Amnesia

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Febrero de 2000

Mirábamos la televisión en el salón y una taza o un plato se estrellaba contra el mosaico de la cocina. Mi padre seguía impertérrito con la mirada en el frente; con mi hermano nos mirábamos. Al principio mi madre decía algo desde la cocina, nos vociferaba un «perdón» y reía. Pero a medida que sus torpezas empezaron a hacerse más y más frecuentes comprendimos que había algo más. Un día, Mark se me acercó y me dijo que necesitaba hablar conmigo, que lo acompañara al promontorio del reptil. Nos sentamos en el suelo y fue entonces cuando me dijo que algo sucedía con las manos de mamá. Yo lo miré, sin saber qué podía significar aquello, pero a partir de ese día empecé a prestarles más atención. Y Mark tenía razón. Mamá ya no tejía, ni cosía, y cocinar empezaba a representar una dificultad para ella. Los platos elaborados dieron lugar a otros más sencillos, dejó de dedicarse a sus plantas; las tazas, los vasos y los platos empezaron a romperse cada vez con más frecuencia.

Mi padre se dio cuenta, por supuesto. Él y mi madre hablaban a solas más que de costumbre y se ausentaban en lo que más tarde supe que eran visitas a la doctora Lorell. No sé exactamente cuándo fue diagnosticada con ELA, porque estoy convencido de que procuraron dilatar la noticia lo máximo posible, o por lo menos hasta estar preparados para hablar con nosotros de la forma correcta. Eventualmente mi padre habló conmigo; fue una tarde cuando yo jugaba con mis soldados de plástico: los había dispuesto en torno a la pata de la cama, todos ellos en posición de disparo apuntando a la misteriosa estructura gigantesca que había aparecido de la nada. Era una misión especial y secreta. Mi padre se sentó en la cama y dio unos golpecitos en el acolchado para que lo acompañara. Desde el momento en que lo vi entrar tenía una idea más o menos clara de lo que me diría, no sabía nada de la ELA, pero sí que su rostro triste y su voz grave tenía que ver con el estado de salud de mi madre.

Mi padre me habló de cómo la enfermedad sólo afectaba a los músculos y no a la mente; me habló del científico Stephen Hawking, a quien yo no conocía, y de cómo su intelecto se mantenía inalterable, y que lo mismo sucedería con mi madre, que si bien tendría que recibir un trato especial en el futuro, siempre seguiría siendo ella.

Sentí cierto optimismo ese día, incluso seguí adelante con la operación Pata de Cama, a la que por cierto mis soldados de plástico se encargaron de dispararle un millón de veces. Fue Mark quien me enfrentó con la verdad; incluso a sus quince años mi hermano tenía una agudeza inusitada para darse cuenta de las cosas. Yo era un chiquillo de diez que amaba a su madre e idolatraba a su padre y que no tenía el más mínimo sentido de lo que era ver sufrir a un ser querido, mucho menos perderlo. Mark me mostró una fotografía de Hawking con el presidente Clinton en la Casa Blanca. Su aspecto empequeñecido me impactó.

—Mamá morirá pronto —me dijo Mark—. La ELA es una enfermedad incurable, dos o tres años es lo máximo que una persona puede sobrevivir.

Debí de haber abierto mucho los ojos porque mi hermano se apiadó de mí y me abrazó.

—Olvida lo que te he dicho. Sólo Dios sabe cuándo vamos a morir. Lo que quiero que sepas es que las cosas no serán de color de rosa.

—Papá ha dicho que…

—Ya sé lo que ha dicho papá. Pero papá se está engañando. ¿Sabes por qué?

—No.

—Porque en el fondo no ha podido aceptarlo. No podrá aceptarlo nunca. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí.

—Mamá tendrá que pasar sus días en una cama o en una silla como éstas. ¿Ves ese panel que Hawking tiene delante? —dijo señalando la fotografía—. Bueno, es un panel que detecta el movimiento de los ojos, porque es lo único que este hombre puede mover.

Lo observé con incredulidad. Así como sentía por mi padre una completa devoción, lo mismo podía decirse acerca de mi hermano mayor. Lo consideraba incapaz de mentirme o de hacerme daño.

—Es así, Johnny. La enfermedad de mamá es terrible, y la tendremos con nosotros poco tiempo. ¿No te parece que es mejor saberlo?

Asentí repetidas veces.

Lo siguiente que recuerdo es bajar a toda velocidad y abrazar a mi madre con fuerza. Ella leía el periódico en el salón y se sorprendió cuando me abalancé sobre ella. Comenzó a reír descontroladamente.

Pero Mark tuvo razón. Seis meses después mi madre fue trasladada a una habitación de la planta baja donde pasaba gran parte del día en la cama o en un sillón junto a la ventana. Perdió el habla de un día para otro, aunque sospecho que fue la frustración de no poder pronunciar las palabras la que hizo que se rindiera. Un desfile de enfermeras y kinesiólogos empezaron a hacerse cargo de ella.

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