Amnesia

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El timbre me sobresaltó. Mañana de domingo, nada bueno podía surgir de una visita inesperada.

Ya desde el salón advertí a través de la ventana el inconfundible rojo furioso de la furgoneta de Harrison, el excomisario de Carnival Falls. Harrison había sido uno de los amigos más cercanos de mi padre y venía a casa a visitarme no menos de una vez por mes; su presencia no era algo extraordinario, no obstante, no pude dejar de relacionarla con lo que había sucedido el día anterior.

Abrí la puerta.

—¿Has desayunado, Johnny?

Harrison era un hombre imponente. Retirado de la fuerza policial y superados los sesenta años, no había perdido su aura de superhombre. De pequeño siempre me había impresionado que, a pesar de su carácter amable, sabía imponerse e inspirar respeto como nadie. Y con el tiempo comprendí que esta cualidad iba más allá de su uniforme; Harrison era el tipo al que todos seguían en una situación de pánico, era un líder nato, una persona que despertaba confianza, inteligente y con una capacidad innegable para llevar las riendas de situaciones difíciles. Carnival Falls era una ciudad relativamente pequeña que había pasado por un singular número de tragedias y hechos lamentables, y sin duda sus años de servicio fueron vitales para mitigar las consecuencias. Era lo más parecido a un padre que había tenido tras perder al mío.

—Lauren ha preparado galletas —dijo levantando una bolsa de cartón. En la otra mano llevaba una botella de limonada.

Por lo general Harrison se presentaba al anochecer; le gustaba sentarse conmigo en el porche y hablar durante horas. Siempre bebíamos limonada. Él no sólo estaba al tanto de mis problemas con el alcohol, sino que era una de las personas que más me había ayudado a salir adelante. Una parte de mí sabía que sus visitas tenían el doble propósito de controlarme, pero no me importaba.

—Todavía no he desayunado.

—Para eso están estas galletas. —Me palmeó el hombro y franqueó el umbral. Caminó despacio, observando todo a su alrededor con una atención que me resultó inusitada. O quizás fui yo que me fijé excesivamente en él.

Regresó cuando yo todavía no había cerrado la puerta de la calle.

—¿Esperas a alguien más?

—Pensé que preferirías estar afuera —improvisé.

—Sentémonos aquí.

Harrison señalaba la mesa del salón; estaba de pie justo donde había estado el cadáver de la chica y eso me inquietó. Me apresuré a sentarme.

Quince años atrás, en esa misma mesa, Harrison me había dado una de las noticias más devastadoras de mi vida. Ese día había estado dibujando un conejo con unos lápices Caran d’Ache regalo de la tía Audrey. El incidente estaba grabado a fuego en mi memoria.

—Muchos recuerdos en esta casa —dijo observando todo a su alrededor. Harrison era una persona de acción, rara vez se mostraba melancólico. Algo estaba sucediendo.

Me acomodé en la silla y bebí un trago de limonada. No había sido consciente de la sed hasta ese momento. Harrison no se sentó.

—Supongo que me cederás el honor de… —No continuó la frase. Yo sabía perfectamente a qué se refería.

—Por supuesto.

Se acercó a la vieja cadena musical: una verdadera reliquia que había pertenecido a mi padre y que en su época había costado una fortuna. Harrison escogió uno de los vinilos casi sin necesidad de revisarlos; los conocía mucho mejor que yo. Él y mi padre habían compartido el gusto por el rock británico; gusto que además me habían transmitido desde niño.

The Who inundó el salón con su 905. La cadena podía ser un vejestorio, pero reproducía esos condenados discos como el primer día. Harrison observaba por la ventana mientras movía la cabeza al ritmo de la música. Una parte de mí creía que el excomisario sólo escuchaba esas canciones en mi casa. Parecía transportado a otro lugar. Otro tiempo.

Cuando finalmente regresó a la mesa, me estudió un instante —o quizás seguía cautivado con la melodía—. Tenía con aquel hombre la confianza que un hijo puede tener con su padre y, sin embargo, por momentos me era imposible leerlo. Estaba seguro de que Harrison no jugaría conmigo pero…

—¿Qué tal el trabajo?

