Amnesia

Amnesia


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Cuando llegué a casa no entré, me senté en uno de los escalones del porche y esperé a que la noche me engullera. El columpio marcó el pulso, rechinando cuando el viento lo mecía, mientras los últimos rayos de sol morían entre el follaje.

Lila se había marchado. En su apartamento no había encontrado casi nada de ropa ni de sus pertenencias. Se me ocurrió la posibilidad de llamar a su madre y preguntarle si sabía algo, pero lo descarté. No haría más que empeorar las cosas.

El móvil sonó y mi primera reacción fue no cogerlo. Había esperado la llamada de Mark durante todo el día y, sin embargo, ahora, al ver su nombre en la pantalla, se me hizo un nudo en el estómago.

—Hola, Mark —dije finalmente.

—¿Dónde estás? —Mi hermano captó de inmediato la parquedad de mi voz.

—En el porche. Pensaba en Tigran. ¿Recuerdas cuando papá se sentaba aquí y le silbaba para que viniera?

—Claro que me acuerdo.

—A veces me sentaba a su lado y poníamos a prueba el oído de Tigran. Papá empezaba silbando muy bajito y dejaba pasar un rato. Tigran tenía un oído asombroso.

Mark dejó pasar unos segundos.

—Perdón por no haberte llamado antes, Johnny. Estos…, bueno, no han sido días sencillos para mí. El asunto de la venta de Meditek me tiene entusiasmado y preocupado al mismo tiempo.

Me sentía incapaz de fingir interés.

—Lila se ha ido —sentencié—. Acabo de regresar de su casa.

—¿Te encuentras bien?

—Sé que Lila estuvo aquí ayer por la tarde —dije sin contestar su pregunta. Le hablé de mi pequeña excursión a la concesionaria y de las imágenes que había obtenido de las cámaras de seguridad.

—Johnny, escúchame…, tienes que dejar este asunto. No te obsesiones. Déjalo unos días, enfoca tu mente en otra cosa, en esas ilustraciones de las que me has hablado, por ejemplo.

—He soñado con ella, Mark.

El silencio se extendió tanto que creí que se había cortado la comunicación.

—Ayer —musité.

—¿Qué has soñado?

—Caminaba por el bosque, de noche. Alguien me seguía. Al despertar tenía la convicción de saber hacia dónde me dirigía. ¿Recuerdas el claro donde se encuentran los dos álamos?

—Sí, un poco más allá del pantano de las mariposas.

—Exacto.

—No le des importancia, es sólo un sueño.

—No lo sé.

—Hazme caso —dijo Mark—, ya verás como vas a ver las cosas de manera diferente con el correr de los días.

No respondí.

—Escúchame, Johnny, tengo que cortar. Hablemos en un par de días. Conozco un profesional que podría ayudarte.

—Adiós, Mark.

Apenas corté vi que tenía un mensaje de mi amigo Ross Evans.

«Quienquiera que escuche este mensaje, por favor dígame dónde enviar las flores para el funeral de John Brenner, porque lamentablemente no me he enterado de su muerte. Si en cambio eres tú, Johnny, seguro que has estado follando sin parar con esa abeja dibujada y no tienes tiempo para tus amigos de verdad. De cualquier forma, como no te dignas a llamarme, voy directo a tu casa, así que tienes menos de cinco minutos para inventarte una buena excusa. No aceptaré nada a no ser que involucre la salud de Jennie, te lo advierto. Voy para allá. Llevo seis cervezas, así que será épico.»

Cambió el tono de voz y agregó: «Te extraño, amigo».

Yo también lo extrañaba. Escuchar a mi amigo me mejoró el humor instantáneamente. Ross tenía ese don.

Esperé a Ross sentado en el porche. Llegó unos minutos después.

Se apeó y permaneció junto a su furgoneta con expresión desorbitada.

—Bueno, bueno, pero si es el mismísimo John Brenner. Me han dejado dos mujeres desde la última vez que nos vimos.

—¿Sólo dos en menos de un mes?

Me levanté y fui a su encuentro. Nos abrazamos. Ross medía casi un metro noventa y tenía brazos de pulpo.

—Estuve ocupado —me defendí—. Lo siento.

Me apartó.

—Dime que al menos has estado ocupado con Maggie.

