Amnesia

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Marzo de 2001

La predicción de Mark se cumplió con una precisión endiablada: diez meses después estábamos al borde de la bancarrota. No necesité que me lo dijeran —mi padre nunca fue capaz—, pero lo cierto es que el hecho se volvió evidente. Para empezar, la Navidad de 2000 fue la más austera y aburrida de mi vida; una celebración que normalmente esperaba con semanas de antelación y que se había ganado un sitio mágico en mi corazón se convirtió en la peor noche de mi vida, sin regalos y con mis tíos apesadumbrados. Mi padre volvió a trabajar en la concesionaria, ahora como empleado a tiempo parcial. Bill le dijo que necesitaba a alguien que conociera el negocio, que los clientes preguntaban por él, que las ventas mermaban y que estaba preocupado. Incluso un niño de once años podía darse cuenta de que ésta era otra forma de ayuda encubierta, como había sido la venta en primer lugar. Mi padre hizo la vista gorda y aceptó; no tenía más remedio. Mark, por su parte, se salió con la suya y empezó a trabajar en la gasolinera semanas después.

Hubo dos acontecimientos que aceleraron nuestro desplome financiero. El primero fue una infección urinaria que afectó a mi madre y que mi padre se empecinó en que fuera tratada en nuestra propia casa. La despensa se convirtió en una habitación de hospital, con equipamiento portátil y una serie de aparatos para mantenerla estabilizada. Era tan doloroso verla conectada a esas máquinas, consumiéndose como una hoja que se seca al sol, que en más de una ocasión tuve que salir de la despensa para ir a llorar al baño. Mi madre ya no podía comunicarse porque estaba demasiado cansada y lo único que yo podía hacer era hablarle. Sentía que la perdía, como una cometa al que se le ha cortado el hilo y se hace cada vez más y más pequeña en el cielo.

El segundo acontecimiento devastador fue la aparición de un oportuno especialista con una cura milagrosa para la ELA. Se llamaba Chatelain y nunca olvidaré el fatídico día en que ese doctor se puso en contacto con nuestra familia. Cenábamos los tres en la cocina —desde que mi madre estaba postrada en la cama ya no utilizábamos la mesa del salón— cuando el teléfono empezó a sonar. Mi padre estaba más cerca, así que fue él quien respondió. Sin apenas hablar, se levantó, fue a la segunda planta y a los quince minutos volvía con el teléfono en una mano y una libreta en la otra.

—Esto es lo que estábamos esperando —dijo con una mezcla perfecta de felicidad y consternación.

El doctor Chatelain le habló de su tratamiento experimental a base de plantas naturales y de su altísima tasa de éxito. Ochenta por ciento, nos dijo mi padre al borde del llanto. Yo le creí, por supuesto, y en mi caso sí lloré, porque si el doctor Chatelain iba a hacer que mi madre volviera a ir conmigo a la escuela, prepararme sus panqueques especiales y mirar televisión conmigo mientras tejía, entonces su llegada a nuestras vidas era un milagro. Mark se mostró cauto esa noche. Al día siguiente, en el promontorio —que empezaba a convertirse en un sitio de crudas verdades para mí—, me dijo que teníamos que ser muy cuidadosos con lo que decía ese tal doctor Chatelain, que el mundo estaba lleno de farsantes y estafadores que se aprovechaban de gente como papá, gente que necesita creer. ¿Por qué Mark era tan poco optimista a veces? Si yo hubiese sido dos o tres años mayor posiblemente se lo hubiese dicho.

El doctor Chatelain, un hombre de unos sesenta años de gafas redondas y barba blanquísima, llegó a mi casa una tarde, unos pocos días después, con aires de eminencia, y fue tratado en consecuencia. Primero, dijo, tenía que examinar a la paciente, porque hasta entonces no podría decirnos si el tratamiento era viable o no. Mark no estaba en casa, pero mi padre y yo sí, atentos al veredicto del doctor, que estudiaba a mi madre como si pudiese establecer algún diagnóstico profundo basándose sólo en la observación. Los médicos de mi madre desaconsejaron tajantemente el tratamiento a base de plantas de nombres impronunciables, pero mi padre no iba a dejar de intentarlo. ¿Qué perdemos, Johnny? Su lógica tenía todo el sentido para mí.

