Amnesia

Amnesia


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El despacho de la doctora Laura Hill estaba en la tercera planta del edificio que la CIA tenía en Boston. Era amplio pero impersonal. Aunque llevaba tres años trabajando para la agencia —y dos como directora de un programa creado para brindar soporte de comportamiento criminal en casos de máxima prioridad—, todavía no se sentía a gusto en aquel espacio confinado.

Eran las nueve y cinco de la mañana cuando entró con una pila de carpetas bajo el brazo, las dejó sobre el escritorio y se sentó en la silla giratoria con expresión de dolor. Se quitó el zapato derecho y se masajeó la punta de los dedos. Incluso se permitió cerrar un momento los ojos mientras aliviaba la tensión.

—Doctora Hill, acabo de…, oh, perdón.

Laura abrió los ojos y se encontró con la cabeza de Virginia flotando junto al marco de la puerta.

—No pasa nada —dijo Laura, todavía agachada, su cabeza a la altura del escritorio. Se puso el zapato e hizo una mueca.

—Te entiendo tanto —dijo Virginia con tono de complicidad—, el sábado fui a una boda y aún tengo los pies destrozados. De regreso, mi novio tuvo que llevarme en brazos y…

—Virginia…

La mano de la secretaria apareció e hizo un gesto de entendimiento.

—Spellman ha llamado, dice que llega tarde por culpa de un atasco.

—¿Te dijo cuándo estará aquí?

— En veinte minutos.

—Gracias.

—También llamó el subdirector Copeland. Dos veces.

—Gracias.

La puerta se cerró.

Joseph Copeland. Laura casi pronunció el nombre en voz alta cuando se quedó sola. Su mentor, podía decirse, el responsable del vuelco que había dado su carrera en los últimos años.

El ofrecimiento de Copeland llegó tras cierta notoriedad por su trabajo como psiquiatra en un caso con cobertura nacional. Lo hizo en el momento justo, cuando Laura empezaba a darse cuenta de que lo suyo no eran los reflectores sino el trabajo tras bambalinas.

El móvil vibró sobre el escritorio. Copeland. Era curioso cómo seguía refiriéndose a él por el apellido en el ámbito de esas cuatro paredes.

Lo dejó vibrar un poco y finalmente atendió. Podría haber recreado en su cabeza la conversación que estaba a punto de tener lugar. Copeland podía ser brillante, pero también el tipo más previsible del mundo.

—Por fin, Laura. ¿Está contigo?

—No. Llegará en veinte minutos.

—Mejor. Estaba pensando que quizás no era una buena idea. Puedo intentar cambiar…

—No hay necesidad de cambiar nada —lo interrumpió Laura—, tengo los expedientes conmigo, los revisé anoche, no te preocupes.

—Spellman es un caso serio, y no está en su mejor momento. Ya no sé cómo manejar la situación, créeme.

—Entonces no hay duda, debemos revisar bien su comportamiento. Déjalo en mis manos. ¿Confías en mí?

—Sabes que sí.

—Confía en mí, Joseph.

Laura cortó la comunicación sin despedirse. Dejó el móvil junto al portarretratos con la fotografía de Walter. La fotografía de su hijo y dos plantas de interior habían sido sus intentos por empezar a sentirse cómoda en ese lugar. Por el momento no estaba funcionando del todo; ni siquiera su superior terminaba de confiar plenamente en ella.

Se levantó y fue hacia la ventana. Daba al interior, de modo que debía colocarse en una posición específica para disfrutar de una franja de paisaje urbano.

Kate Spellman llegó exactamente veinticinco minutos después y entró sin anunciarse.

Laura no la conocía personalmente, es decir, que todo lo que sabía de ella provenía de los expedientes de la operación ESH que estaban sobre su mesa.

Spellman había trabajado como agente encubierta bajo la identidad de Darla Brenner.

—Buenos días —dijo Spellman mientras colgaba su abrigo en el perchero.

—Agente Spellman. —Laura se puso de pie, rodeó el escritorio y fue a su encuentro.

—Kate —le dijo ella—, perdón por el retraso.

—No hay problema.

Junto a la puerta había una mesa pequeña que Laura normalmente utilizaba para romper la formalidad del escritorio. Invitó a Spellman a que se sentara. La mujer exudaba suficiencia, en eso Copeland no se había equivocado. Llevaba el cabello rubio y largo, diferente a las fotografías que Laura había tenido oportunidad de ver.

