Amnesia

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Dos días después me desmoroné. Todo comenzó con una llamada de Darla para decirme que el viernes 15, es decir, diez días después, celebrarían en su casa el cumpleaños de Mark. Darla era una excelente anfitriona y cuidaba de cada detalle, y lo cierto es que durante los últimos tres años las fiestas se habían ido superando unas a otras.

Con Darla, no obstante, no siempre congeniamos de la mejor manera. Cuando nos conocimos yo estaba en mi peor momento con el alcohol y eso sin duda influyó de un modo determinante. La consideré siempre una mujer pendiente de las apariencias —algo que sigo pensando, en parte— y que me veía como una mancha en su idea de familia perfecta. Una carga. Al principio mi hostilidad hacia ella fue notoria, pero Darla fue paciente. Un día vino a mi casa y mantuvimos una conversación franca; me habló de su vida, del tío que la había criado: un hombre solitario con severos problemas de alcoholismo que de buenas a primeras se vio en la obligación de criar a su sobrina de tres años. Resultó que Darla sabía batallar con esos demonios incluso mejor que yo. En su caso nunca había cometido excesos con la bebida, pero los había visto día tras día desde que era una niña.

Nuestra relación se consolidó rápidamente y en poco tiempo llegué a considerarla una buena amiga y confidente.

—¿Te encuentras bien, John?

Algo en su tono de voz me hizo suponer que sabía la respuesta a esa pregunta.

—¿Mark te ha dicho algo?

—Sólo que no has tenido una buena semana. No me ha dicho nada más y yo no se lo he preguntado; Mark está un poco ansioso con todo el asunto de Meditek, así que prefiero que resuelva sus cosas a su tiempo.

—Sí, me ha dicho que tienen intenciones de vender.

Darla guardó silencio. Conociéndola, supuse que no aprobaría que Mark se desprendiera del laboratorio. Pensé que me diría algo al respecto pero me sorprendió con algo diferente.

—De hecho me iré unos días a Nueva York, con Lenna. Estos días siento que soy un estorbo en mi propia casa. —Darla cambió el tono de voz—. Escucha, John, debo ir a Lindon Hill a buscar el regalo para Mark. ¿Quieres acompañarme?

Mi primera reacción fue negarme.

—Te vendrá bien, y a mí también —dijo Darla—. Le he comprado a un coleccionista un tablero de ajedrez de hace más de cien años; podría decirle que me lo envíe, pero me apetece tomar un poco el aire.

—Supongo que me vendrá bien despejarme un poco.

Darla pasó a buscarme quince minutos después. Lindon Hill estaba a cuarenta minutos en coche con la carretera despejada, y ese martes por la tarde ciertamente lo estaba. Durante el trayecto ella no volvió a preguntarme cómo me sentía; sabía que si yo había tenido una recaída le hablaría de ello cuando estuviese en condiciones. En cambio procuró mantenerme animado hablándome del costoso tablero de ajedrez que había conseguido para mi hermano. Me dijo que lo había comprado en una subasta y que había sido utilizado en un campeonato mundial en Argentina, a principios del siglo pasado.

—¿Crees que a Mark le gustará? —me preguntó con cierta preocupación—. Viene con una carta de autenticidad.

—Le encantará.

También hablamos de Meditek. Contrariamente a lo que había supuesto, Darla sí aprobaba la venta y me confió que era algo de lo que Mark le venía hablando desde hacía tiempo. No me contó por qué pensaba de esta forma y el hecho me intrigó.

—He tenido algunos roces con Tricia últimamente, por Jennie —dije de repente.

Darla me miró. El desconcierto en su rostro me confirmó que efectivamente Mark no le había dicho nada al respecto.

—Ha sido mi culpa —completé.

—Amas a esa niña, John. Créeme, eso es todo lo que cuenta. Y Tricia no es una mala mujer, intenta hablar con ella.

—No ha sido sencillo —repliqué—, con Morgan siempre en el medio. Y yo…, bueno, no he hecho bien las cosas.

Darla guardó silencio.

—No ha sido eso —dije con la vista en el frente—. No he vuelto a beber.

—Lo sé.

—Hablé con Tricia hace un rato y finalmente la convencí de que me permitiera ver a Jennie mañana.

—Eso es genial.

No sé qué tan genial era tener que pedirle permiso a tu ex para ver a tu hija, pero así eran las cosas.

