Amnesia

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Julio de 2000

La despensa junto a la cocina se convirtió en el cuarto de mi madre. El dinero en casa empezó a escasear a causa de los altos costes médicos —y a que mi padre dedicó cada vez menos tiempo a sus negocios—, de manera que poco quedaban de las grandes reservas de alimentos que recordaba de mi infancia temprana. Hacia el inicio del milenio la despensa estaba casi vacía, así que acondicionarla fue trabajo de un día. Lo hicimos los tres: mi padre, Mark y yo. Fue triste, porque mientras pintábamos las paredes, colocábamos cortinas nuevas y reemplazábamos las lámparas por unas más bonitas, sabíamos que mi madre moriría allí.

La rapidez con la que su cuerpo se consumió fue asombrosa. Poco después de perder el habla pasaba más y más horas en la cama. Papá compró una silla de ruedas, no eléctrica, porque según él sería inútil en caso de que mi madre quisiera ir al bosque. La realidad es que, una vez que empeoró, ella rara vez quiso ir al bosque, o a cualquier otra parte. Cuando le preguntábamos si le apetecía salir, el noventa por ciento de las veces nos devolvía dos pestañeos. ¿Estás cansada? Un pestañeo.

Una cosa que aprendí durante aquellos meses, además de la fragilidad de un hogar feliz, fue cómo personas que han vivido bajo un mismo techo, con la misma sangre corriendo por sus venas, pueden reaccionar de formas tan disímiles como lo hicimos nosotros tres. Mi padre siguió negando la enfermedad de mi madre a pesar de que ella era un alma arrugada de menos de cuarenta y cinco kilos. Cuando nos hablaba de ella era como si las cosas fueran igual que antes, nunca se refería a su enfermedad, o a sus cuidados, ésas eran cosas que discutía con los doctores, con la terapeuta o con las enfermeras que acompañaban a mamá en turnos de seis horas. Para él, parecía ser que la condición de mi madre sólo podía ser discutida con profesionales; nosotros no teníamos de qué preocuparnos. Cada vez que Mark le hacía un planteamiento rehusaba a seguir hablando.

Mi padre vendió la concesionaria a su amigo Bill Foster, algo que, supe años más tarde, fue en realidad una forma encubierta de sus amigos para ayudarnos. Harrison me lo confesó durante una de nuestras conversaciones en la parte de atrás de su casa, mientras tallaba una de sus piezas en madera. «Tu padre era terco como nadie, Johnny. Cuando algo se le metía en la cabeza, era imposible hacerlo cambiar de opinión.» Fue la forma que los miembros del club Bilderberg encontraron para que no se endeudara con el banco a una tasa caníbal.

La enfermedad hizo que Mark, que siempre fue responsable y adulto en más de un sentido, creciera diez años en aquellos seis meses en los que la ELA avanzó con la ferocidad de un huracán grado cinco. Fue el único que se enfrentó a mi padre cuando hizo falta, y el que hablaba con las enfermeras y los médicos de manera más directa y dura para que mi madre tuviera los cuidados que necesitaba. Mark, además, hablaba abiertamente de la ELA, algo que mortificaba profundamente a mi padre, como si cada vez que nombraba la enfermedad la hiciera más poderosa y real. Quizás fue entonces cuando conocí la naturaleza combativa de mi hermano, su verdadera fortaleza. Una noche, atormentado por una pesadilla, fui a buscarlo a su habitación y no lo encontré. Estaba abajo. Seguí la luz, bajando las escaleras con mucho cuidado, pisando donde sabía que los escalones no crujían, y advertí que la puerta de la despensa estaba abierta —nunca terminé de acostumbrarme a la idea de que ésa era la habitación de mi madre—. Me acerqué despacio. Mark le hablaba a mi madre de Kelly Baxter, una muchacha de la escuela que le gustaba; le decía que estaba pensando en invitarla a salir pero no estaba convencido por algunas actitudes de ella un poco superficiales. No entendí a qué se refería con esto último. Supongo que hubiera entrado para estar con ellos un momento, y quizás preguntarle a mi hermano por qué Kelly Baxter era como una superficie, pero antes de llegar a la puerta me detuve. Mark se movía por la habitación, pero había algo más, un sonido conocido que me paralizó: el del plástico de los pañales de mamá que las enfermeras le cambiaban a diario. Ninguno de nosotros cambiaba a mamá, ni mi padre, ni mucho menos yo.

La pregunta de cómo mi madre haría sus necesidades fue una de mis primeras preocupaciones. Mark me lo explicó con total naturalidad. «Hay pañales para adultos, Johnny.» Mi padre tenía la precaución de guardar las bolsas de pañales en el desván del garaje, pero cada tanto yo veía a alguna de las enfermeras llevando una de aquellas bolsas con ese desparpajo médico tan característico. La cuestión es que cada vez que cambiaban a mi madre, mi padre se marchaba de la habitación, algo que me resultaba absolutamente razonable, por supuesto. Esa noche descubrí que Mark también se ocupaba de cambiar a mi madre, por supuesto sin que mi padre lo supiera.

