Amnesia

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Tenía la convicción de que esa noche no podría conciliar el sueño. Eran las nueve o las diez, y en vez de cenar me senté en el porche trasero y escruté el bosque. Quieto, tan quieto que el detector de movimiento que activaba la luz se olvidó de mí y permitió que la oscuridad me envolviera. Mis ojos se fueron acostumbrando lentamente. ¿Había estado Mark en casa esa noche antes de que habláramos por teléfono? La pregunta me perturbaba. Llevaba más de media hora envuelto en sombras cuando un recuerdo se me clavó en el pecho como una flecha. Di un respingo y las luces se encendieron de inmediato. Me puse de pie, alerta, y repasé el incidente que mi cabeza había sepultado en la catarata de sucesos de aquella fatídica noche de sábado.

Cuando fui a arrojar la botella de vodka a Union Lake había creído ver una cara fantasmal en la orilla, no demasiado lejos de donde yo estaba. El rostro desapareció casi de inmediato, al punto de hacerme dudar de su existencia.

Las luces volvieron a apagarse.

El extraño no sólo estuvo en mi casa sino que permaneció allí, observándome.

¿Por qué se quedó?

¿Por qué te niegas a verlo?

El motor de un coche me devolvió a la realidad. Esperé, dando por sentado que se alejaría, pero instantes después el lento andar por el camino privado me confirmó que el coche en realidad venía a mi casa. Rodeé la casa despacio, pendiente de los ruidos: el motor que se apagaba, el abrir y cerrar de la puerta. Todavía no había dado el último giro cuando escuché el timbre. Al llegar al jardín del frente reconocí primero el coche, luego la figura que esperaba de pie en el porche.

—¿Maggie?

Se asustó al escuchar mi voz. Me acerqué con rapidez hasta que el cono de luz me envolvió. Sólo entonces la expresión de Maggie se suavizó.

—¿Qué haces aquí?

La pregunta surgió de forma espontánea y me arrepentí apenas terminé de formularla.

—Yo…

—No quise decir eso. —Moví las manos hacia uno y otro lado como si eso pudiera borrar mis palabras—. Estoy sorprendido de verte, es todo.

Llegué a su lado. Maggie se abrazaba los codos, desviaba la vista. Abrí la puerta y la invité a pasar.

—¿Quieres un té? No son las cinco, pero quizás…

Mi gracia le dibujó una sonrisa efímera. Se sentó en el sillón.

—Maggs, ésta es tu casa, puedes venir cuando quieras.

Ella volvió a sonreír. Era el tipo de sonrisa que las mujeres dedican a los hombres cuando tenemos un elefante delante y no podemos verlo.

—¿Vamos a tomar algo? —dijo como si la idea se le hubiese cruzado por la cabeza en ese instante.

En ese momento reparé en el hecho de que Maggie no llevaba la misma ropa que hacía unas horas. Los jeans eran los mismos, porque reconocí la rotura a la altura de la rodilla derecha. Sin embargo, la camiseta con la leyenda «Be Here Now» había sido reemplazada por una camisa blanca con bordados. También se había retocado el maquillaje de los ojos.

—Llegué a casa y me sentí mal —dijo, todavía sin levantarse—. No me gustó como fueron las cosas en casa de Ross.

—No tienes que…

—Sí, John —me interrumpió—, se supone que debemos estar contigo en este momento, no alimentar teorías sobre las que no tenemos certezas. Siento que desde que he venido no hemos podido… no sé, ser simplemente tú y yo. Dejar un minuto todo de lado, ¿me entiendes?

Entendía perfectamente a qué se refería.

—Me cambio de ropa y en diez minutos estaremos camino al Lonely Heart, te lo prometo.

Su rostro se transformó. Lonely Heart era un bar de mala muerte en la calle Graham, en las afueras de la ciudad. La zona se había reconvertido a lo largo de la última década pero el Lonely Hart había resistido como último bastión de la decadencia de aquella exzona fabril.

—Pensaba que me sorprenderías con algún sitio nuevo.

Trepé las escaleras a toda velocidad, sin responder. Me puse una camisa limpia e hice una parada rápida en el baño para lavarme las manos, la cara, peinarme y ponerme un poco de perfume.

