Amnesia

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Darla había bebido.

—Pero no demasiado —me alertó con un dedo en alto cuando entraba en su casa.

Vestía unas mallas negras y una camiseta holgada color fucsia. La seguí hasta la cocina prácticamente en silencio. La puerta de una habitación estaba abierta y alcancé a ver una cama deshecha.

—Prefiero estar arriba lo menos posible —se disculpó.

Le indiqué con un ademán que no se molestara en darme explicaciones; Darla tenía derecho a dormir donde quisiera y yo quería largarme de allí lo antes posible.

Nos sentamos a la mesa. En su mirada había una mezcla de hastío y frialdad.

—¿Te lo dijo Frost? —dijo ella.

No estaba seguro de a qué se refería.

—Vamos, Johnny, me he dado cuenta por cómo me has tratado en estos días. No me has llamado y cuando hablamos hace un rato no eras el de siempre.

Mi rostro debió traicionarme porque Darla negó con la cabeza y continuó:

—Ese tipo es un imbécil. No me mires así, John. Estoy cansada de que la gente me juzgue.

No respondí. Darla se levantó y fue hasta la nevera, me ofreció algo para beber y le dije que no me apetecía nada. Ella se sirvió un vaso de zumo de naranja y volvió a sentarse.

—Ian y yo estamos juntos desde hace unos meses. La vida es una mierda, John, tú lo sabes mejor que nadie. ¿Qué quieres que te diga?

—No es necesario que digas nada. Sé que Mark no se suicidó por eso. Cualquiera que lo conociera un poco lo sabría.

—No creo que lo supiese, si me lo preguntas. Quizás lo intuía, no lo sé. Tu hermano era un jodido superdotado, John, no sé qué pensaba, francamente. Lo mío con Ian no tiene nada que ver con él, aunque te cueste creerlo.

Las manos de Darla se arrastraban por la mesa en busca de un paquete de cigarrillos que no existía.

—De todas formas, no te he llamado para hablar de mi relación con Mark, o con Ian, llegado el caso.

—Os vi a ti y a Ian besándoos —dije con sequedad.

Mi comentario la tomó por sorpresa.

—¿Entonces no ha sido Frost?

—No. Y no creo que lo sepa.

Darla se puso de pie y fue hasta la ventana. Se quedó mirando el jardín durante un buen rato, exactamente al sitio donde unas semanas atrás Ian Martins había dado un torpe discurso por el cumpleaños de Mark. Ahora me preguntaba si su incapacidad discursiva se habría visto potenciada por el hecho de acostarse con la esposa de su socio.

—¿Te preguntó por una empleada de Meditek? —dijo Darla sin volverse.

Quizás estaba poniéndome a prueba e Ian ya se lo había dicho.

—Sí.

—A mí también. —Se volvió, pero siguió en el mismo sitio—. ¿Paula Marrel?

—Así es.

—Ian me dijo que la chica quiso chantajearlos, que está desaparecida. Dice que no sabe nada más, pero no sé si creerle.

—¿Podemos cambiar de tema? ¿Qué era eso que querías que viera?

Darla salió de la cocina y regresó al cabo de unos minutos. Dejó sobre la mesa una de esas memorias USB del tamaño de una uña. No se sentó. Yo me quedé mirando el diminuto artefacto.

—Frost me dio esto. El motivo por el que Mark se quitó la vida, me dijo. Y en eso creo que el bastardo tiene razón.

No podía quitar la vista de la memoria USB, ni siquiera me atrevía a tocarla.

—¿Qué hay en la memoria, Darla?

Ella me miró como si hubiese olvidado de qué le hablaba.

—Es un vídeo de Mark. Lo encontraron en uno de sus teléfonos u ordenadores, no lo sé. No iba a dártelo; estuve a punto de tirarlo por el retrete. Pero entendí que no es mi decisión. Cuando veas de qué se trata puedes decidir si quieres verlo entero, y qué hacer con él.

Agarré la memoria con el índice y el pulgar.

—La razón por la que Mark se quitó la vida no tiene nada que ver con Meditek, sino con el contenido de esa memoria. Y está relacionado contigo, Johnny. Contigo y con tu pasado.

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