Amnesia

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Esa misma tarde hablé con Tricia. Le dije que lamentaba profundamente lo sucedido el día anterior, que creía sinceramente que se trataba de una recaída, que no volvería a repetirse y que pediría ayuda. En definitiva, le dije la verdad. Y me creyó. Quizás la tomé con la guardia baja y lejos del embrujo de Morgan, o quizás percibió la sinceridad en mi voz. Me dijo que podría ir más tarde a ver a Jennie y pasar una hora con ella. Eso sí, como muestra de confianza me pidió que fuese en su casa, y yo desde luego accedí. Me dijo que sería más sencillo que Morgan diera su aprobación y así retomar el ritmo normal de visitas. Me mordí la lengua para no decir que me importaba un rábano la aprobación de Morgan, pero estábamos hablando y era un avance.

Corté la comunicación y descubrí que había acabado en el jardín trasero. Entré en la casa con una sonrisa; las cosas empezaban a encauzarse. Llamaría a Don esa misma tarde para ponerlo al corriente de mi recaída.

Cuando cruzaba el salón, This is a low sonaba en el altavoz inalámbrico. Entonces sucedió algo asombroso. Con el rabillo del ojo capté un movimiento en la ventana y al volverme divisé un rostro observándome. Tardé una eternidad en reaccionar y en comprender que la mujer al otro lado del cristal no era otra que Maggie Burke, y el hecho iba más allá de que llevaba el cabello más peinado y con reflejos; ella y yo habíamos escuchado a Blur infinidad de veces, y This is a low era una de nuestras canciones favoritas. Mi cerebro se tomó unos segundos para procesarlo todo.

Hacía unos cinco años que Maggie se había marchado a Londres. Nuestra amistad devenida en amor adolescente había sido intensa, pero mucha agua había corrido bajo el puente desde entonces: Maggie se había casado —y a juzgar por los rumores recientes también divorciado— y yo había tenido una hija. Sin embargo, había una verdad incuestionable, y era que la amistad entre Maggie, Ross y yo era a prueba de balas, y verla fue como tender un puente instantáneo con el pasado.

Maggie movía los labios y me hacía señas.

¿Vas a abrirme?

Abrí la puerta y nos quedamos mirando como dos tontos. Maggie era casi tan alta como yo, llevaba el cabello más corto que antes —y más cuidado, justo es decirlo—, y al parecer las épocas en las que el negro era el color predominante en su vestimenta habían terminado. Vestía unos vaqueros y una colorida camiseta con la frase: So Beat It!

Nos dimos un abrazo. Maggie se había puesto perfume, otro cambio respecto a la Maggie que yo conocía.

—Veo que no has perdido el buen gusto —dijo ella apartándome ligeramente.

Lo primero que Maggie quiso hacer fue recorrer la casa. Lo observó todo con curiosidad, maravillándose ante objetos insignificantes y mundanos, narrando anécdotas de cada uno de ellos que yo en su mayoría conocía. Para ella fue como reencontrarse con viejos amigos inanimados. Se detuvo en la cadena, examinó los vinilos y se quedó mirando algunos un rato. Luego vino el turno de las fotografías en las paredes, más de veinte en total, casi todas de Mark y de mí, algunas de mis padres. En una de ellas estaba la propia Maggie, y ella la señaló como lo haría una niña pequeña con un gran insecto, entre maravillada y temerosa, como si ese instante congelado pudiera constituir una amenaza. En la fotografía estábamos Maggie, Ross, Fred Foster y yo, los cuatro en poses acrobáticas. Éramos los Power Rangers.

Dejó el mueble del rincón para el final; era el sitio destinado a las tallas en madera hechas por Harrison. El excomisario nos había obsequiado tres a lo largo de los años: el busto de un hombre con sombrero, el de un hombre calvo con expresión triste y, la más reciente, y que Maggie desconocía, la de una mujer implorante con los brazos extendidos hacia arriba.

—Harrison ha mejorado notablemente —dijo ella mientras deslizaba sus dedos por la madera lustrada.

—Sin duda. Tiene más tiempo entre manos.

A continuación fue el turno del bosque. Maggie me confesó que extrañaba perderse por aquellos senderos y me aseguró que recordaba con precisión todas las encrucijadas y atajos, algo que pude comprobar mientras me guiaba con presteza. Hablamos del pantano de las mariposas, uno de nuestros sitios predilectos, que había desaparecido por el desvío del río Chamberlain. Me dijo que su padre se lo había contado en una de sus conversaciones telefónicas, pero que no le había creído, que tendría que verlo con sus propios ojos. Le prometí que iríamos a verlo pronto, con Ross.

Al regresar a la casa me preguntó por qué no había fotografías de Jennie en las paredes. Le dije que no había querido alterar las fotografías del salón, que habían sido dispuestas por mi madre de manera meticulosa y armónica, y la conduje hasta el pasillo, donde había cuatro fotografías de Jennie, una por cada año de vida. Encendí la luz para que pudiera apreciarlas en toda su magnitud; la calidad era desde luego superior a las otras.

—Es tan hermosa, Johnny.

Maggie pasaba de una a otra sin dejar de sonreír y de señalar cada detalle. Fue un instante especial para mí. En su momento había sido un peso que Maggie creyera que la velocidad con la que yo había entablado la relación con Tricia y tenido una hija con ella significaba que la había olvidado en un abrir y cerrar de ojos. Supongo que lo poco que duró la relación era elocuente, pero aun así era algo que siempre me había perturbado. Ver a Maggie genuinamente feliz por Jennie me resultó reconfortante.

—Ya la conocerás. Sé que todos los padres dicen lo mismo, pero Jennie tiene una inteligencia y una sensibilidad que impresionan.

—Me encantará conocerla, por supuesto.

El rostro de Maggie se ensombreció durante un instante. Recordé lo que Ross había escuchado de la señora Lloyd acerca de un embarazo perdido y dudé de si sería prudente preguntarle a mi amiga al respecto. Hubo una época en la que podíamos decirnos cualquier cosa, pero una pregunta de ese tipo tendría que esperar.

—¿Has visto a Ross, Maggs?

—No todavía. He estado poniéndome al día con la familia. No te molesta que haya venido sin avisar, ¿verdad?

Sonreí.

—¡Por supuesto que no!

Maggie me habló brevemente del divorcio de Andrew, al que se refirió como ligeramente problemático, y yo a su vez le hablé de mi efímera —y extinta— relación con Lila. Se sorprendió cuando supo que mi ahora exnovia se había marchado de la ciudad sin dejar rastro. Le dije que era una historia un poco larga y que algún día se la contaría, sin saber que eso sucedería apenas unos minutos después.

—¿Qué mirabas cuando te he visto por la ventana? —dijo Maggie acercándose a la mesa principal. Señaló la ilustración de la chica del vestido azul y el dibujo de la gargantilla.

Lo cierto es que necesitaba hablar con alguien al respecto, y no hubiera podido pensar en un mejor interlocutor que Maggie Burke.

Si alguien manejaba los hilos, lo estaba haciendo de maravilla.

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