Amnesia

Amnesia


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En el promontorio había una empalizada de piedra que servía perfectamente para sentarse. Apenas llegué, algo llamó mi atención en una de las imperfecciones de la roca, y al acercarme comprobé que se trataba de una colilla retorcida. Me quedé mirándola, quizás atribuyéndole más relevancia de la que en verdad tenía, y me palpé el bolsillo con la intención de sacar el móvil para encender la linterna y buscar otros indicios de visitantes. Maldije al descubrir que me había dejado el móvil en casa. Con el resplandor lunar como único aliado, busqué más colillas pero no las encontré; sólo aquella solitaria evidencia de que alguien había estado allí.

Muy cerca, en dirección noroeste, había un viejo camino de tierra abandonado desde hacía años. Si alguien había llegado hasta allí en coche era muy probable que lo hubiese hecho desde esa dirección, pensé. Bajé la colina a toda velocidad. La vegetación en aquella zona era tupida y apenas podía ver por dónde avanzaba, pero no me importó. Había explorado aquellos bosques lo suficiente para moverme prácticamente de memoria.

Incluso antes de llegar al camino intuí que había algo más que no cuadraba. A través del follaje divisé una descomunal forma oscura y estática: una furgoneta o una caravana pequeña. Me puse instintivamente alerta y caminé muy despacio, cuidando de no pisar ramas u hojas que pudieran delatarme.

Cuando llegué a la orilla del camino me oculté detrás de un árbol y comprobé que el vehículo era, efectivamente, una furgoneta Volkswagen: un monovolumen de hacía varios años, probablemente de los noventa. Estaba en muy malas condiciones de conservación, era gris, la chapa estaba en pésimo estado y los cristales sucios; mi primera impresión fue que alguien la había abandonado; sin embargo, tenía matrícula y eso me desconcertó. Repetí los siete dígitos unas cuantas veces para memorizarlos.

Me acerqué por la parte de atrás pero me quedé a medio camino. Estaba de pie entre la maleza crecida, la furgoneta a pocos metros. Me embargó la misma sensación de opresión en el pecho que cuando descubrí el cadáver, veinte o treinta minutos antes. ¿Qué estaba haciendo? El cuerpo de la chica muerta se presentó en mi cabeza como la imagen efectista de una película de horror. La furgoneta podía estar relacionada con el cuerpo, cierto, ¿pero no era ésa la mejor razón para llamar a la policía? ¿Por qué había salido de casa sin el móvil?

En el fondo no quieres llamar a la policía, y lo sabes.

Desde donde estaba no podía ver el frente de la furgoneta, y la parte de atrás era completamente cerrada salvo por unos cristales pequeños, negros como los ojos de un calamar. Me acerqué con precaución, dando un ligero rodeo. La cabina estaba vacía. Me asomé por el lado del acompañante y vi dos vasos térmicos en la bandeja central. Uno de ellos parecía tener restos de pintalabios en el borde pero era difícil asegurarlo a través de aquellos cristales mugrosos.

Fui hacia la parte trasera. Aquel vehículo ya era sospechoso de por sí, pero la colilla de cigarrillo, el café, todo hacía suponer que los dos integrantes habían decidido pasar un buen rato en las proximidades de mi casa. Y si uno de ellos estaba en el salón de mi casa, sin vida, ¿dónde estaba el otro? Aparté una capa de tierra de los cristales traseros e intenté mirar, sin suerte. Permanecí de pie junto a la puerta corrediza; si alguien se había escondido allí dentro, yo estaba a punto de cometer la mayor estupidez de mi vida.

Tiré de la manilla con todas mis fuerzas, preparado para que la puerta no cediera, pero sí lo hizo, y con extrema facilidad. Un latigazo se extendió por mi brazo hasta el hombro. La puerta chocó contra el final del riel y me obligó a apretar los dientes en una mueca. El interior de la furgoneta estaba oscuro; nadie saltó sobre mí, lo cual fue una buena noticia, pero cuando mis ojos se acostumbraron divisé una serie de lucecillas desconcertantes. El vehículo había sido transformado para carga, es decir, que no tenía ningún asiento. En el centro había una mesa plegable pequeña, de esas de playa; sobre ella, un ordenador.

Entré. La pantalla del ordenador estaba oscura. Sobre la mesa había unas gafas rectangulares y un ratón inalámbrico. Toqué el ratón con la punta del dedo y el ordenador revivió.

En la pantalla apareció el salón de mi casa.

Retrocedí como si me acabaran de pegar un puñetazo en el pecho. Mi pie derecho pisó en el vacío y estuve a punto de caer. Me aferré a los laterales de la puerta.

Era una cámara de circuito cerrado, enfocada hacia los sillones. Si el encuadre hubiese sido un poco más amplio se vería el cuerpo inerte.

Me quedé mirando la imagen, sin poder dar crédito.

No sé cuánto tiempo hubiese permanecido allí, sin ser capaz de conectar los puntos de aquella noche descabellada, pero de repente la imagen se perdió y apareció la leyenda «sin señal».

