Amnesia

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Harrison y Lauren se marcharon de la fiesta en cuanto pudieron saludar a Mark, que se presentó con ánimos renovados apenas media hora después de que yo hablara con él en la terraza.

El resto de la velada la transité en piloto automático. Con Maggie optamos por no sentarnos en ninguna parte. Fuera del excomisario y su esposa, no nos apetecía una conversación demasiado extensa con ninguno de los asistentes, y desplazarnos nos permitía seleccionar mejor a nuestros interlocutores. En dos ocasiones estuve a punto de decirle a Maggie lo que había escuchado desde el pasillo de la segunda planta, pero opté por no hacerlo; todavía no había conseguido establecer la conexión adecuada en mi cabeza. Los puntos estaban allí, pero unirlos de la manera correcta se me escapaba por completo.

Ian Martins, que también parecía haber adoptado un comportamiento nómada en el jardín, me divisó en determinado momento y me saludó levantando la mano. Dos minutos después, en un descuido de mi parte, se materializó a mi lado y me envolvió en un abrazo.

—¡Johnny, amigo!

Siempre había tenido una buena relación con Ian. No era su amigo, pero le tenía aprecio, supongo que por carácter transitivo. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle acerca de la venta de Meditek. Él se llevó un dedo a la boca.

—Arruinarás la sorpresa —dijo guiñándome un ojo.

Estaba a punto de decir algo más, posiblemente algo inoportuno producto de mi incomodidad, cuando se escucharon los suaves golpecitos de una cuchara sobre una copa.

El orador oficial solía ser Chris Murphy, el mejor amigo de Mark, por lo que me sorprendí al ver a Darla cuando dejaba la copa sobre la mesa y se llevaba el micrófono a la boca.

—Gracias a todos por venir —dijo Darla. Se tomó unos segundos para mirar a algunos de nosotros a los ojos—. Muchos de vosotros ya conocéis parte de la historia, pero hoy me hace ilusión contárosla completa. Cuatro años atrás estaba en Lindon Hill por casualidad; una chica de Boston que no había cumplido los treinta, persiguiendo el sueño de crear su propia empresa de negocios inmobiliarios. Hija única, sin padres, estaba sola. Una amiga de la universidad me dijo que unos conocidos de su padre necesitaban comprar un edificio de tres plantas y que tenían un cuarto del dinero necesario; el resto iban a pedirlo prestado al banco. Hablé por teléfono con ellos y les dije que podía ayudarlos, que nos reuniríamos primero y luego iríamos al banco juntos. Si la operación se llevaba adelante, cobraría una comisión. —Darla hizo una pausa y miró hacia el cielo—. Por supuesto, no tenía idea en lo que me estaba metiendo. En ese momento pensé: no puede ser tan complicado. Tenía varios días para estudiar las posibilidades.

Todos escuchaban a Darla con atención, yo incluido, pues no conocía esa parte de la historia.

—Alquilé un coche en el aeropuerto y fui a reunirme con los interesados —continuó Darla—. Creo que nunca he estado tan nerviosa en mi vida. Había estudiado la teoría, repasado los textos de la universidad, pero esto era el mundo real. Se darían cuenta de que estaba improvisando, pensé, los inversores y también los del banco. Estuve varias veces a punto de regresar, inventarme cualquier excusa… Pero entonces, a dos manzanas del aeropuerto, un Mercedes apareció de la nada y choqué con su parte de atrás. —Darla se inclinó y en tono de complicidad agregó—: Toda la culpa fue mía.

Algunos rieron. Darla se quedó observando a Mark, evocando el accidente que había hecho que se conocieran. Mark la observaba a su vez con una expresión entre triste y apesadumbrada.

—Me quedé de piedra tras el volante. Estaba en shock. El hombre se bajó del coche y apenas se fijó en los daños. Se acercó a la ventanilla y con la voz más calmada del mundo me preguntó si estaba bien. Le dije que sí y empecé a llorar desconsoladamente. Aparcó su coche a un costado y me pidió que hiciera lo mismo. Cuando me tranquilicé le conté que tenía un compromiso, que no tenía demasiado tiempo, y por alguna razón le expliqué la situación. Se trataba de un completo desconocido, pero tenía que compartir con alguien lo inconsciente que había sido al comprometerme a hacer algo que estaba fuera de mis posibilidades. ¿A quién quería engañar?

