Amnesia

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En algún momento de esa noche una enmarañada pesadilla se apropió de mi sueño como un parásito. Una serie de imágenes inconexas y horribles me empujaron a un estado de semiinconsciencia y de allí a un sendero en el bosque. Caminaba siguiendo el poderoso haz de la linterna. Alguien venía detrás de mí, una presencia. El terror que me provocaba el sitio al cual nos dirigíamos me acompañó hasta mi habitación, cuando desperté horrorizado.

Me quedé un largo rato sentado en la cama. Lo sucedido la noche anterior parecía inverosímil y ridículo a la luz del día.

Cuando bajé a la planta baja, todavía en calzoncillos y una camiseta vieja, me quedé mirando el suelo. Antes de irme a dormir había barrido los restos de la tulipa rota así que todo lucía como siempre.

Estaba a punto de regresar a la segunda planta para iniciar mi ritual matinal cuando recordé algo que había pasado por alto la noche anterior. Bajé al sótano con cierta premura; mi cerebro empezaba a activarse. Allí había una pequeña bodega que en su hora había sido el orgullo de mi padre; se trataba de una habitación estrecha con estanterías a ambos lados. En mi niñez temprana vi como aquellas estanterías albergaron decenas de costosas botellas que mi padre reservaba para los encuentros con amigos que tenían lugar en ese mismo sótano una vez al mes, donde jugaban al póker, fumaban y hablaban de viejos tiempos. Era un grupo unido que se conocía desde la escuela primaria. Algunos adultos se referían a ellos como el club Bilderberg, o club B. Mis amigos y yo comenzamos a llamarlos de esa forma.

Cuando mi madre enfermó, las reuniones empezaron a espaciarse. Las botellas se fueron consumiendo, pero sin reponerse. El dinero se iba en medicinas y enfermeras y mi padre ya no se ocupaba de su negocio como antes, así que las cosas empezaron a ir mal. A veces acompañaba a mi padre a la bodega, y él, que siempre había dedicado un especial cuidado a la selección de cada botella —como si efectivamente hubiera una para cada ocasión, como a él le gustaba decir—, empezó a hacerlo de un modo desinteresado y cada vez con mayor frecuencia. Mi padre no fue alcohólico, pero dejó que el alcohol ahogara su tristeza durante aquellos meses penosos.

Las estanterías estaban ahora vacías y deterioradas; eran el reflejo de lo que había sucedido en aquella casa, de la que yo no había tenido el tino de marcharme, y de la que cada rincón era testigo de la decadencia y la fatalidad. Mark había tenido la sabiduría de alejarse y recorrer un camino de éxito, pero yo había sido lo suficientemente estúpido como para dejarme atraer por el agujero negro de mala suerte que parecía haberse cernido sobre la propiedad.

Y ahora el cadáver de esa chica. ¿Qué necesitas para marcharte de una puta vez? ¿Una lluvia de cascotes?

En la parte baja de la bodega había un compartimento donde mi padre había guardado en su día las botellas especiales. Me quedé mirando el estante vacío durante un buen rato. La botella que había comprado tras una tonta discusión con Lila ya no estaba.

La idea de comprar alcohol para probarme a mí mismo que no lo necesitaba era estúpida, pero no la más estúpida que he tenido. Cuando de buscar excusas se trata, un adicto puede inventarse diez en un segundo, y aun así convencerse de que son las verdades con más sentido sobre la tierra.

Pasé la siguiente media hora revisando la casa, me centré en mi habitación y luego en el salón. Buscaba cámaras escondidas, micrófonos, cualquier cosa fuera de lugar que pudiera revelarme la presencia de extraños. A medida que avanzaba en mi inspección me sentía más y más avergonzado. Finalmente, me di por vencido. Iba a seguir el consejo de Mark, al menos de momento; tratar de olvidarme de todo el asunto hasta poder ver las cosas con un poco de perspectiva. Tenía que reconocer que a la luz del día la explicación de mi hermano acerca de las alucinaciones oníricas ya no sonaba tan descabellada.

Me dirigí al despacho con el firme propósito de trabajar un poco. Hacía semanas que no conseguía crear algo que valiera la pena, por lo que suponer que lo haría ese preciso día parecía un poco pretencioso, pero aun así me senté en el escritorio dispuesto a intentarlo. No encendí el ordenador, que por lo general era la fuente principal de distracciones.

Junto a la ventana había una ilustración enmarcada de Busy Lucy, un personaje que había creado para un cuento infantil hacía tres años y que había conseguido cierto reconocimiento en el circuito de la ilustración comercial. Era una abeja hacendosa que daba a los niños pequeños consejos de cómo organizarse y aprovechar el tiempo; básicamente les enseñaba la importancia de combinar el ocio con las responsabilidades. Busy Lucy había aparecido en más de diez libros y cada uno se centraba en una temática especial: mantener la habitación en orden, las tareas antes de acostarse, la escuela y así sucesivamente. En definitiva, la abeja era una maldita aleccionadora de niños. Yo mismo había empezado a odiarla prácticamente desde el principio; pero los libros se vendían bien y mi agente me pedía más y más Lucy. Aparentemente a los padres les resultaba sencillo dejarle el trabajo sucio a la maldita abeja.

Unos meses atrás, no obstante, la fiebre de Lucy mermó. Mi agente incluso debió negociar la cancelación del último contrato porque los de la editorial se echaron atrás. Phil me llamó y me dijo: «El panal se ha secado, Johnny. Necesitamos algo nuevo». Aquello me hizo reír bastante.

Probé con un puercoespín y una hormiga…, pero todo era más de lo mismo.

Cogí una hoja en blanco y dibujé a Lucy con trazos rápidos. Me la quedé mirando. A continuación agarré la bandeja con las acuarelas, los pinceles, y puse manos a la obra. Quizás no se trataba de repetir la fórmula con un nuevo animal, me decía mientras trazaba las primeras líneas con un lápiz suave. Quizás era cuestión de continuar por el mismo camino, cuestionar a Lucy desde algún lugar… ¿Por qué no lo había pensado antes?

Trabajé durante media hora sin interrupciones. El nuevo personaje que acompañaba a Lucy era una niña rubia de ojos grandes y cautivadores. Llevaba puesto un vestido azul y usaba una gargantilla, y por supuesto supe inmediatamente quién era.

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