Amnesia

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El martes por la mañana fui al mercado. Cuando regresé me encontré al agente Frost y a su compañera, una mujer que al igual que él había cruzado la barrera de los cuarenta, sentados en el capot de un Dodge Charger gris plomo. Había albergado la esperanza de que Frost se olvidara de su promesa de visitarme, pero en el fondo sabía que ocurriría de un momento a otro, de modo que me alegraba de que el desagradable encuentro tuviese lugar cuando me ocupaba de algo tan mundano como hacer la compra.

—¡Buenos días, señor Brenner! —Frost se bajó de un salto y cuando todavía yo no había detenido el coche ya lo tenía a menos de un metro de distancia, encorvado, acercando su rostro afilado a la ventanilla. Se quitó las gafas espejadas.

La mujer se quedó donde estaba.

Balbuceé un saludo y abrí la puerta para hacerlo retroceder.

—Nuestra intención no es incomodarle, tan sólo hacerle unas preguntas sin importancia. La venta de Meditek, ya sabe.

Esta vez no iba a cometer el mismo error que antes; no iba a decir nada inconveniente, por ejemplo, revelar que sabía que la venta de Meditek no se había llevado a cabo. Me apeé y fui a la parte de atrás. Frost me siguió. Me volví ligeramente para advertir que la mujer, que seguía sentada en el coche, se incorporaba y se llevaba la mano al interior de la chaqueta.

Abrí el maletero y las tres bolsas de la compra quedaron a la vista de Frost. Cuando el agente me miró se encontró con una expresión de hastío.

¿Qué esperabas encontrar, Frost?

—No voy a hablar con usted si no es en presencia de mi abogado —le adelanté.

—¿Abogado? —Frost sonrió, exhibiendo las palmas—. No hay necesidad de eso, es sólo…

—Lo mismo da. Es eso o nada.

Frost se masajeó el mentón aunque no llevaba vello facial. Quizás había llevado una perilla y todavía conservaba la costumbre.

Me alejé con la bolsa de la compra y entré en la casa sin invitarlos a pasar. Desde la cocina llamé a Harrison, como habíamos acordado. Cuando salí, Frost seguía en el mismo sitio que antes, sólo que ahora la mujer estaba a su lado.

—Soy la agente Haley Bell. Realmente sería provechoso para la investigación si pudiéramos hablar con usted unos minutos.

—Mi abogado está en camino.

Hice los dos viajes restantes mientras Frost y Bell aguardaban junto al coche.

Hasta ese momento creía estar haciendo bien mi papel. Harrison tenía la convicción de que hablar con ellos nos daría una idea un poco más clara de qué tramaban, pero claro, Harrison no sabía todo lo que yo sabía.

Harrison y Bob Burke llegaron a casa en el imponente Toyota Highlander de Bob apenas quince minutos después. Todo un récord. Cuando los escuché salí a su encuentro e hice las presentaciones correspondientes. Frost había cambiado por completo su postura intimidatoria por una conciliadora y cordial. Volvió a decir que la presencia del excomisario y mi abogado no era necesaria, pero que desde luego no tenía inconveniente en que ambos estuvieran allí. Harrison, que había tratado con el FBI durante décadas, tenía la expresión de un perro de caza; les dijo que el encuentro se haría a su modo, que si querían cooperación, ésa era toda la que iban a recibir.

Frost y Bell intercambiaban miradas todo el tiempo, calibrando a las dos nuevas variables de la ecuación. Bob no dijo casi nada hasta que entramos.

Ocupamos los sillones del salón. Ellos cuatro a uno y otro lado de la mesa de café. Yo en la cabecera.

En algún momento Bell había ido al coche a coger una carpeta —porque yo estaba seguro de que al principio no la llevaba consigo— y la dejó sobre la mesa. Mi visión global me permitió captar una mueca de fastidio de Bob. Harrison ni se inmutó.

—He sido el comisario de esta ciudad durante muchos años —dijo Harrison—, y si hay algo que siempre hemos hecho como representantes de la ley es respetar a cada uno de los ciudadanos. Abordar a John durante la recepción de su hermano ha sido inaceptable.

Frost y Bell asentían como dos niños castigados.

—Me he disculpado con el señor Brenner —dijo Frost en tono conciliador—, no era algo previsto. Pensamos que…

Frost no terminó la frase.

—Dejemos el pasado atrás —intervino Bell—, estamos llevando adelante una investigación federal y creemos que el señor Brenner puede ayudarnos. Por eso estamos aquí y les agradecemos su tiempo.

—Sabe lo que sucede, agente Bell —dijo Bob—, para eso primero tiene que decirnos qué están investigando realmente. Mi cliente no puede colaborar si no son claros en eso.

—Ya lo saben, la venta de Meditek.

Harrison se inclinó hacia delante; estaba sentado en el borde del sofá.