La casa de antigüedades Morrison & Sons estaba ubicada en una parte de la ciudad que había gozado de cierto prestigio en el pasado. Todavía podía advertirse un dejo de glamur en los amplios escaparates y en las leyendas doradas en los cristales, pero lo cierto es que la zona había ido perdiendo su encanto durante los últimos años. Las tiendas más modernas y los nuevos diseñadores se habían ido instalando en la avenida Lincoln, al norte de la ciudad, y allí ya casi no quedaban tiendas de prestigio.

Aparcamos casi en la puerta y Darla me dijo que después podríamos tomar un café antes de regresar. Me señaló una cafetería en la acera de enfrente. Se llamaba Fabrizzio y parecía limpia y agradable.

—¿Prefieres acompañarme o quedarte aquí en el coche?

—Si te acompaño voy a descomponerme en cuanto me entere de cuánto has pagado por ese tablero de ajedrez.

Darla rio.

—Es menos de lo que piensas. Conseguí un buen acuerdo.

—Te espero aquí, no te preocupes.

Ella no pareció del todo convencida pero finalmente se quitó el cinturón de seguridad y salió del coche. La vi entrar en la tienda y hablar con un hombre mayor vestido de otra época. Juntos franquearon una puerta lateral y los perdí de vista.

Miraba por la ventanilla cuando vi aparecer la furgoneta.

La misma furgoneta que había visto en el promontorio del reptil, sin ningún tipo de dudas. Mi primera reacción fue sumergirme en el asiento del acompañante hasta que mis ojos apenas asomaban por la ventanilla.

La furgoneta venía en sentido contrario, avanzando despacio. No pude ver al conductor pero sí al acompañante, un hombre de barba, boina azul y gafas de lectura. Su perfil de nariz afilada se me grabó a fuego.

Cuando pasaron de largo me volví y alcancé a ver como la furgoneta doblaba, un poco más allá de Fabrizzio. Sin pensarlo me bajé del coche y corrí. Al llegar a la intersección no vi a la furgoneta, que seguro ya había alcanzado la siguiente esquina, pero sí al hombre de la boina azul. Tenía más o menos mi edad y aspecto intelectual, vestía una camisa entallada color azul y llevaba una bolsa de cuero. Me oculté detrás de un buzón y advertí como el hombre miraba desde la esquina en dirección al coche de Darla, aparcado calle arriba. Parecía dudar respecto a qué hacer.

No sabes que te estoy mirando desde aquí, grandísimo hijo de puta.

El hombre entró en la cafetería y al cabo de un momento vi que ocupaba uno de los reservados junto a la ventana, desde donde tenía una visión perfecta de la tienda de antigüedades. Estimé que no era capaz de darse cuenta de que yo ya no estaba en el coche así que debía aprovechar esa pequeña ventaja. Ese tipo tenía las respuestas que yo necesitaba y no iba a dejarlo escapar.

Crucé la calle y entré en Fabrizzio. El hombre estaba de espaldas a mí, sus hombros estrechos y la boina asomando por encima del asiento corrido. La cafetería no estaba llena pero había varias mesas ocupadas. Un par de camareras caminaban por el salón con bandejas y jarras de café. Una de ellas le servía una taza al hombre de la boina en ese momento. Me senté a una mesa y esperé a que la mujer terminara de servirle. No iba a esperar demasiado. En cuanto la camarera se retiró me levanté y fui directo a la mesa con decisión.

Me acerqué por la espalda, de modo que no podía verme. No tenía un plan trazado, pero sí sabía que iba a sentarme enfrente del tipo para ver su reacción y exigirle explicaciones. Si hubiera estado atento a los detalles, hubiera advertido de inmediato que algo estaba fuera de lugar. Pero no estaba pensando con claridad, de hecho, estaba haciendo exactamente lo opuesto.

Me encontraba justo detrás de él cuando mi precario plan empezó a salirse de curso. El hombre de la boina había sacado un sobre de su bolsa y en ese momento examinaba su contenido: una fotografía de estudio de una muchacha a la que reconocí de inmediato. Llevaba el cabello recogido en un moño y tenía una media sonrisa enigmática, pero no tuve ninguna duda de que aquélla era la chica que había muerto en mi casa.

Me quedé helado. El hombre siguió contemplando la fotografía un rato y la volvió a guardar en el sobre. Y entonces perdí la compostura. Me adelanté y cogí al tipo de la camisa. La sorpresa del hombre fue tan grande que levantó las piernas y golpeó las rodillas con fuerza. La mesa se sacudió y la taza derramó prácticamente todo el café. De una mesa contigua un grupo de chicas empezaron a chillar.

—¡¿Quién mierda eres?! —grité en dirección al extraño. Lo levanté de la camisa y luego lo empujé contra el asiento. La boina se cayó dejando al descubierto una incipiente calvicie.