—¿De qué se trata todo esto, doctora Hill?

—Laura, si vamos a tutearnos.

En los labios de Spellman se dibujó una tenue sonrisa.

—Entonces, Laura —dijo Kate—, ¿qué hago aquí exactamente?

Laura se acomodó en la silla.

—Antes que nada, déjame decirte que no se trata de una revisión de tu actuación en el caso ESH, ni mucho menos. Todo eso ha sido revisado exhaustivamente y han quedado claras las circunstancias en las que Paula Marrel perdió la vida aquella noche cuando estaba a punto de divulgar información sensible sobre el proyecto.

—Así es. —Kate bajó la vista en un acto reflejo—. No hay un solo día en el que no lo lamente. Ojalá las cosas hubieran terminado de otra forma. Fueron cuatro años de trabajo, y nuestra tarea era justamente proteger el ESH hasta que estuviera completamente desarrollado. Teníamos controladas las finanzas del laboratorio mediante una fundación manejada por la CIA, también a Mark Brenner y a su socio Martins. La chica se nos fue de las manos. La subestimamos.

—Estoy de acuerdo.

Laura fingió meditar un segundo. Sabía la respuesta de lo que iba a preguntar a continuación, pero necesitaba ganarse la confianza de la agente, y para eso quería que hablara.

—¿Hubo algún intento de ejercer el control sobre la droga antes?

—Sí. De hecho, la idea inicial era hacerlo de esa forma —dijo Kate—. Pero al principio los avances de Meditek fueron fenomenales. De no ser por el trabajo de Mark Brenner, quizás el ESH todavía estaría en etapa de desarrollo, o estancado.

—Entiendo que no era tu decisión —dijo Laura—, pero de haberlo sido, ¿crees que hubiera sido conveniente tomar el control antes?

Kate estudió a Laura.

—Mira, Laura, es verdad que no era mi decisión, pero creo que hicimos lo correcto. Conviví con Mark Brenner durante cuatro años, conseguí ganarme su confianza y que me hiciera partícipe de las decisiones de Meditek. No tengo la menor duda de que nadie podría haber logrado los mismos resultados en tan poco tiempo. El ESH está en nuestro poder y no en manos de alguien que pueda utilizarlo en nuestra contra.

—Como Corea del Norte.

—Por ejemplo. Ellos entraron en juego al final. Fue entonces cuando decidimos controlar a Martins.

—Tú lo hiciste —apuntó Laura—. Un trabajo admirable.

—Gracias. Nunca fueron un riesgo, los coreanos quiero decir. Permitimos que el FBI investigara el suicidio de Brenner y eso hizo que se alejaran. La realidad es que no tenían un conocimiento profundo del potencial del ESH, y sus lazos con el gobierno de Corea del Norte eran débiles.

—Un grupo de improvisados, podríamos decir.

—Yo no los subestimaría tanto, pero definitivamente no eran sofisticados ni demasiado peligrosos.

Laura había tenido acceso a los perfiles psicológicos de Kate Spellman, pero le gustaba sacar sus propias conclusiones. Decir que la mujer que tenía delante era narcisista era una obviedad; sin embargo, había algo más, algo más profundo, el atisbo de una personalidad mucho más compleja que Laura creía empezar a vislumbrar.

—¿Puedes decirme qué sucedió esa noche? —dijo Laura—. Sé lo que dice el expediente; pero me interesa tu versión.

Laura estaba forzando la situación, lo sabía. En cualquier momento Kate exigiría saber por qué la estaban volviendo a interrogar.

—La que está en el expediente es mi versión de los hechos.

Laura sonrió.

—Si no te molesta, me gustaría escucharte, Kate.

Hubo un brillo peculiar en los ojos de la agente Spellman, casi una advertencia.

Habló de un modo pausado, sin inflexiones.

—El equipo de apoyo me informó de la presencia de Marrel en Carnival Falls, y posteriormente en casa del hermano de Brenner. Fui hasta allí con el agente Norris; él se quedó en las cercanías y yo entré. Escuché parte de la conversación entre John Brenner y Paula Marrel y me hice una idea bastante clara de lo que estaba sucediendo. Entonces Marrel amenazó con divulgar la información y disparé. El análisis sobre el móvil demostró que no se estaba echando un farol. Un clic, y toda la información sobre el ESH se nos hubiera ido de las manos.

