Amnesia

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Lo primero que hice tras el hallazgo del coche de Lila fue llamarla a su móvil. No obtuve respuesta, aunque tampoco había esperado que me contestara.

A Lila la conocía desde hacía menos de un año. Sin embargo, la relación entre nosotros se había afianzado a una velocidad sorprendente. Ella trabajaba como dependienta en una cafetería a la cual yo asistí durante unos meses como cliente regular. Solía pasarme por allí los miércoles, el día que mi hija visitaba a sus abuelos maternos y yo debía recogerla puntualmente a las tres —mi exsuegra ponía el grito en el cielo por cosas mucho más insignificantes que incumplir un simple horario—. Iba una o dos horas antes con mi libreta, pedía un café y un croissant, y hacía bocetos para futuros libros que nunca existirían.

Lila estaba a cargo de la caja. Nuestra interacción por aquellos días no pasó de miradas ocasionales y algún que otro saludo de reconocimiento a la distancia. Me gustaba; era dos años más joven que yo y todo fue muy rápido y prometedor al principio. Un mes después celebraríamos su cumpleaños número veinticuatro en mi casa.

Un día se acercó a mi mesa sin más excusa que echarle un vistazo a mis dibujos. Más tarde me acusaría de haberlos utilizado como arma de seducción, lo cual era en parte cierto. Hacía un calor infernal, por lo que yo había escogido una de las mesas de dentro, al amparo del aire acondicionado. Lila se sentó a mi lado y me advirtió de que si la dueña aparecía tendría que regresar a la caja, pero que tal cosa difícilmente sucedería con semejante temperatura; la mujer, me explicó, era como los osos polares y no salía de su casa en días como aquél. Un tiempo después conocí a la imponente señora Evans y comprendí que la analogía iba mucho más allá de su intolerancia al calor.

Tanto Lila como yo habíamos sido padres jóvenes y luchado por sostener hogares insostenibles, un punto de contacto más que suficiente para entablar conversación y eventualmente establecer un vínculo. Esa misma tarde, después de hablar someramente de mi trabajo, me preguntó si algún día me gustaría salir con ella a tomar una cerveza. No sé si fue por lo directo de la propuesta o por el hecho de que una parte de mí anhelaba una cerveza más que nada en el mundo, lo cierto es que mi rostro se transformó y Lila simplemente supo por lo que yo estaba pasando en ese momento. Más tarde entendería la razón.

La invité a cenar a The Oysterhouse. Mi amigo Ross me dijo, con razón, que era un despropósito llevar a una extraña a un sitio tan elegante en la primera cita, pero aun así lo hice. Me gustó su espontaneidad y desenfado. Fue un impulso.

Durante la cena le hablé de mis idas y venidas con el alcohol, de las recaídas y de la que, en mi opinión, era la raíz de todos los males: mi negación inicial a ver el problema. Necesitas caer una y otra vez para convencerte de que realmente no puedes controlarlo, y cuando entiendes eso entonces lo entiendes todo. Lila me escuchó con atención, incluso creí percibir cierta admiración que me avergonzó. Por lo general sólo hablaba de mi problema con un grupo muy reducido de personas, y sin embargo con ella las palabras fluían naturalmente, como si nos conociéramos desde hacía tiempo. Le relaté que gracias a mi hermano y a algunos amigos había asistido a reuniones de Alcohólicos Anónimos y conseguido grandes progresos. Reconocía que la adicción no había calado demasiado profundo en mi vida, pero sí había empezado a ser un escollo que me alegraba haber enfrentado, creía yo, a tiempo. Una de las cosas que aprendes en las reuniones es lo rápido que puedes caer en un abismo que parece no tener límites. En cierta forma cada una de las personas que asisten a las reuniones son diversas instancias de lo mismo; puedes verte reflejado en cada una de ellas, en lo que has sido, en lo que eres, o en lo que puedes llegar a convertirte. Las experiencias de mis compañeros eran en el fondo tan parecidas a las mías que resultaba casi absurdo.

No tenía forma de saberlo, pero mis palabras tuvieron un impacto en Lila, quien luchaba con sus propios demonios desde hacía tres años. En su caso era la cocaína. Su ex, un camello misógino y despreciable llamado Kevin, la había introducido en ese mundo de pesadilla que cada tanto la absorbía como un agujero negro.

Lila confió en mí desde el principio. Por aquel entonces yo no estaba en buenos términos con mi ex e iba camino de una recaída, por lo que es justo decir que nos encontramos en el momento indicado.

Ante la imposibilidad de comunicarme por móvil decidí ir a verla. Lila vivía en un complejo de apartamentos venido a menos en la calle Baker, donde por lo general no había mucho movimiento. De las diez unidades, por lo menos la mitad estaban desocupadas y en dos o tres de ellas vivían ancianos solitarios. El encargado del mantenimiento hacía una aparición estelar una vez al mes y se ocupaba de todo lo que requiriera atención urgente, filtraciones y cosas así, y del resto se limitaba a decir frases del tipo: «no se preocupe…, aguantará un poco más» y se marchaba con andar lento y sabio.

