Amnesia

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Dos días después, un templado domingo de primavera, bajaba la escalera de mi casa con el repelente para mosquitos. Al pie de la escalera me quedé mirando el salón bañado por el sol de la mañana que entraba por las ventanas de la fachada principal. La puerta de la calle estaba abierta; la voz de Jennie me llegaba como el gorjeo del pájaro más hermoso del mundo. Fui hacia una de las ventanas y la observé. Jugaba en la mesa del porche; no la mesa más pequeña que sólo ella usaba, sino en la de adultos. Estaba arrodillada en una de las sillas y había desplegado otro de los regalos fantásticos de Morgan: un juego de cocina color rosa con los rostros de las princesas de Disney. Era una mierda sexista, pero Jennie se lo estaba pasando en grande. Cassie y Mandy aguardaban.

—¿Ya se lo han comido todo? —protestaba mientras sacaba la comida del plato.

Volvió a colocar la zanahoria y el queso en la sartén y accionó cuidadosamente los botones.

—No sé cómo estáis tan delgadas. Además yo no puedo cocinar todo el tiempo. Tengo otras cosas que hacer.

Cassie y Mandy debieron de responder algo gracioso porque Jennie rio. Tenía puesto su sombrero de exploradora.

Me gustaba verla jugar. Supongo que como a todo padre. ¿En qué momento perdemos la capacidad de hablarle a un par de muñecas y alimentarlas con inmensas zanahorias de plástico? Jennie redefinía su mundo todo el tiempo. Cuando jugaba, cuando dibujaba, era como si lo hiciera en un plano diferente al nuestro, en otra frecuencia. Los adultos no teníamos la capacidad de sintonizarla. Picasso dijo que todos los niños nacen artistas, y que el problema radica en cómo seguir siéndolo al crecer. No podía estar más de acuerdo con ello. A veces miraba los hombres deformados que dibujaba Jennie, de ojos brutales y brazos larguísimos, y los comparaba con mis ilustraciones de laboratorio, y el contraste era demoledor.

Salí del encantamiento y regresé al porche.

—¿Lista?

—¡Siiiiiiií!

Jennie extendió los brazos para que le aplicara el repelente.

—Has sido valiente —la felicité.

Cuando hacía un momento le había dicho que iría en busca del repelente, Jennie me miró con cierta preocupación. Le dije que regresaría inmediatamente y que la estaría vigilando desde arriba. Lo cierto es que mi hija no estaba acostumbrada al bosque y era algo que quería enseñarle. Los tiempos habían cambiado, pero los miedos irracionales seguían siendo los mismos.

—¿Cassie y Mandy se quedan aquí?

Ella miró hacia la casa, e inmediatamente después en dirección al bosque. Pensó un momento su respuesta.

—Sí —dijo mientras bajaba de la silla. Además de su sombrero de exploradora tenía puesto un mono que le cubría las piernas.

—Vamos a buscar nuestra herramienta —anuncié—, y estaremos listos para salir de expedición.

—¡No! Primero debo llenar mi cantimplora.

—Oh, cierto.

Jennie cogió su cantimplora y la llenó con agua del grifo. La guardó en su mochila y se colocó las correas ella sola. Caminamos hacia el cobertizo de las herramientas y busqué un cincel y un pequeño martillo.

—Ahora sí, estamos listos.

Jennie meditó y salió corriendo, rodeó la casa en dirección al porche donde habíamos estado hacía un instante y regresó con sus muñecas.

—¡Ellas también tienen que ver las mariposas!

Aunque el pantano de las mariposas se había secado hace unos años, Jennie albergaba la ilusión de ver mariposas, y yo desde luego no iba a quitársela.

Partimos por un sendero distinto al que habíamos utilizado las veces anteriores, más estrecho e intrincado. Jennie lo advirtió de inmediato. No iba a explicarle a mi hija de cuatro años que escogía ese otro sendero para evitar el recorrido que me conducía al claro de los álamos. Ella iba delante, con el andar cauteloso de quien no termina de fiarse del bosque.

Poco tiempo después llegamos a un sendero más amplio y Jennie se relajó. Sus preguntas eran el indicio de que poco a poco iba sintiéndose más a gusto. Me preguntó por qué las mariposas ya no regresaban y si se habían ido a otra parte.

A medio camino escuchamos ruidos entre el follaje. Descarté categóricamente que pudiera tratarse de un animal porque conocía el andar de todos. Era una persona, y a juzgar por la forma en la que se detuvo, no quería encontrarse con nosotros.

Tranquilicé a Jennie, que se había acercado a mí y tenía la vista puesta en el punto de origen de los ruidos. Una mujer surgió ante nosotros. Jennie no le quitaba la vista de encima, como si se tratara de un extraterrestre. Nos saludamos y la mujer siguió su camino en dirección a la ciudad.

—¿Quién era, papá?

—Una escritora —dije con naturalidad—. Vivió aquí cuando era niña y regresa todos los años a visitar el pantano de las mariposas.

A Jennie la historia no le atrajo. Aunque habíamos salido de casa hacía menos de quince minutos, dijo que tenía sed y me pidió que le sacara la cantimplora de la mochila. Apenas probó el agua y me la devolvió.

—Listo.

Media hora después habíamos llegado a lo que antes había sido un inmenso lodazal poblado de helechos y coloridas mariposas, y que ahora no era más que una explanada con un poco menos de vegetación que el resto. Las rocas eran los únicos testigos inalterables.

—No hay mariposas —dijo Jennie, las manos aferrando las correas de su mochila.

—Ya no vienen mucho por aquí.

—¡Vamos a escribir mi nombre! —vociferó Jennie.

Jennie corrió en dirección a un afloramiento rocoso donde los niños de Carnival Falls tenían la costumbre de esculpir sus nombres en la piedra. La tradición se remontaba a mi propia infancia. En general, los nombres estaban escritos con piedras más filosas, y eso estaba bien para que las inscripciones duraran unos meses o incluso años. En algunos casos, sin embargo, el trabajo estaba hecho con más paciencia y elaboración.

—A ver si recuerdas dónde papá y sus amigos grabaron sus iniciales. —Jennie sabía las letras y empezó a examinar los nombres.

—¡Allí!

Señaló tres letras perfectamente esculpidas en bajorrelieve: MJR. Ross había sido el artífice.

—Pronto conocerás a mi amiga Maggie. Ella ha vivido en otro país y está de vuelta.

—¿De Canadá?

—No, de Inglaterra.

Jennie me miró con desconfianza. Sin decir nada más se inclinó, las manos en las rodillas, y estudió la roca durante casi un minuto.

—¿Aquí?

Señaló un punto casi al ras del suelo y le dije que sería mejor escoger un sitio más alto. Estuvo de acuerdo. Una vez seleccionado el lugar puse manos a la obra. Ella se sentó en una roca a mi lado, sacó de su mochila la cantimplora y bebió un poco más de agua. Sentó a las muñecas junto a ella y les dijo que iban a quedarse un rato para esperar a las mariposas. Yo trabajé con el cincel y el martillo hasta escribir el nombre de Jennie. No hice un trabajo tan esmerado como el de Ross, pero fue bastante decente. Jennie estuvo encantada con el resultado. Me dijo que podríamos volver después para verlo y le dije que desde luego que lo haríamos.

Me senté en la tierra, la espalda apoyada en la roca. A mi lado, Jennie aguardaba pacientemente la llegada de las mariposas. Tenía las piernas juntas, las manos en las rodillas, la mirada en alto examinando el follaje.

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