—He tenido algunas buenas ideas —dije pensando en la ilustración que había dejado sobre el escritorio, la de la niña del vestido azul.

—¡Me alegra mucho! ¿No más Lucy? —Harrison sonrió. Sabía de mis dilemas con la abeja.

—No lo sé…

—Vamos, coge una galleta. Todavía están tibias.

No tenía apetito pero sabía que las galletas me harían cambiar de opinión en cuanto las probara.

—Agradécele a Lauren de mi parte —dije dando un mordisco.

—Tiene muchas ganas de verte, Johnny. Ven a cenar uno de estos días.

—Lo haré.

Harrison bajó la vista, un movimiento apenas perceptible de cabeza que no se me escapó.

—¿Sucede algo?

Me observó e hizo una mueca de resignación.

—En realidad sí. He venido porque Dean Timbert me lo ha pedido.

La mención del actual comisario hizo que el vaso que estaba llevándome a la boca se detuviera a mitad de camino. Lo dejé sobre la mesa.

—¿Ha sucedido algo?

—No lo creo. Es posible que Dean esté siendo demasiado precavido, pero no lo culpo. De hecho, una de las razones por las que consideré que era el indicado para sucederme en el cargo fue precisamente por esa cualidad. Quizás esta ciudad necesita un poco más de desconfianza.

—No entiendo. ¿Se ha perdido alguien en el bosque?

Harrison negó con la cabeza.

—Nadie ha sido reclamado. Pero ayer recibieron una llamada en la comisaría. Alguien dijo haber visto a un hombre sospechoso en el bosque.

Por un instante me sentí paralizado. No supe qué responder. La canción de The Who se desvaneció lentamente y dejó tras de sí un pesado silencio. Cuando Sister Disco llegó al rescate creí que mi expresión ya me había delatado.

—¿Dónde fue exactamente?

—Cerca de Union Lake. Es todo lo que dijeron. ¿Viste o escuchaste algo extraño anoche?

—No. Nada.

—He recibido infinidad de llamadas falsas durante mi carrera, pero entiendo que Dean no quiera dejar pasar nada por alto. Me pidió que viniera por la zona a echar un vistazo y hacer algunas preguntas. Le dije que lo haría con gusto. Era una excelente ocasión para visitarte.

Me guiñó un ojo. Yo me obligué a sonreír. Cogí el vaso de limonada y lo levanté en dirección a él.

El resto del tiempo apenas hablé. Recordaba el rostro que había visto ocultarse entre los arbustos en Union Lake, después de arrojar la botella al lago. Preferí no preguntar nada más.

A continuación nos pusimos a hablar de un viejo caso que yo por supuesto conocía: la desaparición de Benjamin Green. Me dijo que hacía apenas unos días había muerto el responsable de aquel horror, pero que la noticia lejos de darle paz no había hecho más que desmoralizarlo; recordarle el rotundo fracaso del que había sido parte catorce años atrás. El tipo había muerto plácidamente en el patio de una institución psiquiátrica. Todo el personal creyó que se había quedado dormido. Menuda injusticia.

Hablamos un rato acerca de lo injusto que era el mundo —hecho del que yo podía dar buena cuenta—, y antes de marcharse, casi al pasar, Harrison me dijo que Maggie Burke estaba en la ciudad. Maggie había sido mi amiga desde siempre y más tarde mi novia. Era la hija de Bob Burke, otro miembro del club B.

Maggie.

—Bob me llamó ayer por teléfono —dijo Harrison—. Estaba eufórico. Creo que Maggie se quedará un par de semanas. Deberías verla, Johnny.

Hice cuentas mentales. No había visto a Maggie en cinco años.

Mi amigo Ross me había hablado de rumores que decían que Maggie estaba pensando en regresar definitivamente de Londres, pero nada con demasiado sustento. Me pregunté, no por primera vez, cuánto habrían influido esos rumores en mi decisión de cortar con Lila.

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