Amnesia

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Abril de 2001

Nunca culpé a mi padre por lo que hizo esa noche. La cuestión iba mucho más allá de la precaria situación económica a la que nos había arrastrado la ELA; la condición de mi madre era irreversible, empeoraba día a día y ella había perdido completamente la voluntad de vivir. Cada día se apagaba un poco más. ¿Cuál era el sentido de semejante sufrimiento? Si acaso había algún tipo de fuerza superior que por alguna razón nos sometía a todo tipo de penurias para enseñarnos quién sabe qué, entonces fue esa fuerza la que hizo que las manos de mi padre presionaran fuertemente la almohada sobre el rostro de mi madre. No puedo siquiera imaginar la voluntad necesaria para semejante acto; sólo una piedad infinita podía ser capaz de algo así. Mi madre fue una mujer afortunada, porque mi padre la amó profundamente cada uno de los días que estuvieron juntos.

CANSADA ELA

El plan de mi padre casi funciona a la perfección. Casi. La señora Pierson llegaría a casa a las siete y lo primero que haría sería ir a la habitación de mi madre, donde descubriría que había muerto plácidamente durante la noche. Entonces despertaría a la familia y nos daría la triste noticia. Teniendo en cuenta el estado de mi madre, no supondría una sorpresa y ningún médico pediría una autopsia. Causas naturales. Fin de la historia.

Dos cosas fallaron. La primera —un detalle menor— fue el hecho de que yo me despertara mucho antes que de costumbre y fuera a la despensa. ¿Por qué lo hice? Siempre me he hecho esta pregunta y hasta el día de hoy no encuentro una buena explicación. No cambia demasiado las cosas que fuera yo quien descubriera el cuerpo de mi madre y no la señora Pierson, pero sin duda no estaba en los planes de mi padre que yo tuviera que pasar por eso.

El otro fallo —y éste sí fue determinante— fueron unas marcas negras en la nariz.

Harrison era el comisario de Carnival Falls por aquellos años, de manera que era difícil establecer si su presencia en casa tenía que ver con su labor policial o con la amistad que lo unía a mi padre. Lo cierto es que se lo vio varias veces, tanto a él como a su ayudante Dean Timbert. Los días posteriores a la muerte de mi madre fueron extraños en muchos sentidos, y uno de ellos tenía que ver con el desfile de policías y médicos —forenses, según comprendí después—. Además de ese vacío que experimenté junto al lecho de muerte de mi madre —un vacío que siempre estará allí, he aprendido con los años—, sentía un profundo alivio, y es algo de lo que nunca me he avergonzado, porque estaba despojado de todo egoísmo.

Mi padre, Mark y yo habíamos reaccionado de modos muy distintos frente a la enfermedad de mi madre; sin embargo, su ausencia nos igualó. El dolor era el mismo, el silencio también. Éramos tres almas en pena, vagando por una casa que había perdido la cohesión que le brindaba mi madre incluso desde la cama y moviendo apenas los párpados.

Exactamente cinco días después mi padre recibió una misteriosa llamada telefónica que Mark y yo escuchamos. Al terminar dijo:

—Johnny, quiero que vayas al salón y escuches un poco de música. Necesito hablar con Mark de un tema de adultos.

Mi hermano acababa de cumplir los dieciséis.

Fui a la cadena y me quedé un rato largo contemplando la portada de That’s Life, de Sinatra, que posiblemente yo había dejado sin guardar. No era más que una prueba de que nadie se había acercado a la cadena en los últimos días; pasaría mucho tiempo hasta que Mark o yo nos atreviéramos a volver a escuchar a La Voz.

Elegí Super Trouper, de ABBA, casi al azar. Mi padre los escuchaba de tanto en tanto y yo todavía no sabía si me gustaban o no, pero sí tenía claro que eran melodías alegres y pegadizas. Coloqué el disco y empecé a escuchar, sentado en el sillón. La puerta de la cocina estaba cerrada y seguiría así por un buen rato.

