Amnesia

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El día siguiente fue un espléndido día de verano —aunque técnicamente aún estábamos en primavera—, de cielo celeste inmaculado y calor abrasador para lo que estamos acostumbrados aquí en Nueva Inglaterra. De no ser porque la tierra todavía no había terminado de absorber la lluvia, hubiera costado aceptar que las condiciones meteorológicas habían cambiado tan radicalmente en unas pocas horas. La noche lo había transformado todo.

Yo no podía decir lo mismo de mí.

Cuando Maggie me acompañó a casa después de la recepción, le aseguré que descansaría y dormiría, pero lo cierto es que no pude pegar ojo en toda la noche. Ahora me sentía abatido, arrastrando mi cuerpo hasta la cocina para prepararme un café cargado, con la esperanza de que eso me reactivara. Me senté a la mesa de la cocina con la taza caliente y un trozo de pastel de zanahoria que Maggie había preparado un par de días atrás.

Le había mentido a un agente federal. Peor que eso, si realmente estaban investigando la desaparición de Paula Marrel, y yo formaba parte de esa investigación, podía estar en serios problemas.

El maldito FBI me estaba vigilando.

En el móvil tenía un mensaje de Maggie. «Veámonos, así planeamos nuestro fin de semana. ¡Tenemos tantas cosas por hacer!»

Sonreí y le respondí que pasaría por ella por la tarde.

Le hablé a la cocina vacía.

—Mierda, Mark…, en menudo problema estoy metido. ¿Qué es lo que no me has dicho?

Lo extrañaba tanto.

Comí el pastel en silencio. Había llegado el momento de pensar con claridad en el presente; el pasado era inalterable y no tenía sentido lamentarse.

Cabía la posibilidad de que el FBI no me estuviera vigilando específicamente a mí, razoné. En la recepción estaba Ian y prácticamente todas las personas que Mark conocía. Llegué a la conclusión de que lo mejor era actuar como si no supiera nada de nada. ¿Qué hubiese hecho en circunstancias normales ante la aparición de Frost? Era imposible tener una certeza absoluta pues uno no podía despojarse de lo que sabía, pero estaba bastante seguro de lo que debía hacer. Lo primero: hablar con Ian, ponerle al corriente de la situación y exigirle explicaciones de por qué el FBI estaba involucrado en la venta de Meditek. Como segundo punto, debía asesorarme con un abogado, y Bob Burke era desde luego uno de extrema confianza. En tercer lugar, debía hablar con Harrison con un poco más de franqueza, de una vez por todas.

Verlo de esta forma me ayudó a definir los pasos que tenía que seguir.

Si Frost aparecía de nuevo no le diría una sola palabra. El día anterior me había cogido con la guardia baja y eso no iba a volver a repetirse. Tenía que ser inteligente.

Nunca había ido a casa de Ian Martins, pero sabía dónde estaba, como todo el mundo en Carnival Falls. Situada en la zona residencial de la ciudad, Ian le había comprado su mansión a un excéntrico de apellido Banks y más tarde hizo lo propio con dos propiedades colindantes. El resultado era una de las viviendas más imponentes de la zona.

Llegué poco después de las diez de la mañana. El portón de acero estaba abierto de par en par, algo que llamó poderosamente mi atención. Entré con mi Honda por un camino serpenteante de grava y me detuve frente a la parte de atrás de la casa. El terreno circundante era de por lo menos media hectárea de jardines bien cuidados, pista de tenis, piscina y otra casa más pequeña alejada de la principal. Al ver todo aquello me inquietó todavía más el hecho de que el portón estuviese abierto.

La casa parecía desierta.

Me apeé y cerré la puerta con suavidad, y aun así el ruido me resultó perturbador. Los muros perimetrales eran vivos y había una buena cantidad de árboles que amortiguaban los sonidos del exterior.

Cuando me acerqué a la galería escuché los suaves pero inconfundibles compases de una melodía clásica, así que Ian debía de estar en casa después de todo. Golpeé la puerta con ímpetu y supe que Ian —o alguien— me había escuchado, porque la música dejó de sonar. Volví a golpear y al cabo de unos minutos la puerta se abrió. Ian parecía genuinamente sorprendido, y no era para menos.