Lo cierto es que el Lonely Heart había sido completamente renovado. Lo único que conservaba del viejo bar para camioneros y obreros era el nombre. La última fábrica se había mudado unos cuatro o cinco años atrás y con ella la poca clientela que mantenía el comercio a flote. El dueño, un anciano testarudo de apellido Stillson, que había hecho de la supervivencia del Lonely Heart una cuestión casi personal, finalmente se vio obligado a deshacerse de él agobiado por las deudas y los problemas de salud. Stillson, no obstante, lo vendió a precio de oro a un inversor con visión que lo transformó. Conservar el nombre fue una decisión arriesgada, porque el Lonely Heart se había convertido en sinónimo de decadencia en Carnival Falls. Sin embargo, resultó ser una de las decisiones más acertadas, porque la noticia corrió como reguero de pólvora y nadie quiso perderse el resultado. Cuando llegamos el sitio estaba lleno a rebosar.

—Guau, es increíble. Realmente no queda ni rastro de lo que era este tugurio.

El aparatoso y zumbante letrero de neón había sido reemplazado por una sutil leyenda minimalista en el frente. Las antiguas ventanas de pequeños cristales sucios eran ahora inmensos ventanales que invitaban a entrar, con sus marcos curvos y amplios alféizares. La barra conservaba su ubicación original pero era completamente nueva; las mesas, los reservados, todo era de una calidad exquisita. La iluminación dotaba al flamante Lonely Heart de un ambiente acogedor. La música era cuidadosamente seleccionada, y prueba de ello fue la guitarra de Here comes de Sun que nos recibió apenas franqueamos la puerta.

Maggie me agarró del brazo.

—Esta noche se trata de divertirse —me dijo al oído.

Una camarera sonriente se nos acercó y nos dijo que podíamos sentarnos afuera o esperar una mesa adentro, que serían diez o quince minutos. Optamos por esperar en la barra.

El barman, un joven de rasgos asiáticos y movimientos enérgicos, nos preguntó qué nos apetecía beber. Yo pedí una Coca-Cola y Maggie, tras un momento de vacilación y un ligero asentimiento de mi parte, se decidió por una Victory Storm.

La noche fluyó como uno de esos trenes ultraveloces que flotan sobre los rieles. Hablamos de música, de cine, de tonterías. La conversación entre nosotros tenía esa familiaridad que habíamos descubierto durante las últimas semanas, la misma de siempre, ahora con un elemento adicional peligrosamente seductor: esa conexión innegable que nos había arrastrado a un amor juvenil, y la que yo jamás había experimentado con Tricia y mucho menos con Lila. Con nadie en realidad.

Conduje de regreso a casa pasada la medianoche, y ése fue quizás el único momento ligeramente incómodo. El coche de Maggie (que en realidad pertenecía a su madre) nos esperaba en el camino privado. La carrocería negra del Crown Victoria se mimetizaba con la noche, como la pregunta que comenzaba a tomar forma. La escuchaba en mi cabeza, un tímido pero persistente susurro, pero también podía verla en los ojos de Maggie.

—Mi madre va a necesitarlo mañana —dijo Maggie señalando el coche.

Aquello zanjaba la cuestión. No obstante, me vi en la obligación de decir algo.

—Ha sido una gran idea. Esto.

Abrí los brazos. Estábamos de pie en un punto equidistante entre los dos coches y la puerta de la calle. Los grillos repetían un patrón constante que parecía presagiar que algo sucedería de un momento a otro.

—Cualquier cosa era mejor que quedarse solo en el porche —dijo Maggie.

Sonreí.

—No cualquier cosa.

Maggie me sostuvo la mirada un segundo y empezó a revolver su bolso en busca de las llaves. Un mechón de cabello le cubrió el rostro y se lo apartó de un modo despreocupado, haciendo equilibrio un momento sobre la pierna derecha y apoyando el bolso en la rodilla. Dio con las llaves y las exhibió de modo triunfal.

Me gustaría que te quedaras, Maggie.

Entró en el coche y bajó la ventanilla. Me acerqué y me incliné ligeramente. Apoyé una mano sobre la puerta, otra en el marco.

—Gracias.

Ella encendió el motor y se colocó el cinturón de seguridad. Su mano se posó sobre la mía, un contacto sutil para decirme que lo mejor sería que me alejara del coche, y eso hice, por supuesto. Había sido una noche perfecta y lo mejor sería que terminara de esa forma.

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