Amnesia

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Cuatro años después de la muerte de Paula Marrel viajé a Denver para dar una charla en la que el orador principal no era otro que Falconer, un sueño hecho realidad. Ya de regreso en el aeropuerto, sin embargo, apenas pensaba en la fabulosa experiencia en la universidad de Denver, sino en la fatídica experiencia de aquel 2 de mayo.

Todos esos recuerdos habían sedimentado en un pozo profundo, pero cada tanto el agua estancada se agitaba y los recuerdos ascendían hasta la superficie. Y el día del cuarto aniversario no iba a ser la excepción para revivirlos.

De camino me detuve en la gasolinera de Frank Cassonwitz. Estaba desierta, lo cual me llamó la atención pues el negocio de Frank había prosperado meteóricamente durante las últimas dos décadas; contaba con seis modernos surtidores y una tienda donde se conseguía de todo y podías tomar un delicioso café con pastel.

Allí estaba Justine, la segunda esposa de Frank, diez años más joven que él y astuta como pocas, autora intelectual del auge del negocio.

—John, querido ¡Qué gusto verte! —dijo y se volvió para hablarle a la muchacha que la acompañaba—. Zoey, por favor, sírvele un café al señor Brenner.

—Oh, no…, lo lamento pero no puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—En realidad vine a ver a Frank. ¿Está en su oficina?

Su rostro cambió. A Frank lo conocía desde la época en que mi hermano trabajaba en la gasolinera, y con el correr de los años había establecido con él un vínculo cordial, aunque la relación no iba más allá de eso.

—Frank no está —dijo Justine—. ¿Quieres que le diga algo? Puedes intentar llamarlo al móvil.

—No es tan urgente. Gracias.

En aquel momento dudé. Mark había hecho un vídeo confesando que la idea de asfixiar a mi madre la obtuvo de un antiguo empleado de esa gasolinera, y lo cierto es que la historia nunca me había dejado en paz. Había algo que no terminaba de cuadrarme. Quizás era el hecho de no haberla escuchado jamás, o las similitudes con el desgraciado desenlace de la esposa y la hija de Gustafsson.

Regresé al mostrador y acepté ese café. Zoey me entregó un vaso térmico.

—Justine, ¿recuerdas al viejo Matkin?

Ella me estudió mientras guardaba el billete de cinco dólares que acababa de entregarle.

—¿Sabes que ha muerto, verdad? —dijo, todavía buscando descifrar las razones detrás de una pregunta tan particular.

Me sorprendí ante la revelación.

—¿Recientemente? —dije maravillado—. Creí que…

—En diciembre.

Matkin parecía un hombre centenario cuando yo era un crío.

—Tenía noventa y ocho —dijo Justine—, Frank y yo fuimos al entierro. Una pena que no llegara a los cien después de tanto esfuerzo, ¿no crees?

Vivir cien años me parecía el peor castigo para un ser humano, pensé, pero no lo dije.

—¿Por qué lo preguntas?

—Cuando mi hermano trabajaba aquí, el viejo Matkin le contó la historia de su esposa y su hija pequeña, de cómo murieron.

Justine enarcó las cejas.

—Tienes que estar confundido. Matkin nunca se casó.

—Fue mucho tiempo atrás. Él era joven.

—¿Estás seguro de que era él?

—Bastante seguro.

—Pues debe de haber sido otra persona, porque Matkin nunca se casó, y estoy cien por cien segura de ello. Fue uno de los temas que hablamos en el entierro con sus sobrinos.

—Es extraño.

Me quedé pensativo. Justine se encogió de hombros.

Llegué a casa y me di una ducha prolongada. Mis únicos días grises tenían lugar cuando pensaba en Mark. No en el Mark de siempre, sino en el de sus últimos meses.

Me vestí y me quedé sentado en la cama. Del tercer cajón de la mesilla de noche saqué una cajita de plástico; allí estaba la píldora restante del ESH. Ignoraba si sería peligroso tomarla después de tanto tiempo, pero no importaba, porque no tenía intención de hacerlo. Cada tanto me gustaba sacarla del cajón y contemplarla. Lo paradójico era que lo hacía precisamente para no olvidar.

Desde la ventana podía ver a Maggie y a Millie. Madre e hija jugaban entre la ropa colgada, corrían en aquel improvisado laberinto de sábanas, riendo y vociferando. Sus voces me llegaban amortiguadas, y no podría haber pensado en una imagen que capturara mejor el vuelco que había dado mi vida. Maggie había dejado atrás sus fantasmas, y eso se lo debía en parte a Mark. Aferré la píldora con fuerza, como si fuera un talismán que pudiera transmitirme algún tipo de poder.

Mark.

Lo extrañaba tanto. El vacío que había dejado en mi vida era imposible de llenar.

Nunca sabré qué sucedió con Paula aquella noche, y si Mark tuvo algo que ver, directa o indirectamente. Durante algún tiempo seguí soñando con la chica y hasta tuve la convicción de que llegaría el día en que finalmente abriría esa caja, que sospecho traería respuestas. Pero tal cosa no ha sucedido, quizás porque mi subconsciente ha hecho las paces con el pasado.

Elijo creer que la decisión de Mark de quitarse la vida se selló cuando cumplió con la última voluntad de mi madre, y que si la postergó más de quince años fue por mi padre, y por mí. Ése era el Mark que yo conocí, y al que me aferro cada día. Si fue responsable del trágico final de Paula, estoy seguro de que lo lamentó profundamente y que además fue determinante a la hora de tomar su última decisión.

Pero quizás mi error sea intentar entender a alguien como Mark.

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