Darla no le quitaba los ojos de encima a Mark. Era como si sus palabras hubiesen conseguido borrar el pasado reciente y verlo como lo había hecho aquel día.

—Dios me envió a un ángel salvador —dijo Darla con suma seriedad—. Me dijo que él podía ayudarme, que tenía algo de experiencia.

Darla sonrió.

Algo de experiencia. —Se burló de sí misma. Por un momento le habló directamente a Mark—. Estabas tan apuesto, con ese traje azul, es como si pudiera verte. Me consolaste, me dijiste que todo estaría bien, que no me preocupara. Llevabas el perfume de Hugo Boss que a mí me hace pensar en accidentes de coches.

Mark asintió, ahora esbozando una sonrisa. ¿También él lo sentía? ¿También mi hermano estaba viajando en el tiempo?

—Fuimos en tu Mercedes a reunirnos con los inversores. Supe el nombre de mi nuevo asociado apenas un minuto antes de entrar. Y por supuesto se quedaron impresionados; Dios, yo misma lo estaba. No dije prácticamente nada. Reunimos la documentación y fuimos al banco, y otra vez fue Mark quien llevó adelante la conversación. Tan simple como eso. Un mes después todo estaba listo para proceder con la compra. Fue la primera vez que alguien me ayudaba de forma desinteresada.

—No fue del todo desinteresada —dijo Mark, y varios invitados rieron.

Darla y Mark se miraban. Se había generado entre ellos un canal invisible de comunicación que nos era ajeno al resto. ¿Era posible recuperar aquella chispa inicial?

—Fuiste bueno conmigo ese día; caballero, protector, atento. Y ese día me enamoré de ti.

Hubo un breve instante de expectación. Una bola había sido lanzada hacia arriba y había ascendido sin parar, todavía sin ser vencida por la gravedad. Podía subir un poco más o permanecer suspendida, para luego empezar a caer. Darla dudó un momento. ¿Le diría que lo seguía amando como el primer día? La bola esperaba, en perfecto equilibrio…, y finalmente cayó estrepitosamente, como los aplausos que vinieron a continuación.

—Feliz cumpleaños, Mark —dijo Darla entregándole el micrófono a Chris Murphy—. Y ahora sí, las palabras que todos estáis esperando.

Chris hacía un gesto con las manos para indicar que no era para tanto.

—Muchas gracias, Darla.

Los rostros se volvieron hacia Chris.

—Es la tercera vez que Darla me llama para pedirme que diga unas palabras. La primera vez me entusiasmé mucho, pasé la noche prácticamente en vela repasando las miles de anécdotas que teníamos juntos, querido Mark. —Miró al aludido, que levantó la copa que sostenía en la mano—. Fue una noche muy especial, aquélla. Al año siguiente también me puse contento…, pero elegir la anécdota no fue tan sencillo. Ustedes la escucharon, ¿verdad? Nada demasiado impresionante. Esta vez, cuando Darla me llamó, pensé: «¡No de nuevo!»… Resulta que no son tantas anécdotas como creíamos, amigo. Todos tienen una o dos anécdotas grandiosas, como cuando nos hicimos pasar por los nietos del señor Meyer…

Hubo un estallido de risas. El señor Meyer había sido un encantador viejecito con alzhéimer, bastante célebre en Carnival Falls.

—Cuando Darla me llamó, raspé el fondo del tarro mental donde guardo las anécdotas graciosas y ya no había nada. Lo siento, Mark. Has tenido una vida aburridísima, entre tubos de ensayo y microscopios, o vaya uno a saber qué cosas haces en tu trabajo.

Chris hizo una pausa. Caminaba lentamente en un improvisado círculo. Era un orador magnífico; trabajaba en una organización humanitaria y parte de su trabajo era hablar en público. Sabía cómo encantar.