El tipo no reaccionaba. O el pánico que sentía era genuino o sus capacidades actorales eran sobresalientes, pensé.

—¿Qué… qué…? —balbuceaba.

El encargado de la cafetería se me acercó e intentó agarrarme del brazo pero se lo impedí.

—Llama a la policía ahora mismo —le dijo a la muchacha que estaba en la caja.

Las muchachas seguían chillando y varios de los presentes se habían levantado de sus mesas y alejado de mí lo máximo posible.

—¡Estabas siguiéndome con la furgoneta! —increpé al tipo con un dedo acusador—. ¡¿Quién eres y quién es la chica?!

La mandíbula del tipo temblaba.

—¿Qué… qué chica?

Señalé el sobre.

—¡Ésa, hijo de puta!

El rostro del hombre se transformó.

—Es… mi hija —dijo.

Ese tipo tenía mi edad, a lo sumo dos o tres años más. Era imposible que fuera el padre de la chica muerta. ¡Lo tenía! Estaba mintiendo descaradamente. Me lancé sobre él y el tipo se encogió. Iba a golpearlo cuando dos brazos me apresaron. El encargado a mi derecha y otro hombre corpulento a mi izquierda. Este último llevaba un delantal blanco por lo que supuse que había salido de la cocina.

—Se terminó el show —dijo el cocinero.

—Largo de aquí, ya mismo —dijo el encargado—. La policía está en camino.

Forcejeé para liberarme pero no pude.

—¡Ésa no es tu hija! —espeté—. Abre el puto sobre y muéstranos la fotografía a todos, cabrón hijo de puta.

—No tiene que hacer nada, caballero —dijo el encargado—. La policía está en camino.

Y entonces lo vi. Sobre la mesa estaba la taza con parte del café derramado, el sobre blanco, y también las llaves de un coche. Eran de mando a distancia, similares a las de Darla. No había forma de que le hubiesen instalado a la vieja furgoneta un sistema de ese estilo. No tenía sentido. Mis dos captores debieron de advertir mi estado porque lentamente me soltaron.

Yo no dejaba de observar las llaves.

—No tengo una furgoneta —dijo el hombre. Era la primera vez que hablaba con cierta fluidez. Agarró las llaves y presionó el botón del sistema de apertura de puertas.

A través de la ventana pudimos ver cómo las luces de un Ford Focus se encendían intermitentemente al tiempo que sonaba la bocina.

Me quedé de piedra. Ese tipo había bajado de la furgoneta, yo lo había visto con mis propios ojos.

Pero entonces comprendí; el coche tenía que haber estado aparcado allí antes, ¡claro que sí!

Lo usaría para seguirte de regreso a Carnival Falls.

—Abre el puto sobre —mascullé.

Un policía franqueó la puerta de la cafetería y todos se volvieron en esa dirección, incluido yo. Las muchachas chillonas ahora celebraban la llegada del oficial.

Antes de que el policía llegara a nosotros el hombre de la boina se inclinó y habló en voz baja.

—Amigo, son fotografías de mi hija, me has confundido con otra persona.

—Muéstramelas —le espeté.

El policía se acercaba, sopesando la situación que no parecía ser más que un simple altercado entre dos clientes.

El hombre agarró el sobre y extrajo dos fotografías, que colocó con cuidado sobre la mesa, lejos de la mancha de café y de mi alcance.

Sentí que el mundo se derrumbaba bajo mis pies.

Eran las fotografías de una niña de unos ocho o nueve años. En una de ellas llevaba el cabello recogido en un moño.

—Es mi hija —decía el hombre.

—¿Qué está sucediendo aquí? —dijo el policía con voz de trueno.

Yo seguía con la vista puesta en las fotografías. No podía entenderlo. Había visto a la chica muerta, y sin embargo ahora la fotografía era la de una niña. ¿Cómo podía haberla confundido?

—¿Caballero?

A mi alrededor apenas podía percibir una amalgama de sonidos. Varios de los comensales murmuraban cosas, algunos incluso reían. Capté algunas palabras sueltas. Loco. Hija. Policía.

—No…, no me siento bien.

—Me ha confundido con alguien —dijo el hombre, mientras volvía a colocarse la boina—. No ha pasado nada.

—¿Está seguro?

Escuchaba todo como si sucediera detrás de un grueso telón. Incluso cuando el hombre de la boina volvió a guardar las fotografías de su hija en el sobre yo seguía mirando el sitio donde habían estado.

—¡¿John?! —La voz de Darla me arrancó de mi ensimismamiento.

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