—¿No dudaste en ningún momento?

—No.

—¿Qué sucedió después?

—Con el agente Norris nos propusimos limpiar la escena, cuando se presentó el padre de Brenner. Sabíamos que estaba vivo, recluido en una cabaña en medio del bosque. Mark Brenner lo visitaba de vez en cuando. Tuve que salir rápidamente y John Brenner despertó y vio el cadáver. Y eso complicó un poco las cosas.

—¿Por qué?

—Mark Brenner supo de inmediato que Marrel había muerto en casa de su hermano e intentó convencerlo de que se había tratado de una alucinación.

—Tanto el cadáver como la furgoneta —apuntó Laura.

Kate empezaba a darse cuenta de que la mujer que tenía delante conocía perfectamente todos los detalles de lo acontecido esa noche. ¿Por qué le hacía perder el tiempo?

—Sí. Ambas cosas. Con el agente Norris reforzamos la idea de las alucinaciones con una operación en Lindon Hill. Durante un tiempo funcionó y John Brenner iba a dejarlo estar. ¿Suficiente?

Fue la primera muestra de hostilidad entre ambas.

—Kate, no estoy cuestionando las directivas relacionadas con la operación ESH, no es mi función. Y entiendo la incomodidad de tener que explicar decisiones de campo a alguien como yo. Fuiste reclutada a los diecisiete años y llevas más de veinte años de servicio. Tus rendimientos son sobresalientes.

—¿Qué estamos haciendo entonces, doctora Hill?

Doctora Hill, no Laura.

Kate Spellman había tenido que decidir ese disparo en una fracción de segundo. El ESH era asunto de seguridad nacional. La NSA y la CIA trabajaban en conjunto y habían montado una operación ultrasecreta con un puñado de agentes de campo. La muerte de Paula Marrel había sido un lamentable daño colateral.

Una comisión había evaluado las acciones de Spellman y concluyó que su juicio había sido correcto. Copeland también lo creía, pero al mismo tiempo temía que buena parte de la decisión de Spellman hubiese estado fundada en el miedo a fracasar en una misión tan importante.

Y Copeland temía que la situación volviera a repetirse. Durante el último tiempo había advertido una profundización de este comportamiento por parte de Spellman, algo que definitivamente estaba afectando a su trabajo. La agente cada día se mostraba menos permeable a la crítica constructiva, era intransigente en sus decisiones, por momentos hasta autoritaria.

El objeto central de la revisión por parte de Laura tenía que ver con evaluar hasta qué punto Kate Spellman era capaz de dejar de lado su ego a la hora de tomar decisiones de campo.

—¿Y bien?

—Kate, a veces es importante revisar nuestras decisiones, especialmente con el paso del tiempo.

—Ya dije que lamento profundamente haber matado a esa chica. Ojalá ella nunca hubiese amenazado con difundir información sensible para mi país.

Allí estaba la justificación.

—¿No hubieras actuado de forma distinta si hubieras tenido más tiempo para pensarlo?

—No.

Laura hablaba en tono conciliador.

—Veo que no tienes ninguna duda.

—No. —Kate hizo una pausa—. ¿Es eso lo que piensa Copeland?

—Me interesa lo que creas.

—Doctora Hill…, Laura, no perdamos el tiempo. Si estoy aquí es porque Copeland o alguno de sus jefes se lo ha pedido. Ese expediente no llegó a su mesa por arte de magia.

—Quizás sería buena idea que nos veamos regularmente para revisar esta y otras cuestiones.

—Me parece una pérdida de tiempo.

—Resulta llamativo que no tengas algún reproche sobre tus propias acciones.

—No he dicho que no me arrepienta de nada —espetó Kate—. Creo, por ejemplo, que nos equivocamos al no seguir a Ian Martins desde el principio. Pero respecto a esa noche en particular, sí, volvería a hacer lo mismo.

—¿Qué sentías por Mark Brenner? —disparó Laura.

Kate le sostuvo la mirada durante unos segundos.

—¿Y eso qué tiene que ver? Mark Brenner era mi objetivo. ¿Quiere saber si me enamoré de él?