—Conozco a Mark desde la escuela primaria, casi desde que tengo uso de razón. De pequeño pasaba más horas en su casa que en la mía. Cuando nuestra querida Silvia enfermó, las visitas se hicieron menos frecuentes.

Chris le dio a su voz una inflexión más grave al mencionar a mi madre. El DJ advirtió de inmediato el tenor de sus palabras y la música, una melodía de violines, se volvió apenas audible.

—Las visitas se espaciaron por mi culpa —dijo Chris con pesar—. Podríamos decir que no estaba acostumbrado a lidiar con las adversidades, ver cómo aquella enfermedad había cambiado la armonía de la familia…, me perturbaba. No estaba preparado. Silvia no era mi madre, pero la sentía de esa forma; los Brenner eran mi familia. Lo cierto es que empecé a buscar excusas para no ir a su casa.

En cuestión de segundos el clima había cambiado por completo. La sola mención de mi madre generó un profundo pesar en algunos, y quizás cierta preocupación en otros que no conocían a Chris como yo. Sabía que no diría nada inadecuado ni caería en una sensiblería gratuita. Aunque no podía ver a Mark, sabía que él pensaba lo mismo que yo.

—Una de las desventajas de tener un amigo genio es que no puedes ocultarle nada —dijo Chris—, y Mark desde luego se dio cuenta de lo que me pasaba. No me lo hizo saber de inmediato, porque eso hacen los amigos, pero un día me llamó y me dijo que quería que fuera a su casa. Para ese entonces Silvia no estaba tan bien, pasaba mucho tiempo en su habitación. Fui una noche. Mark me recibió en la puerta…, lo recuerdo perfectamente; fue una noche muy similar a la de hoy.

Chris tenía la atención de todos, incluso la mía, que no tenía idea de qué era lo que iba a relatar a continuación. No conocía ese episodio. Como todo lo que tuviera que ver con mi madre, me movilizaba profundamente. Me sentí transportado a ese momento…, y por un instante fue como estar con mi madre de nuevo.

—Mark no se anduvo con rodeos y me dijo que quería que viera a Silvia; el resto de la familia dormía o no estaba en casa. No me dijo nada más hasta que llegamos a la habitación, y allí encontramos a Silvia recostada. Para ese entonces ella se comunicaba con los ojos. Mark le formulaba preguntas y ella pestañeaba. Tenían un panel muy ingenioso con frases y letras. Silvia empezó a pestañear y Mark fue señalando las letras en el panel. Primero la A, después la B…, la R. «Abrazo», dijo Mark. Silvia pestañeó. Le di un fuerte abrazo, sintiendo su cuerpo frágil, y lo cierto es que no quería despegarme de ella. Lloré…, y ella también. Fue nuestro momento y estoy seguro de que ella me entendió. No recuerdo haber dicho una sola palabra esa noche. Nos sentamos al costado de la cama y Mark me dijo algo que jamás olvidaré: «No todo lo que huele mal es mierda».

Mark asentía, a punto de quebrarse.

—Se convirtió en nuestra frase, la decíamos todo el tiempo. La recuerdas, ¿verdad? Estoy seguro de que sí…, con ese cerebro de silicio que tienes. Nunca te lo he dicho en todos estos años, pero siempre recuerdo ese momento que me regalaste. Porque para mí fue muy importante despedirme de Silvia.

Chris hizo una pausa, emocionado. Buscó con la vista a su esposa, que estaba entre los presentes, con su hijita en brazos. Los que no conocían a Chris, en ese momento lo comprendieron todo.

—No todo lo que huele mal es mierda —repitió Chris—. Gracias, amigo mío, por tantos momentos compartidos, por tu sabiduría, por estar siempre un paso adelante de todos y por ocuparte de todos, por hacer perfecto lo imperfecto…, por ser el mejor amigo del mundo.

Todos los invitados, sin excepción, rompieron en un efusivo aplauso. Chris y Mark se abrazaron. A continuación, mi hermano dirigió unas palabras de agradecimiento, como solía hacer todos los años. Fue un discurso breve pero sentido, con su lucidez habitual para encontrar las palabras correctas. Sin embargo, también creí advertir cierta incomodidad y un hecho llamativo: nunca me miró a los ojos.

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