En cuanto a mí, transité ese año como pude. Entablé con mi madre una relación de la que me siento orgulloso. Hablé mucho con ella en esos meses, quizás más de lo que lo hubiera hecho en circunstancias normales. Una enfermedad terminal es una mierda, no quiero engañar a nadie que no ha tenido la desgracia de verlo de cerca, pero si de algo puedo sentirme agradecido es de haberme permitido tomar conciencia, incluso a los diez años, de lo efímero de nuestras vidas y de la importancia de aprovechar cada instante, especialmente cuando se trata de nuestros seres queridos. También aprendí a apreciar los pequeños detalles, en sus ojos podía verla sonreír, también saber cuándo estaba triste. No sé si había algo telepático entre nosotros, algo de nuestra relación umbilical que ahora se manifestaba de manera inalámbrica, no lo sé. Me gusta pensar que los ojos de mi madre siempre fueron igual de expresivos; y que era cuestión de aprender a mirarlos.

Uno de mis momentos preferidos era cuando regresaba de la escuela y estaba con ella. No disponíamos de un sistema sofisticado de comunicación como el de Hawking, pero yo había hecho una serie de paneles con frases y palabras. Cinco en total. Mi padre me había conseguido placas de cartón grueso de casi un metro cuadrado y yo me había encargado de numerarlos y de escribir las frases en cuadrantes de cinco por cinco, es decir que cada cartón tenía veinticinco frases. Cuando mi madre quería comunicarse con los cartones pestañeaba tres veces y a continuación me indicaba cuál de los paneles necesitaba.

El primero de los paneles contenía las letras del abecedario, los restantes, frases agrupadas por temas. En uno había actividades: escuchar la radio, ver la televisión, que le leyera un libro, verme dibujar, hablarle de mi día en la escuela, cosas por el estilo. A medida que se nos iban ocurriendo más, las íbamos incorporando en nuevos paneles. En otro estaban sus comidas favoritas, en otro había temas generales de los que le gustaba que le hablase. Con el tiempo fuimos perfeccionando nuestro método de comunicación; al principio yo deslizaba mi dedo por los paneles y ella pestañeaba cuando tocaba la letra o la frase correcta. Mark, como no podía ser de otra forma, nos dio una idea de cómo hacerlo mucho más rápido. Primero deslizaba el dedo por las letras superiores, y cuando ella pestañeaba entonces lo deslizaba verticalmente. De esta forma mi madre tenía que pestañear dos veces para darme las coordenadas de una posición, pero el proceso era muchísimo más rápido. Yo intentaba adivinar la palabra antes de que la terminara, y si era la correcta entonces ella pestañeaba dos veces muy rápido. Nos volvimos muy buenos, al punto de que cuando mi padre o Mark querían comunicarse con ella, me llamaban a mí.

Una tarde de junio regresé de la escuela y fui a verla, como cada día. Hacía calor, por lo que la señora Pierson había llevado el ventilador de pie. La señora Pierson, una enfermera jubilada que cuidaba a mi madre por las tardes, era una ávida lectora de unas novelas de tapa blanda con portadas de mujeres y hombres atractivos en poses seductoras. Mark me había dicho que ésas eran novelas románticas, concepto que yo no terminaba de comprender y que me llamaba poderosamente la atención. Tenía intenciones de leer una de esas novelas cuando la señora Pierson no se diera cuenta, pero todavía no había podido hacerlo.

—Hola, Johnny —dijo la mujer en cuanto me vio entrar. Estaba sentada en una silla a pocos centímetros del ventilador.

—Hola.

—La señora Silvia está de muy buen humor hoy.

Murmuré algo incomprensible a modo de respuesta.

El ventilador giró y le dio a la señora Pierson de lleno en el rostro. Se quedó un segundo disfrutando del aire fresco, los ojos entrecerrados y los cachetes temblando. Se puso de pie y agarró la maltrecha novela que había dejado a los pies de la cama: Naturaleza salvaje.

Cuando nos quedamos solos, le pregunté a mi madre si le apetecía que le hablara de mis cosas en la escuela y ella pestañeó una vez. Me alegré, porque ese día yo tenía una noticia importante: había hecho un nuevo amigo en la escuela. Se llamaba Ross y su familia acababa de mudarse desde Carolina del Norte. Le gustaba leer, como a la señora Pierson, sólo que Ross prefería las novelas de espías y de misterio, o al menos eso me había contado.

Hablé durante media hora hasta que advertí el cansancio en su mirada. El solo hecho de prestar atención a una conversación la consumía. Le pregunté si quería descansar y me dijo que no. Los paneles estaban debajo de la ventana; cogí el que tenía el abecedario y deslicé el dedo sobre las letras. Lo había hecho tantas veces que podía hacerlo sin mirar las letras, con la vista fija en el rostro de mi madre. Cuando ella pestañeaba la primera vez mi dedo cambiaba de dirección, y con la segunda se detenía. No necesitaba mirar el panel para saber qué letra había escogido, simplemente la decía en voz alta y repetía la operación.

C-A-N.

—¿Cansada? —dije.

Un pestañeo.

—Creí que querías decirme algo. Podemos dejarlo por hoy. ¿Quieres seguir?

Un pestañeo.

No comprendí. Seguimos adelante con las letras. Cuando íbamos por la tercera comprendí que la frase había terminado.

E-L-A.

CANSADA ELA.

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