—La venta de Meditek no se llevó a cabo —dijo Harrison—, lo saben perfectamente. Los compradores se echaron atrás. No van a gastar recursos en algo que no tuvo lugar. Zimerman no está aquí, que es el experto en fraudes. La agente Bell está aquí.

Los agentes se miraron.

—¿Es esa chica? —disparó Harrison a quemarropa.

Frost volvió a masajearse el mentón. Ese tipo, o bien era muy fácil de leer, o era un actor fuera de serie. Realmente parecía desconcertado.

—Vamos, Frost —siguió Harrison—, le muestra a John la fotografía de una chica desaparecida y quiere hacernos creer que están interesados en la venta de un laboratorio.

—Lo estamos.

—No. Estáis interesados en la chica. ¿Está muerta?

La sorpresiva pregunta tomó a Frost con la guardia baja, o eso creí. ¿Qué habría visto Harrison durante ese brevísimo instante de vacilación? Aquellos dos jugaban una partida de póker muy personal.

Frost abrió la carpeta. Encima de todo estaba la fotografía de Paula. La agarró y la dejó en el centro de la mesa. A continuación desplegó un documento y cerró la carpeta antes de que pudiéramos ver qué más contenía.

—Su nombre es Paula Marrel y está desaparecida. La denuncia es del pasado 3 de mayo, cuando la venta de Meditek estaba a punto de concretarse.

Frost señaló el documento sobre la mesa, la copia de una carta con el membrete de Meditek. Por lo menos el agente estaba hablando. La cuestión era si nos estaba brindando más información de la necesaria o si aquélla era una puesta en escena. Yo había perdido por completo el norte. Harrison, por el contrario, no le quitaba los ojos de encima y parecía a gusto con el rumbo de la conversación.

—Sabemos que la señorita Marrel tuvo acceso a información privilegiada de Meditek —dijo Bell—. Información que podría haber comprometido la venta.

Frost no se inmutó mientras su compañera hablaba, lo cual desde luego me preocupó; estaban siguiendo un guión meticulosamente orquestado.

—¿Qué tipo de información? —se interesó Harrison.

—Documentos referentes a investigaciones sensibles del laboratorio —dijo Frost—, que en las manos equivocadas podrían ser perjudiciales para los socios, tanto para Ian Martins como para su hermano.

Se volvió hacia mí con un gesto casi teatral.

Me encogí de hombros.

—¿Usted no sabía nada de esto, señor Brenner?

Estaba preparado para responder a esta pregunta.

—Mi hermano me dijo que estaban teniendo dificultades con la venta, pero no me dio ningún detalle. Nuestras conversaciones nunca giraban en torno a su trabajo. Sin embargo, sí sabía acerca del robo de información, por parte de esa chica.

Los dos agentes se pusieron alerta. Casi podía escuchar sus pensamientos, la posible contradicción en mi discurso.

—El sábado fui a ver a Ian Martins y él me habló de ella —expliqué.

—¿Por qué fue a hablar con Martins? —se interesó Bell.

Ésa era sencilla.

—Frost me mostró la fotografía de la chica el viernes, durante la recepción —dije enfatizando las últimas palabras—, así que al día siguiente fui a ver al socio de mi hermano, a pedirle explicaciones. Él supo de inmediato de quién le hablaba y me contó la historia.

—Historia que desde luego ustedes ya conocen mejor que nosotros —intervino Harrison—. ¿Entonces, por qué no nos dicen, de una vez por todas, qué los trae exactamente por aquí?

Frost parecía abatido. Hasta ahora las cosas salían como habíamos previsto; Harrison me había instruido para no decir mucho más de lo que ya había dicho.

El agente sacó de la carpeta una nueva fotografía y la colocó junto a la otra. Había sido tomada por una cámara de seguridad en un sitio concurrido que no reconocí. La ropa de Paula fue lo primero que me llamó la atención; era la misma que llevaba en mi casa. Caminaba despreocupada con los pulgares en las correas de una mochila.

—Esta imagen fue captada el día 2 de mayo por una cámara de seguridad en la estación de autobuses de Carnival Falls. Desde ese día no sabemos nada de ella. Hasta donde tenemos conocimiento, ésta es la última imagen de la señorita Marrel. Tenemos los registros de su móvil, por supuesto, y la última zona donde estuvo activo ha sido ésta.

Frost hizo girar el dedo formando un círculo imaginario.

Así que era eso. Teniendo en cuenta los recursos del FBI no era extraño que hubiesen podido situar a Paula en Carnival Falls y en las proximidades de mi casa. Experimenté un frío intenso.

—La estación de autobuses está muy cerca de aquí —dijo Harrison siguiendo una lógica elemental.

—Es cierto —dijo Bell—. Lo que nos preguntamos es qué hacía aquí.

—Y me parece una excelente pregunta —dijo Harrison—, lo que no entiendo es cómo John podría tener alguna respuesta. Si la chica chantajeó a Martins, ¿no podría haber intentado lo mismo con Mark?