Di media vuelta y me bajé de un salto. Ni siquiera me detuve a cerrar la puerta. Corrí a toda velocidad hasta mi casa; fueron cinco minutos con el corazón a puro galope. Había dejado la puerta de casa abierta, las luces encendidas. Entré sin preocuparme por nada; el miedo y el desconcierto empezaban a ceder ante la ira. Sabía exactamente dónde iba a encontrar la cámara escondida.

Me detuve en seco. El cadáver había desaparecido.

También el arma.

Permanecí de pie, escuchando el ruido de mi propia respiración. Lo único que había en el suelo eran los restos de la lámpara. Giré la cabeza lentamente, hacia el mueble junto a la puerta donde debían de haber escondido la cámara. Me acerqué dando dos largas zancadas y con la mano barrí la parte superior frenéticamente, sin conseguir otra cosa que ensuciarme de polvo. La cámara tampoco estaba, pero a estas alturas no me sorprendió.

A continuación revisé el último estante de la repisa, detrás de un adorno, en busca de la Ruger. Aquél era su escondite habitual, fuera del alcance de mi hija pero suficientemente cerca en caso de necesidad. Mi mano palpó la forma inconfundible de la pistola.

Hace un rato estaba en el suelo.

Extraje la bala de la recámara y comprobé el cargador, que estaba totalmente lleno, y volví a dejarla en su lugar.

Con el andar resignado de un condenado a muerte fui al sitio donde había estado el cuerpo de la chica. No quedaba nada: ni rastros de sangre, ni la sábana ensangrentada… Me arrodillé y pasé mi mano por la superficie de mosaico, incapaz de comprender. Podía sentir mis labios sobre los suyos, la palma de mi mano presionando rítmicamente su pecho…

Entonces el teléfono fijo empezó a sonar con estridencia.

Eran más de las nueve de la noche y casi nadie me llamaba a esa línea.

Levanté el auricular con la convicción de que aquella llamada sólo aportaría más confusión.

—Johnny, ¿estás bien?

Era mi hermano mayor. Mark siempre ha tenido un sexto sentido en lo que a mí respecta, un radar para detectar el peligro a la distancia.

Emití un sonido que pretendió ser un sí.

—¿Llevas el móvil encima?

—El móvil…, no sé, creo que lo he perdido.

Incluso desde el otro lado de la línea Mark fue capaz de percibir mi nerviosismo.

—¿Qué sucede? Te he dejado varios mensajes durante las últimas horas y no los has visto…

Las últimas horas, pensé. Mi último recuerdo de ese día era…

—No es un buen momento, Mark. Debo llamar a la policía.

Una pausa interminable. Conozco lo suficiente a mi hermano para saber lo que pensó en ese momento: otra vez el bueno de Johnny había vuelto a las andadas con la bebida. No podía culparlo por pensar de esa forma.

—No es lo que piensas, Mark.

No podía quedarme quieto. Pasaba el peso de una pierna a la otra mientras retorcía el cable del teléfono.

—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar Mark, ahora sin poder ocultar su preocupación.

Tragué saliva. ¿Cómo explicar la última hora?

—Encontré a una chica muerta —dije con impaciencia. Expresarlo en voz alta me estremeció. Mi mano libre temblaba.

—¿En el bosque?

—En el salón.

Otra pausa infinita.

—¿Conocías a esa chica? —dijo Mark en tono cauteloso.

Otra persona hubiera perdido la compostura o formulado todo tipo de preguntas sin parar, pero Mark no era de esas personas. Él sabía centrarse en lo importante. Era una de las tantas diferencias entre nosotros.

—No la conozco. Desperté de una siesta y la encontré aquí.

¿Una siesta a las nueve de la noche? Sigue agregando inconsistencias a la lista.

—¿Estás seguro de que está muerta?

—Eh…, sí, le comprobé el pulso, ¡la intenté reanimar!

—Johnny, cálmate, por favor. ¿Qué has hecho con ella?

—¡El cuerpo no está, Mark! ¡Se lo han llevado!

El tono de mi hermano fue el que utilizaría con un niño pequeño o, peor aún, con alguien que ha perdido el juicio.

—¿Quién, Johnny?

—No lo sé, Mark. Salí de la casa y al regresar ya no estaba. Creo que me están espiando.

Imaginé a Mark sujetándose la cabeza. Yo mismo era consciente de lo ridículo que sonaba todo aquello.

—Descríbeme a la chica.

Mark era pragmático, aquélla era una forma indirecta de probar mi delirio, de modo que estimo que mi respuesta inmediata lo descolocó.

—Muchacha joven, cabello rubio, ojos celestes, delgada…

—Johnny, escúchame. No hagas nada hasta que yo llegue.

No era la primera vez que mi hermano iba a ocuparse de mí. Así había sido desde que éramos críos, y una parte de mí se había acostumbrado. Pero había otra parte, más profunda y sensata, que sabía que eso tenía que acabarse alguna vez.

—Mark, prefiero lidiar con esta situación a mi manera. Los responsables de matarla pueden seguir cerca. Si no llamo a la policía…

—Espera. Esto no se trata de decirte lo que tienes que hacer, hermano. Sólo te pido que evaluemos la situación con un poco de calma.

Y en un tono apenas audible agregó:

—Por favor, Johnny.

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