Amnesia

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Caminé con Darla hasta un parque a una manzana de distancia. Durante el trayecto me preguntó qué había sucedido en la cafetería e intenté convencerla de que había discutido con aquel hombre por una tontería. No me creyó, pero no insistió. Le dije que necesitaba estar solo y que regresaría más tarde en autobús, a lo que Darla se opuso terminantemente. Insistió en que lo más sensato era que regresara con ella a casa, y que allí podría decidir qué hacer. Se lo agradecí, pero le dije que lo que menos necesitaba en ese momento era estar con alguien y tener que explicar mis acciones. Finalmente accedió. Me hizo prometerle que no haría ninguna estupidez y que le avisaría en cuanto llegara a casa. Si no tenía noticias mías en dos horas pondría sobre aviso a Mark. Me sentí una mierda, por supuesto, pero me pareció justo.

—Te quiero, John —dijo cuando se marchaba—. Y confío en ti.

Sonreí y la saludé con la mano.

Unos minutos después caminaba sin rumbo por las calles de Lindon Hill, a la que conocía casi tanto como a mi ciudad natal. Procuré no pensar en lo sucedido, pero mi mente regresaba una y otra vez al incidente en la cafetería. Si no puedes confiar en tu propia mente, en tus propios recuerdos, ¿de qué puedes fiarte?

Casi sin proponérmelo llegué al edificio de Meditek, una tremenda mole restaurada. Había sido una legendaria fábrica de armas que Mark y su socio, Ian Martins, fueron capaces de rescatar. Vieron en el edificio abandonado el potencial suficiente para convertirlo en un moderno centro de investigación; lo que ahorraron en la compra lo invirtieron en remodelaciones y equipamiento.

El hombre que esperaba en la garita se fijó un instante en mí, pero inmediatamente bajó la vista y siguió con lo que estaba haciendo. Permanecí allí más de veinte minutos, jugando con la idea de entrar a hablar con Mark, pero sabiendo que no iba a hacerlo.

¿Qué le dirás? ¿Que ha tenido razón todo este tiempo?

Media hora después entraba en una licorería.

En Carnival Falls no podía comprar alcohol, pero en Lindon Hill era un don nadie. Experimenté la misma sensación de vértigo que la última vez, menos de un mes atrás. Para un alcohólico, comprar la botella que te catapultará a tu peor pesadilla es como dar un salto al vacío y quedarte suspendido en lo más alto. De cada cosa que haces eres plenamente consciente: te acercas a las estanterías y examinas las opciones, sientes el cuello de la botella en tu mano, transitas los pasos hasta la caja para pagar; con cada acto vas trazando un surco, como el diente de un arado en la tierra, y sabes que no hay vuelta atrás. La adicción es como una bola gigantesca que una vez se pone en movimiento no se puede detener.

Viajé en el autobús con una bolsa de papel con dos botellas de vodka. Luché por detener la bola; podía deshacerme de las botellas en cualquier momento; sin embargo, llegué a casa y ellas seguían conmigo. De pie en el porche me dije que quizás si no las entraba en la casa, si las dejaba en el coche…

Quizás…

Las guardé debajo del asiento del Honda.

En un rincón del porche divisé la sillita rosa de Jennie. Mi hija la utilizaba cuando me visitaba. También tenía una mesa haciendo juego que yo guardaba en el garaje porque ocupaba demasiado espacio.

Si encontraba la fortaleza necesaria, podría deshacerme de las botellas más tarde, pensé.

Fueron un par de horas de desasosiego, vagando por la casa sin permanecer en la misma habitación por más de un rato. Dar un paseo por el bosque era algo que normalmente me ayudaba a despejar la mente. Recorrer aquellos senderos, apartando ramas y escuchando el canto de los pájaros era, en cierto sentido, viajar en el tiempo. Llegué hasta la puerta pero en el último momento cambié de opinión. El Honda, aparcado en el camino privado, constituía una amenaza. Recordé esa película en donde la mujer y su hijo quedan atrapados a merced de un San Bernardo rabioso; la idea de salir, coger una de las botellas y beberla en el bosque comenzó a seducirme. ¿A quién quería engañar? Si no las bebía hoy, seguro lo haría al día siguiente. Y al día siguiente vería a Jennie, o por lo menos así se lo había prometido a Tricia. ¿Iba a fallarle otra vez? Necesitaba estar sobrio al día siguiente.

Y para estar sobrio al día siguiente, razoné, debía beber esas dos botellas antes de que terminase el día.

Salí.

Iba hacia el coche cuando el móvil comenzó a vibrar. Era Ross. Mi amigo ha tenido intervenciones casi celestiales en mi vida. Una vez me salvó de ser arrollado por un tren, así que literalmente le debía la vida. En algún momento había abierto la puerta del coche y me quedé mirándola como si fuera un tumor gigantesco creciendo de mi mano. La solté y el ruido al cerrarse fue estremecedor en la quietud del bosque.

Regresé al estudio y le escribí a Darla, tal como le había prometido. Le dije que estaba en Carnival Falls, que me sentía bien, fuerte. Realmente me sentía capaz de doblegar el deseo de beber; había pasado la peor parte. Al día siguiente recogería a Jennie para llevarla al jardín y no podía cagarla. Esa noche más que ninguna debía controlarme.

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