—Por ejemplo.

—No me enamoré de él. Nuestra convivencia era bastante mala, la verdad. ¿Algo más?

—Todo lo que he leído acerca de Brenner —dijo Laura—, incluso lo que tú me has dicho hace un momento, habla de un hombre de una capacidad extraordinaria.

—Así es.

—He visto el vídeo que recuperó el FBI, en el que confiesa el asesinato de su madre cuando era un adolescente, y mi sensación es que Brenner les dio la confesión perfecta, como si quisiera dejar todos los cabos cerrados y que nadie mirara un poco más allá. No quiero decir que no sea real el episodio con su madre, pero digamos que quizás…, lo adornó un poco.

—Es probable.

—¿Puedo decirte lo que pienso?

—Evidentemente no tengo opción.

Laura se puso de pie, fue hasta la ventana y se quedó mirando un rato a la pared gris. Podía sentir la mirada de Kate clavada en su espalda. Esperó, como un jugador de básquet que acaba de lanzar la bola para un tiro de tres puntos, todavía suspendido en el aire. Entonces lanzó la frase que sabía que Spellman no esperaba.

—Creo que Mark Brenner siempre supo que trabajabas para la CIA.

Laura seguía de espaldas, desafiante.

Cuando Kate habló, lo hizo destilando furia.

—Doctora Hill, entiendo que es buena escribiendo libros y diagnosticando enfermedades mentales, ¿sabe en qué soy buena yo?

Laura se dio la vuelta.

—¿En qué?

—En fundirme con la realidad como el camaleón —dijo Kate, las manos sobre la mesa, su cuerpo inclinado hacia adelante—. Yo estuve junto a Mark Brenner y le aseguro que nunca sospechó nada. ¿Cuándo ha leído ese expediente? ¿Ayer por la noche?

—Hace dos días que lo tengo en mi poder.

—¡Y tiene la osadía de venir a cuestionarme! Estuve cuatro años junto a Brenner, día tras día desempeñando el papel de su mujer. Nadie lo conocía como yo. ¡Nadie!

Laura volvió a sentarse y habló con tranquilidad.

—A veces una mirada fresca puede aportar un punto de vista nuevo. No digo que sea mi caso, pero deberías por lo menos estar abierta a…

—¡Basta! Diga de una vez lo que tiene que decirme.

Laura asintió.

—Mark Brenner era un hombre brillante —dijo Laura—, creo que todos coinciden en eso. Tengo la sensación, al igual que tú, que llevaba tiempo, quizás años, planeando su propio suicidio, y que eso tiene que ver con su padre, recluido en esa cabaña, pagando el precio de un asesinato que no había cometido. Es muy probable que el desarrollo del ESH haya sido su última meta, algo así como su legado. Dedicó varios años a ello.

Kate no movía un solo músculo. Laura sabía que estaba tocando una fibra sensible. En cierto sentido, Mark Brenner y Kate Spellman eran dos caras de la misma moneda. En otras circunstancias podrían haber congeniado a las mil maravillas, o haberse repelido como dos imanes de polos iguales. Dos egos de tales proporciones eran difíciles de predecir.

—De no haber sido por la CIA —dijo Laura—, el proyecto del ESH hubiera naufragado. La fundación Sanders fue un salvavidas. ¿Me equivoco si digo que Mark Brenner sacó provecho de esa financiación casi ilimitada?

Kate no respondió, pero su silencio fue respuesta suficiente.

—Supongamos por un momento que lo sabía, que hizo su propia investigación y llego a saber quién controlaba realmente la fundación, o sospechó algo y te siguió, no sé. ¿No sería más lógico que hubiera seguido el juego de la CIA?

—Brenner no sabía nada —sentenció Kate—. Lo que dice no tiene sustento.

—Pero no puedes negar la lógica que hay detrás de este razonamiento. —Laura se inclinaba ligeramente hacia adelante con cada palabra—. Mark era consciente de que el ESH podía ser peligroso si caía en las manos equivocadas, y se iría en paz si pasaba a manos del gobierno norteamericano.

—Quería un uso civil del ESH. Él mismo me lo dijo.

—¿Pero era eso posible? ¿La CIA iba a permitirlo?

Kate Spellman se mantuvo inmutable, sin responder. Las cosas habían llegado demasiado lejos. No parecía dispuesta a seguir escuchando.