Frost hizo una mueca.

—Resulta llamativo que venga aquí cuando podría haberlo interceptado en Meditek, ¿no le parece, comisario?

Harrison no rectificó al agente en cuanto a su cargo en la policía.

—A veces las personas actuamos de formas impredecibles —dijo Harrison.

Había llegado el turno de Bob.

—Vamos, agente Frost, no me va a decir que eso es lo que lo ha traído hasta aquí, ¿verdad? Es muy sencillo de explicar. Si algo le sucedió a esa chica, Dios no lo permita, debió de ocurrirle en el trayecto desde la estación de autobuses a la casa de Mark, muy cerca de aquí. En otro escenario, en que la chica se marchó de manera voluntaria por alguna razón que desconocemos…, bueno, se deshizo del móvil de alguna forma. Soy abogado desde hace muchos años y usted y yo sabemos que acusar a John de estar involucrado en la desaparición de una persona sólo por vivir cerca de donde ha sido vista por última vez es inconcebible.

Frost y Bell no decían nada. Frost se movía en el sillón, incómodo.

—Es una suerte que esta conversación haya tenido lugar aquí —arremetió Bob—, y no en un juzgado. Una suerte para ustedes, por supuesto.

—No estamos acusando al señor Brenner de la desaparición de nadie —se defendió Frost.

—Oh, vamos, agente Frost, eso es exactamente lo que están haciendo. Como mínimo, no nos tome por idiotas.

Frost estiró impulsivamente el brazo hacia la carpeta. Bell estuvo a punto de impedírselo pero en el último momento se contuvo. Le lanzó una mirada fulminante pero ya era demasiado tarde. El agente abrió la carpeta y buscó algo frenéticamente.

Si Frost no encontraba rápido lo que buscaba, mi corazón se me saldría del pecho y lo golpearía en el rostro como una bala de carne y arterias.

Era otra fotografía. Una bastante extraña, por cierto. En ella se veía el rincón de un cuarto: el pie de una cama de una plaza, un escritorio con cuadernos y revistas, un ordenador portátil. En el centro de la fotografía había una estantería con libros. Harrison y Bob se estarían preguntando qué rayos podía tener aquella fotografía de particular, pero yo me di cuenta de inmediato. En el segundo estante reconocí los lomos de los libros de Busy Lucy. La colección completa.

Sin preámbulos, Frost recorrió el segundo estante con su dedo delgado.

—¿Los reconoce, señor Brenner?

Me incliné.

—Sí. Soy el ilustrador de esos libros —dije restándole importancia.

—Aparentemente la señorita Marrel sí lo conocía a usted —dijo Frost.

Pude advertir cómo las comisuras de los labios de Harrison se torcían ligeramente. Habló con gravedad.

—Agente Frost…, agente Bell, tengo decenas de libros con ilustraciones en mi casa. ¿Creen que sé a quién pertenecen? Con suerte conozco a los autores del texto.

—No es el caso —lo interrumpió Frost—. La hermana de la señorita Marrel nos ha confirmado que sí lo conocía: le leía esos libros a su sobrina todo el tiempo y le dijo en más de una ocasión que el hermano del ilustrador era su jefe en el laboratorio, una bonita coincidencia, sin duda.

Un recuerdo me asaltó. Mark me había dicho hacía mucho tiempo que alguien del trabajo era un fan de Busy Lucy. Estoy casi seguro de que no me dijo nada más. Lo que decía Frost era cierto. Paula me conocía, y ese conocimiento iba más allá de ser el hermano de Mark.

—Estos libros —dijo Frost, ahora dirigiéndose directamente a mí— prueban que Paula Marrel le conocía a usted, señor Brenner. Fue vista por última vez muy cerca de aquí, y mi instinto me dice que venía a verlo a usted. Todavía no sé la razón, pero le estoy dando la oportunidad de explicárnoslo.

Bob intervino nuevamente.

—El señor Brenner no va a decir nada más, porque lo que acabamos de escuchar, con todo el respeto, no resiste el más mínimo análisis. Que la chica tuviera esos libros no prueba nada, y usted lo sabe.

Con lentitud, Frost empezó a guardar las fotografías en la carpeta.

—Entonces creo que ha sido todo.

Nos pusimos de pie a la vez. La tensión era palpable.

Los dos agentes no esperaron a que los acompañáramos hasta la puerta. A medio camino, justo en el sitio exacto donde cuarenta y cinco días atrás había estado el cadáver de Paula, se detuvieron. Frost se volvió, como si recordara algo. Chasqueó los dedos.

—Una pregunta más: ¿las siglas ESH significan algo para usted, señor Brenner?

—No —dije sin pensarlo.

Frost asintió.

—Lo suponía. Adiós, caballeros. Estaremos en contacto.

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