí por la puerta de delante y rodeé la casa para internarme en los bosques que se extienden más allá de mi propiedad hacia el norte de New Hampshire. Corrí a toda velocidad, agitando la botella vacía como un maníaco. Dos veces estuve a punto de caer de bruces y a la tercera no tuve tanta suerte: aterricé en la raíz de un abeto y mi labio inferior se llevó la peor parte.

Genial, ahora tendrás que explicarle a la policía cómo te has partido el labio.

Me encontraba a unos cincuenta metros de casa, en un camino peatonal que había transitado un millón de veces durante mi infancia, y otras tantas en la adultez. Fue entonces cuando escuché el estampido. Me quedé helado, muy quieto, tendido en la tierra y paladeando el sabor metálico de la sangre. ¿Había sido un disparo? Creía que no, pero todo había sucedido muy rápido. En aquella dirección se encontraba un sitio que con mi hermano habíamos bautizado hacía mucho tiempo como el promontorio del reptil. Era curioso, porque hasta ese momento no me había planteado seriamente la posibilidad de que yo pudiera haber matado a la chica, y sin embargo tampoco pensaba que el asesino pudiera seguir en las inmediaciones. Menuda paradoja.

Tenía que deshacerme de la botella y reevaluar la situación.

Recorrí a trote ligero el resto del trayecto hasta Union Lake, unos quinientos metros en total. Me detuve en el acantilado, la masa de agua era un gran ojo negro que reflejaba la luna en el centro. En la orilla opuesta, en la cima de una colina y asomando entre los árboles, estaba la planta de agua abandonada.

Lancé la botella con todas mis fuerzas, como si eso ayudara a librarme del verdadero problema. El lago se la tragó con un ¡plop! y todo volvió a ser como antes. Esa noche los búhos estaban particularmente animados.

Me quedé allí, francamente sin saber qué hacer, el labio empezaba a hincharse y sabía que tenía que volver; había una muchacha muerta en mi casa que se merecía más que a un tipo mediocre preocupado porque su renovada afición por la bebida saliera a la luz.

Me estaba dando la vuelta cuando capté algo sobre la orilla del lago. Entre las plantas, un globo blanco se escondió: un rostro. Las ramas se sacudieron y alcancé a divisar una figura que se fundía con la noche.

Decidí regresar por el camino más directo, apartándome del sendero. Eso me permitiría además echar un vistazo en el promontorio del reptil. Si algo empezaba a tener claro era que debía llegar a casa y llamar a la policía de una vez por todas.

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