El tratamiento era viable, por supuesto. El doctor Chatelain le administró a mi madre una inyección al día durante casi dos meses. No sé cuánto costó cada una, pero el dinero se consumió a una velocidad asombrosa.

Tal fue el entusiasmo inicial, incluso de mi madre, que hasta hubo signos reales de mejoría. Estaba de mejor humor, lo cual para mí ya era muchísimo. A veces soñaba que iba a verla y que uno de sus dedos empezaba a moverse, lentamente al principio, con mayor insistencia después. Entonces yo avisaba a mi padre y los dos nos la quedábamos mirando embobados.

Nada de eso sucedió en realidad.

No sé si el tipo era un estafador o si ella cayó en ese veinte por ciento que él decía que escapaba a los milagros de su tratamiento, pero no importa mucho. Al cabo de dos meses hasta mi padre se convenció de que seguir adelante era tirar el dinero.

Unas semanas después del fallido tratamiento, exactamente el 31 de marzo, iba a ser un día memorable. Mi flamante amigo Ross y yo íbamos a ir a casa de Maggie Burke a ver películas con dos de sus amigas. Para mí era algo relativamente frecuente y nada novedoso, pero para mi amigo Ross se había convertido en todo un acontecimiento y me había contagiado parte de su entusiasmo.

Desperté mucho más temprano que de costumbre. La señora Pierson todavía no había llegado y mi padre y Mark aún estaban durmiendo. En otro contexto me hubiera quedado en la cama, pero el nerviosismo pudo conmigo.

Decidí prepararme el desayuno pero antes fui a ver si mi madre estaba despierta. A veces le gustaba abrir los ojos muy temprano. Entré en su habitación con sumo cuidado. Por la ventana entraba apenas un poco de luz, pero suficiente para ver que ella tenía los ojos cerrados. Y entonces sucedió algo sumamente extraño: supe que estaba muerta. Fue como si pudiera percibirlo en el aire, como si una vibración casi imperceptible que normalmente estaba allí, ahora ya no estaba. No fue el hecho de que su pecho no se moviera, la sutil deformación de su boca en una mueca torcida, las tenues manchas oscuras en las fosas nasales o el olor ácido de la orina. Porque todo eso lo advertí un instante después. Lo primero que sentí y que me golpeó con la potencia de una verdad demoledora, fue la ausencia de vida. La soledad. Un vacío insondable. Me llevé la mano a la boca. Lo supe. Todos esos signos insignificantes eran ahora insoslayables. Estiré el brazo como si fuera a tocar a un animal peligroso. Temía tocar la mano de mi madre, cuyos dedos asomaban por un costado de la sábana como una araña blanquecina y muerta.

Grité con todas mis fuerzas y me quedé allí, temblando y llorando. Sólo cuando escuché las pisadas atolondradas en la escalera, salí. Mi padre bajaba a medio vestir, descalzo, con el pantalón puesto pero con la camisa sin abrochar.

—¡¿Qué haces despierto, Johnny?! ¿Dónde está la señora…?

Justo en ese momento la puerta de la calle se abrió y la señora Pierson entró en la casa. Llevaba su bolso en una mano y las llaves en la otra. El libro que tenía sujeto en la axila se cayó al suelo.

—Mamá —conseguí finalmente pronunciar entre sollozos.

Mi padre llegó a mi lado dando zancadas inhumanas. Me abrazó con tanta fuerza que creí que me rompería.

La policía y los paramédicos llegaron poco tiempo después. Recuerdo parcialmente lo que sucedió esa mañana; son imágenes inconexas que parecen más un sueño que algo real.

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