Maggie, Ross y yo habíamos sido inseparables en otra vida. De niños habíamos explorado el bosque incansablemente, incluso de adolescentes habíamos seguido con nuestras intrépidas excursiones, desafiando los peligros que acechaban Carnival Falls. Eventualmente Maggie y yo nos enamoramos, pero eso no rompió nuestra amistad. Su partida a Londres lo hizo. Puto Londres.

—No la he visto —me excusé—. Harrison me dijo que estaba en la ciudad…

Ross abrió la puerta trasera de la furgoneta y sacó una botella de Coca-Cola.

—Aquí traje la cerveza, fría como a ti te gusta. ¿Cómo que no la has visto?

—No.

—No puedo creerlo. —Caminó a mi lado, balanceando la cabeza. De repente se detuvo—. ¿Estás bien? No tienes buena cara, Johnny. Maggie Burke está en la ciudad y tú con el culo en ese escalón.

Entró a la casa y lo primero que hizo fue examinar la bandeja de discos.

—Lo sabía —dijo al ver el disco de The Who que todavía seguía allí—. Está bien que Harrison escuche esta música…, pero tú no tienes setenta años.

Habíamos mantenido aquellas conversaciones un millón de veces. Ross criticaba el rock británico y yo me limitaba a sonreír. En el fondo los dos sabíamos que era el mejor del mundo. Él prefería la música electrónica.

—Vamos a levantar un poco esta casa mientras me explicas cómo es que no has visto a Maggie todavía.

Encendió el altavoz inalámbrico y lo conectó a su móvil. Dos segundos después una melodía cuadrada inundaba el salón.

—¿Ves?, mucho mejor.

Pasamos la siguiente hora conversando en los sillones. De Maggie no dijimos mucho. Si bien mi contacto con ella se había interrumpido de forma abrupta tras su partida, lo cierto es que durante el último año ella y yo habíamos entablado una escueta correspondencia virtual; nada demasiado elaborado, saludos para los cumpleaños, buenos deseos para fin de año, unas líneas de compromiso y no mucho más. Sabía que se había casado con un inglés tres años atrás.

—Quizás no tiene interés en vernos —dije.

Ross se indignó.

—A veces creo que tienes amnesia, Johnny. Estamos hablando de Maggie Burke, nuestra hermana. Bueno, no en tu caso, porque eso te convertiría en un tipo despreciable. ¡Claro que quiere vernos! Te digo una cosa: ese tipo inglés era una mala influencia, como todos ellos. —Señaló en dirección a la cadena musical—. Y lo que me dijo la hija de Donovan es que ha regresado definitivamente porque se ha peleado con Mister Bean.

—Claro que quiero verla, sólo digo que es una posibilidad. Si se separó del tipo quizás necesite estar sola.

—Mientras me llevo a los labios esta exquisita cerveza —dijo Ross levantando el vaso de Coca-Cola y bebiendo un trago—, te digo que eso es imposible. Y más te vale que no me vengas con que Lila no lo entendería… No me malinterpretes, adoro a Lila, pero ella tiene…

Lo detuve con un ademán.

—Corté con Lila. Se ha ido de la ciudad, de hecho.

Ross no se mostró demasiado sorprendido.

—Por lo visto no he sido el único que ha roto corazones esta semana.

—Es un poco más complicado que eso.

—De cualquier forma, escuché algo más respecto a Maggie. Se lo dijo a mi madre la señora Lloyds, y ya sabes la inventiva peluqueril de esa mujer, pero aun así me ha dado que pensar. Dijo que Maggie estuvo embarazada y que perdió el niño, y que ése fue el detonante de todo. ¿Tú sabes algo?

Negué con la cabeza. Maggie había manifestado su interés por ser madre desde que yo tenía uso de razón, por lo que era casi imposible que no lo hubiese intentado en todo este tiempo.

Ross se quedó en casa un buen rato. Hablamos de Neve, su novia desde hacía cuatro semanas —una especie de récord mundial para mi amigo—, y durante un rato, al menos, pude olvidarme de los sucesos de las últimas horas. En más de una ocasión estuve a punto de contarle, pero quizás Mark tenía razón y tenía que despejar mi mente, aunque eso significase empezar a pensar en Maggie Burke.

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