Amnesia

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Quince años atrás, mi padre asfixió a mi madre con una almohada. Unos días después, se disparó con una escopeta que misteriosamente llegó a su celda de la comisaría de Carnival Falls. Harrison, por entonces comisario, me comunicó la noticia del suicidio de mi padre en el salón de mi casa, con el cuidado y la solemnidad del caso. Si bien era el segundo golpe que recibía en pocos días, recuerdo haber tomado la noticia con una extraña calma. Había perdido a mis padres, a quienes amaba profundamente, y, sin embargo, se había apoderado de mí una inusual lucidez, como si la tragedia hubiese traído una nueva y reveladora perspectiva en lugar de desolación. Pensé, por ejemplo, en la posibilidad más que plausible de que el arma con la que mi padre se disparó en el rostro se la hubiese facilitado el propio comisario, su entrañable amigo. ¿Cómo podía pensar eso un chico que acaba de recibir una noticia devastadora?

Ahora me tocaba recibir otra noticia de impacto igual o mayor, y el emisario no fue Harrison, aunque debería haberlo sido. Supongo que fue algo meditado entre los miembros del club B que todavía velaban por mi bienestar. Cuando una tragedia te toca de cerca siempre hay un grupo de personas que encabeza la toma de decisiones, que se ocupa de minimizar el impacto, de decidir qué te dicen y, más importante, cómo te lo dicen.

Imagino a los miembros del club Bilderberg debatiendo acerca de quién debía decírmelo esta vez. A falta de una respuesta satisfactoria, supongo que decidieron que serían los cuatro.

La mañana del dos de junio, es decir, once días después de haber estado con Mark y Maggie en Meditek, abrí la puerta de la calle y me encontré a Bill Foster, Richard Sullivan, Harrison y Bob Burke, el padre de Maggie. El club B al completo, o lo que quedaba de él.

—¿Mark está bien? —pregunté de inmediato.

Richard Sullivan era un médico de vasta experiencia que debía de haber comunicado malas noticias muchísimas veces; sin embargo, fue el primero en desviar la mirada, y eso respondió mi pregunta. Harrison, duro como el acero, me miró como nunca antes, quizás a punto de llorar, y también me lo confirmó.

—Mark se ha quitado la vida, Johnny —dijo Harrison.

Y entonces la cordura se impuso, porque lejos de perder el eje o estallar en una crisis nerviosa, algo que sí sucedería un rato después, hice la única pregunta apropiada dadas las circunstancias.

—¿Cómo lo hizo?

El excomisario no había dicho «Mark ha muerto», sino «Mark se ha quitado la vida», y yo sabía que no haría semejante afirmación de no estar completamente seguro. De haber sido otro el portavoz, por ejemplo, algún policía inexperto, lo hubiera puesto en duda; tratándose de Harrison no había margen para eso. Dio un paso y me estrechó en un fuerte abrazo. Y yo me dejé abrazar, mis propios brazos pegados al cuerpo, la vista puesta en el bosque, permitiendo que la noticia más triste que recibí en mi vida se desperdigara por cada centímetro de mi cuerpo. Experimenté cierta ingravidez. Quizás estuve a punto de desmayarme, o quizás era el primer atisbo de esa sensación de que ya nada importa.

A partir de entonces y durante varios minutos las cosas sucedieron en flashes. En el siguiente flash estábamos dentro de mi casa, sentados todos a la mesa principal, yo en la cabecera, Harrison a mi lado hablándome con voz pausada. Me decía frases cortas, o yo captaba sólo frases cortas.

Mark se disparó. Sucedió ayer por la noche, en su casa. Darla no estaba.

En algún momento Bob habló y lo observé como si no hubiera sido del todo consciente de su presencia.

Empezaba a caer poco a poco en esa espiral de incredulidad donde la misma pregunta empieza a repetirse una y otra vez.

Harrison sacó un sobre del bolsillo del pantalón y me lo extendió. Mi nombre estaba escrito en el exterior con la inconfundible caligrafía de Mark. Estaba abierto y contenía la siguiente nota.

Querido Johnny,

Quizás recuerdes lo que voy a contarte, o quizás no. Cuando tenías seis o siete años viniste a mi habitación, una noche de tormenta, yo hacía apenas unos meses que me había mudado a la habitación del fondo y a ti evidentemente te estaba costando adaptarte al cambio. Abrí los ojos y allí te vi, de pie en el umbral con aquel pijama horrible de rombos azules que habías heredado de mí. Te pregunté si sucedía algo, si tenías miedo a los truenos o te sentías mal, y me dijiste, con esa calma que sólo los niños pequeños son capaces de expresar ante lo desconocido, que había un extraño en tu habitación. Al principio me asusté, pero cuando te pregunté un poco más, me dijiste que creías que se trataba del hombre árbol, una criatura que vivía en el bosque y que de vez en cuando merodeaba la casa. Ya de pequeño eras un jodido enano creativo. Te acompañé de regreso y en vez de intentar convencerte de que los hombres con extremidades de ramas no existen, te dije que iba a mostrarte algo que a mí me había servido cuando dormía en esa misma cama, antes que tú. Nos acostamos y te pedí que apoyaras la mano en el colchón, más o menos en el centro, y que presionaras con el dedo índice. Te expliqué que ese botón invisible emitía una señal que los humanos no podíamos escuchar, pero que el hombre árbol sí. Esa señal lo obligaría a permanecer en el bosque, recluido. Me miraste con el ceño fruncido y me explicaste que el hombre árbol no era malo, sólo que su aspecto era atemorizante fuera del bosque. Te dije entonces que algún día podrías ir a visitarlo, cuando llegase el momento, y ser su amigo, y la idea te pareció fantástica. Al rato te quedaste dormido.

Ese día me di cuenta de que tenía un hermano especial, capaz de crear mundos y vivir en ellos. Somos dos mitades bien diferentes. Pero dos mitades de la misma cosa.

He tomado una decisión con la que me siento en paz. Los motivos me los llevaré a la tumba, pero quiero que sepas que no tienen que ver con lo que ha sido mi vida últimamente. Eso mejor dejarlo atrás. Créeme que no hay nada allí que valga la pena. Disfruta de Jennie, que ha sido y será lo más hermoso en tu vida. Ella es una Brenner, allí estarás tú, y también yo. Búscame en su sonrisa cada vez que quieras estar conmigo. Enséñale el valor de los sueños, a disfrutar de las pequeñas cosas y a esconderse del hombre árbol en su burbuja imaginaria.

Sé feliz. Confía en que cada tragedia esconde una oportunidad.

Lamento profundamente que mi partida sea una marca en ese camino; ha sido la parte dura de todo esto. Sé que me entenderás.

Tu hermano que te quiere,

MARK

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