—John…, ¿cómo estás? ¿Ha sucedido algo?

Ian vestía unos pantalones de lino y un polo azul. Llevaba el cabello limpio y peinado con fijador.

—¿Puedo pasar?

—Sí, por supuesto, adelante.

Entré. El orden fue lo primero que me impresionó. Todo estaba meticulosamente dispuesto, los cuadros colgados equidistantes a sus vecinos, los adornos en progresiones perfectas, los libros ordenados por tamaño, las mesillas centradas en las alfombras. La paleta de colores, en armonía incluso con el propio Ian, acrecentó mi incomodidad y falta de pertenencia. La atmósfera me resultó hostil, no podría terminar de precisar la razón.

Decliné amablemente su oferta de café y nos sentamos en unos sillones estampados, uno frente al otro. Si aquél no era el sillón más cómodo del mundo, poco le faltaba. Me acomodé antes de hablar.

—Ian, ayer tuve un desagradable encuentro con un agente del FBI en referencia a la venta de Meditek.

Si había algo que no iba a hacer era dar vueltas, eso lo tenía decidido.

Ian abrió los ojos como platos. Continué:

—Se presentó ayer en medio de la recepción, cuando salí a caminar un rato. Me dijo que el FBI estaba investigando la venta de Meditek y me habló de la desaparición de una chica. Incluso me mostró una fotografía.

Ian me estudiaba. No pude descifrar su rostro.

—Ese tipo sólo sabe tocar los cojones y no va a darse por vencido.

—¿Entonces lo conoces?

—Sí. Se presentó en Meditek hace cuatro días con una orden judicial emitida en tiempo récord, Frost y otro agente, un tal Zimerman, de fraudes. Nuestros abogados no pudieron frenarlos y desde entonces no ha habido forma de quitárnoslos de encima.

—¿Eso podría enfriar la venta?

—¿Enfriar? La venta se canceló, John. Los coreanos se echaron atrás. Habíamos firmado un preacuerdo pero tenían cláusulas para salirse por cosas menores que el FBI metiendo las narices. Es lo peor que podía sucedernos. Los compradores no abundan, y menos en estas condiciones.

Muchas cosas se cruzaron por mi cabeza. ¿Habría Mark anticipado que algo así podría suceder?

—Estoy reflotando algunas conversaciones con otros interesados, pero si antes no estaban dispuestos a comprar, ahora todavía menos.

—Mark me habló de una droga experimental que estabais desarrollando.

Ian claramente no esperaba que yo estuviera al tanto del proyecto ESH.

—Sí, sí…, la droga tiene algunos problemas. Como tú dices, es experimental, y para los laboratorios podría representar una amenaza. Se necesita mucho tiempo y dinero para aprobar las regulaciones gubernamentales para este tipo de drogas.

—Entiendo, algo así me dijo Mark.

—Meditek está hundido en deudas, al igual que yo. Ven…

Ian se puso de pie y lo seguí. Cruzamos la cocina y nos detuvimos frente a una puerta que supuse, acertadamente, conducía al sótano. La abrió y juntos bajamos por una escalera estrecha hasta un sótano que era la antítesis del resto de la casa. Allí había todo tipo de objetos arrumbados, muebles viejos, cajas apiladas, dos bicicletas fundidas en una lucha. Contra una de las paredes había una mesa llena de papeles y un ordenador portátil cerrado.

—Aunque no lo creas, aquí es donde mejor me concentro para trabajar. ¿Quieres sentarte?

Ian ocupó una silla de madera y me dejó a mí la silla giratoria.

—Mis hermanos son bastante más jóvenes que yo y cuando iba a la escuela la única forma de estudiar era en el sótano de mi casa. Más tarde, en la universidad, un guardia de seguridad me permitía ir a la sala de la caldera y era donde más me rendía el tiempo, sin distracciones.

Observé los papeles sobre la mesa: había libros contables, carpetas, hojas de papel con anotaciones varias.