Algo no estaba bien y de repente comprendí qué era. El atrapasueños había desaparecido de una de las vigas de la galería. Me acerqué a la puerta y golpeé una vez. Lila ocasionalmente trabajaba los domingos en la cafetería pero éste no era el caso, estaba seguro. Rodeé el edificio apurando el paso, comprobando en el camino que las dos ventanas laterales estaban cerradas, y al llegar a la parte trasera confirmé lo que suponía. El coche de Lila no estaba. Y en ese momento, de pie en aquel aparcamiento invadido de maleza amarillenta, realmente me preocupé. No iba a esperar un segundo más. Regresé al pasillo lateral y elegí la ventana que me pareció más endeble. La abrí con relativa facilidad. Eché un vistazo y en principio no advertí nada extraño; iba a entrar por la ventana cuando mi móvil empezó a vibrar. Lo saqué del bolsillo convencido de que se trataría de Mark, o de Lila. En la pantalla apareció el nombre de Morgan Wilding y eso me hizo soltar una maldición.

Morgan era el nuevo marido de Tricia. Y Tricia era mi ex, la madre de mi hija Jennie. Una progresión perfecta del odio extremo al amor absoluto.

—¿Qué quieres, Morgan? —dije con aspereza.

—Oh, veo que no es un buen momento. Debí suponerlo.

Negué con la cabeza. Aquel tipo tenía la facilidad de sacarme de quicio como nadie. Morgan había convencido a Tricia de ser el interlocutor entre nosotros, algo a lo que desde luego yo no había accedido, pero el tipo era terco. Era abogado y había llenado la cabeza de mi exmujer de todo tipo de basuras legales.

Lo peor era que no podía cortarle estando Jennie de por medio.

—Si tienes algo para decirme, dímelo rápido. No tengo mucho tiempo.

—Sólo quería que supieras que tu hija ha estado esperándote durante toda la mañana.

Me quedé callado. Las últimas horas habían sido tan caóticas que durante un instante no supe si lo que Morgan insinuaba podía ser cierto. Los domingos por lo general veía a mi hija, pero aquél en particular ellos irían a visitar a su familia en Minnesota.

—¿A qué te refieres?

—¿Te encuentras bien, John?

—Basta de juegos, imbécil. Dime para qué has llamado. ¿Jennie está bien?

Morgan sabía hasta dónde podía provocarme. Habló con seriedad.

—Como te he dicho, Jennifer ha estado esperándote durante toda la mañana. ¿Recuerdas que tú y yo convinimos ayer que vendrías por ella a las diez?

Otra mentira…

—Lo recuerdas, ¿verdad? —continuó Morgan con ese tono de superación que yo tanto detestaba—. No te preocupes, le hemos explicado que su papá ha tenido que ocuparse de un asunto pendiente. Espero sinceramente que haya sido así.

—Tú y yo no hablamos ayer —conseguí articular, pero algo en mi voz debió revelar mi desconcierto.

—Lo siento, John.

Morgan era un hijo de puta y se regodeaba con aquella conversación.

—¡Tú y yo no hablamos ayer! —estallé—. Segundo: ¿por qué mierda no me has llamado inmediatamente? Esperar a que…

—John —dijo Tricia—. Estás en altavoz y estoy escuchándote.

—Perfecto. Una nueva traición.

Nadie dijo nada durante unos segundos. Tricia había conocido a Morgan cuando todavía estaba conmigo y era algo que le había recriminado sistemáticamente en el pasado. No el hecho de que se fuera con él, sino que no tuviera la decencia de decírmelo a tiempo.

—Morgan quiso llamarte desde el principio —dijo Tricia ignorando mi comentario—. No lo hizo porque yo se lo impedí. Porque por una vez deberías ser responsable y asumir tus compromisos.

Aquello dolía. Tricia me conocía tanto que sabía dónde golpear.

—Permitiste que tu hija sufriera para probar tu punto —respondí.

—No, John, tú la has hecho sufrir. No has cambiado un ápice, sigues siendo el mismo mentiroso de siempre. Ayer le pedí a Morgan que hablara contigo en manos libres para decirte que finalmente no iríamos a Minnesota. Lo hice porque sabía que dirías algo como lo que acabas de decir, que tratarías de echarle la culpa a Morgan de todos tus males cuando no ha hecho más que ayudarte. Ambos no hemos hecho más que ayudarte, resguardando a Jennie, justificando cada una de tus faltas. Pero todo tiene un límite. Quizás es hora de que sepa el tipo de padre que tiene.

No supe qué responder. Sabía que Tricia no mentiría respecto a haber hablado conmigo el día anterior.

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