—¿Hemos terminado? No veo qué propósito tiene esta reunión, además de criticar mi trabajo.

Se puso de pie.

—Espera, Kate, por favor. Siéntate.

—No, ya he escuchado suficientes disparates.

—Me gustaría que nos sigamos viendo.

Kate rio con sarcasmo.

—¡¿Qué?! De ninguna manera. Voy a hablar con Copeland porque sé que él está detrás de todo esto. Soy una agente de élite y no tengo por qué tolerar…

—Hagamos un trato —la interrumpió Laura.

Kate abrió la boca, estupefacta. Laura fue hasta el escritorio y regresó con las carpetas que había traído desde su casa.

—Déjame ver… —dijo mientras pasaba las hojas, seguía líneas de texto con el dedo—. Ah sí, aquí está. Sentémonos un momento.

Laura se sentó sin siquiera levantar la vista.

—A veces son los detalles más insignificantes, los que parecen fuera de lugar, los que llaman la atención —dijo Laura—. No digo que suceda siempre, pero a veces tienes suerte. Es como encontrar a Wally al primer vistazo. Mark Brenner dejó tres cartas tras su suicidio: una para su hermano, una para su mejor amigo, y la tercera para ti. Las dejó en la caja fuerte de vuestra casa. Cambió el código de seguridad de la caja fuerte y te lo envió por correo electrónico. ¿Lo recuerdas?

—Por supuesto que lo recuerdo —dijo Kate—. Quiso dejar las cartas a resguardo.

—Sí —respondió Laura, pensativa—. ¿Pero por qué cambiar el código?

Kate se mordió el labio y negó con la cabeza, como si se propusiera explicar una obviedad.

—Para que supiéramos que las cartas estaban allí —dijo simplemente.

—Claro, pero por qué no simplemente decirte que te fijaras en la caja fuerte o algo por el estilo.

Kate se puso tensa. Una alarma se encendió en su interior. Sus ojos la traicionaron durante un instante. ¿Habría pasado algo por alto? ¿Qué estaba detrás de lo que le decía la doctora Hill?

Laura buscó otra parte del expediente.

—El oficial que acudió tras los disparos, un tal Dean Timbert, fue contigo a la caja fuerte. Otro oficial, muy eficiente, a la vista de los hechos, registró todo lo que sucedía mientras tú y Timbert abríais la caja fuerte con el nuevo código.

Laura leyó el código en voz alta:

—11625414853. Sin duda un número complicado de recordar.

—Mark siempre elegía contraseñas complejas —dijo Kate en tono monocorde—, la contraseña de wifi de casa eran diez dígitos del número PI.

—No esperaba menos de alguien con la inteligencia de Mark. Sin embargo, ¿sabes qué me ha llamado la atención de estos números?

Kate Spellman estaba pálida.

—Una vez que piensas en las razones por las que pudo cambiar la clave de la caja fuerte, le prestas a esos números un poco más de atención. Si los separas adecuadamente te das cuenta de que son números crecientes: 1, 16, 25, 41, 48 y 53. Curioso, ¿verdad?

Kate se encogió de hombros.

—Empecé a pensar —continuó Laura— a qué podían hacer referencia esos números, y en lo primero que pensé fue en la propia carta dentro de la caja fuerte. ¿Y si esos números son referencias a un mensaje que se esconde en esas palabras?

Laura cerró la carpeta.

—Te propongo este trato, Kate: si crees que hay algo de razón en lo que te he contado, entonces nos veremos al menos tres veces más, y permitirás que te ayude. Vuelve a leer la nota de suicidio que Mark te dejó. Esta vez hazlo con esta secuencia de números en mente. Verás que Mark ha querido decirte una última cosa.

Kate Spellman se puso de pie, su expresión esculpida en piedra. Abrió la puerta y antes de irse le lanzó a Laura Hill una mirada de desdén. Recordaba la carta de memoria.

Sé que esta decisión te tomará por sorpresa y lo lamento profundamente. Sigue adelante con tu vida y no mires atrás. No es ningún secreto que estábamos pasando momentos difíciles, pero mi decisión no tiene nada que ver con eso. Protege a los tuyos, no pienses en mí y céntrate en tu trabajo. Y sobre todo, sé feliz.

MARK

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