—Algo se me ocurrirá. Es difícil concentrarse con lo que ha sucedido…, con Mark era diferente. Nos complementábamos. No hay vez que se me ocurra una idea y que no piense: «Debo decírselo a Mark».

Asentí. Ian cambió de tema:

—No puedo creer que Frost te abordara en la recepción. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué te dijo?

—Como te he dicho, estaba interesado en la desaparición de una chica. Hasta me mostró la fotografía. Dijo que trabajaba en Meditek.

Ian asentía. Yo no iba a decirle lo que sabía. Si Mark le había dicho algo respecto a nuestra conversación en Meditek, entonces eso explicaba la forma en la que ahora Ian me observaba, como a un libro escrito en un idioma que no podía descifrar. Se dejó caer contra el respaldo y se cubrió la cara con las manos. Cuando volvió a mirarme tenía los ojos enrojecidos.

—Esa chica se llama Paula Marrel, y trabajaba en el área de seguridad informática; una chica muy despierta. Lleva varios días desaparecida.

Fingí sopesar su respuesta.

—¿Qué podría tener que ver con el suicidio de Mark? ¿Y por qué Frost me mostraría su fotografía a mí?

—Respecto a eso último, no lo sé, a Frost le gusta joder, supongo. La desaparición de esa chica no tiene nada que ver con Meditek o con Mark, eso te lo aseguro, pero sí entiendo por qué el FBI podría querer meter las narices ahí.

Ian parecía sincero. Abrió el ordenador y éste empezó a funcionar casi de inmediato. Abrió el navegador y buscó algo en internet. En la pantalla apareció un artículo del Lindon Telegraph acompañado por la fotografía de un joven al que reconocí de inmediato.

—Su nombre era Stuart Nance —dijo Ian—. Participó en las pruebas voluntarias de la droga experimental. De alguna forma Nance y Marrel se conocieron y obtuvieron información interna acerca de la droga; para Paula fue sencillo dadas las funciones que desarrollaba en la empresa. No lo sé con certeza, pero tengo la impresión de que él fue el ideólogo y arrastró a Paula.

—¿Arrastró a qué?

—Nos chantajearon. Bueno, Nance intentó hacerlo conmigo. Me dio un poco de pena, la verdad. Lo cierto es que no tenían nada que pudiera perjudicarnos realmente. Los compradores de Meditek estaban perfectamente al tanto de la situación financiera; tenían sus expertos. Esos chicos fueron ingenuos. Les seguí un poco el juego para ganar tiempo.

—¿No los denunciaste a la policía?

—No era necesario, créeme. Era sólo un chico jugando a hacerse el extorsionador. Nance me interceptó en la puerta del edificio y me dijo que si no lo llamaba a un número que me dio publicaría toda la verdad en un blog que tenía. Lo llamé y hablamos un rato, y me di cuenta de que no representaba ningún riesgo. Marrel dejó de venir y eso es lo que me ha llevado a pensar que estaban juntos.

Señalé el titular que acompañaba la imagen de Stuart Nance.

—¿El chico murió?

—Sí, unos días después en un tonto accidente de motocicleta —dijo Ian con resignación—. Y la chica se fue de su casa y nadie sabe dónde está. Así que sí, entiendo por qué las autoridades decidieron investigar.

—Y la muerte de Mark —dije con la misma severidad. Deliberadamente no utilicé la palabra suicidio—. Demasiadas coincidencias.

—El FBI ya investigó la muerte de Nance —dijo Ian a la defensiva—. Fue un accidente.

—¿Los coreanos pudieron tener algo que ver?

Ian me estudió. Le sostuve la mirada. Había algo en su historia que no terminaba de convencerme. Sus palabras me habían parecido cuidadosamente medidas, casi ensayadas.

—Lo de Nance fue un accidente. Los coreanos en todo caso se espantaron cuando se involucró el FBI.

—¿Y esa chica, Paula? ¿Por qué se marcharía si el chantaje no prosperó?

—No tengo una respuesta, John. Realmente no lo sé.

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