Amnesia

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Agosto de 2000

Además de la concesionaria, ahora en manos de Bill Foster, la otra fuente de ingresos de la familia había sido una participación minoritaria en una ferretería industrial, un negocio al que mi padre había apostado como forma de diversificación y que nunca estuvo a la altura de las expectativas. Lo cierto es que la ferretería constituía un ingreso insignificante frente a los gastos astronómicos que conllevaba el cuidado de mi madre. La situación financiera del hogar me era prácticamente ajena en ese momento. En cambio Mark era perfectamente consciente de ella, y un día me lo explicó de forma muy sencilla: el dinero que salía era muchísimo más que el que entraba. A ese ritmo íbamos directo a la bancarrota.

—No voy a permitir que trabajes —dijo mi padre—. La discusión se acaba aquí.

Lo escuché desde la segunda planta, y lo que captó mi atención no fue la frase en sí, sino el tono de voz que empleó. Ed Brenner era un hombre medido y abierto, rara vez era terminante en sus dichos, y en ese momento lo fue. No gritó pero sí habló con contundencia. Yo tenía unas ganas tremendas de mear —ése era el propósito fundamental de mi excursión nocturna al baño— pero me quedé muy quieto en el pasillo.

—Es que no lo entiendo, papá. Son cuatro horas en el turno de tarde, a la salida de la escuela. Necesitamos el dinero.

—No necesitamos ningún dinero. Tú no tienes que preocuparte por eso.

—Tengo quince años, no soy un niño.

—No quiero que mi hijo trabaje en una gasolinera a la salida de la escuela. No lo voy a permitir.

No discutían, no todavía, pero incluso sin verlos podía percibir la tensión. Me senté en el escalón superior y me abracé las rodillas.

—Siéntate —dijo mi padre.

Una silla se arrastró.

—Aprecio mucho el gesto, hijo, pero entiende que el dinero es mi problema, siempre lo ha sido, y no quiero que tú te cargues con eso. Como has dicho, tienes quince años. Tu deber es estar con amigos, con muchachas, practicar deporte, divertirte. Lo que le ha sucedido a tu madre, lo que nos ha sucedido a todos, es una desgracia, ciertamente lo es…, pero tú y Johnny debéis seguir adelante con vuestras vidas.

—Son sólo cuatro horas —musitó Mark—, con eso podríamos tener para los gastos menores, los míos y los de Johnny.

—Lo tengo cubierto, Mark. Y no quiero que te distraigas de la escuela, es importante que sigas estudiando como hasta ahora.

—Papá, la escuela puedo hacerla con los ojos cerrados, y lo sabes.

—No importa. Siempre puedes esforzarte más, o emplear ese tiempo en otra cosa, no en servirle combustible a extraños. Es una pérdida de tiempo.

—No lo es. Es un empleo. Y lo necesitamos.

—¡No lo necesitamos!

Aferré mis rodillas con fuerza. Una cosa que recuerdo de aquella discusión es que entendía perfectamente a ambos. No sé si deseaba tomar partido por alguno de ellos —esa deformación propia de los adultos me era ajena a mis once años recién cumplidos.

—Sí lo necesitamos —insistió Mark—. Vendiste la concesionaria por… ¿trescientos mil?

Mi padre no respondió. Yo no tenía idea si Mark conocía esa información o si la estaba adivinando.

—No estoy cuestionando tu decisión, papá, de hecho creo que fue lo mejor que pudiste haber hecho. Necesitábamos el dinero y tú no podías pasarte todo el día allí; alguien tenía que ocuparse de los tratamientos de mamá, los doctores y todo lo demás. Pero ahora casi no tenemos ingresos, a la ferretería casi no entra gente, es un milagro que siga abierta.

—Basta, Mark.

—No, tenemos que hablar. No sirve de nada esconder la tierra debajo de la alfombra.

—No se trata de eso.

—Sé cuánto cuestan esas medicinas, y los doctores. A este ritmo tenemos dinero para un año más, dos a lo sumo.

La realidad era que nos quedaba para menos de un año.

Que mi padre lo dejara hablar o titubeara al responder eran prueba de que mi hermano tenía razón, o por lo menos en parte. ¿Nos quedaríamos en la calle? Mi madre no podría, necesitaba ser atendida, sin sus medicinas se moriría de dolor, tendría mucho calor, o mucho frío. La idea me aterró, incluso más que la propia enfermedad.

—Es posible que mamá no viva un año más —dijo Mark— ¿Pero qué si lo hace?

En ese momento se me heló la sangre.

—Papá, no podemos pensar en un solo escenario. Tenemos que prepararnos para…

—No hables así, Mark. Tu madre no es un escenario.

—¡Sabes a qué me refiero! Negar la realidad no la cambia.

—Nadie sabe lo que va a suceder.

En algún momento me paré, y sin pensarlo demasiado bajé las escaleras a toda velocidad. Al oírme, dejaron de hablar.

—¡Puede oíros! —estallé.

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