Entre canción y canción podía escuchar las voces amortiguadas. Mi padre no era el único que hablaba. No discutían, o por lo menos no en los tramos en los que pude escuchar, pero sí intercambiaban opiniones de un modo vehemente.

Doce minutos después llegó el coche patrulla. Lo sé con certeza porque On and on and on estaba terminando. Nunca más pude escuchar ese disco.

Harrison conducía y Dean Timbert ocupaba el asiento del acompañante. Cuando se apearon, los dos hombres se acercaron a la ventana, que estaba abierta. Yo estaba lo suficientemente contrariado con la situación como para permanecer donde mi padre me había ordenado. Algo estaba sucediendo y no sabía exactamente qué.

—Johnny, ¿Ed está hablando con Mark?

Le señalé la puerta de la cocina. Harrison asintió y se tocó la copa del sombrero.

—Dean y yo nos quedaremos en el coche hasta que terminen.

La puerta de la cocina se abrió un momento después. Al ver el rostro horrorizado de Mark supe que algo terrible había sucedido, algo incluso peor que la muerte de mi madre, si acaso eso era posible. Hubo un instante en que mi hermano me miró con una expresión que no supe identificar, los ojos enrojecidos, a punto de romper en llanto, y entonces subió las escaleras a toda velocidad.

En otra situación, quizás con unos años más, podría haberme dado cuenta de lo que estaba pasando. La llamada, la conversación a puerta cerrada, el coche patrulla aparcado afuera… pero cuando mi padre me pidió que fuera a la cocina, no tenía la más remota idea de lo que me diría.

Me senté en una de las sillas y él acercó otra y la puso a mi lado.

—Ésta es la conversación más difícil que tendremos tú y yo en nuestras vidas. Pero eres un niño inteligente y sé que lo entenderás, y si algunas cosas no las entiendes ahora, entonces quizás en el futuro lo hagas. Por eso me parece importante que lo escuches de mi boca. Sé que será un golpe duro, pero así debe ser.

Me quedé mudo. No sabía qué esperar.

—Tu madre estaba sumida en un dolor profundo, Johnny, no tengo que explicártelo porque tú lo viste día tras día. Un dolor inmenso, al punto de haber perdido las ganas de vivir. Para ella, cada día era un sufrimiento, atrapada en un cuerpo que no podía mover, sin poder tejer, salir a caminar, ni siquiera podía cambiar de canal o apagar el televisor cuando le apetecía. No podíamos permitir que mamá siguiera sufriendo de esa manera. ¿Estás de acuerdo?

Ahora era yo el que me sentía atrapado en su propio cuerpo.

—Hice algo para que tu madre dejara de sufrir, Johnny. Algún día las leyes estarán hechas para que estas cosas no sucedan, para que personas como mamá no tengan que sufrir y puedan irse de este mundo en paz, cuando ellas lo decidan. Pero eso no ha sucedido todavía, Johnny, y era injusto para ella. Muy injusto. Por eso tuve que ayudarla…, a marcharse de este mundo de sufrimiento. ¿Lo entiendes?

También entendía que los gastos médicos de mi madre eran exorbitantes y que nos estábamos quedando sin dinero. ¿Habría tenido eso algo que ver en la decisión de mi padre? En aquel momento, viéndolo directamente a los ojos, supe que no. Si hubiera habido alguna oportunidad de salvarla, él lo hubiera intentado todo. Pero mi madre no tenía una oportunidad. Estaba condenada a sufrir.

CANSADA ELA.

Una cosa curiosa fue que durante aquella conversación —aunque yo, a diferencia de mi hermano, no dije prácticamente nada— nunca me puse a pensar en qué había hecho mi padre para librar a mi madre de su sufrimiento. Asesinato, muerte…, ninguna de estas palabras se cruzó por mi cabeza.

—Mamá me dijo que estaba cansada de estar así.

—Exacto. Ha sido muy triste para nosotros, Johnny, pero siempre debes recordar que lo que nosotros sufrimos al verla así, no es nada en comparación a lo que sufría ella día tras día.

Más tarde pasaría por diversas etapas, muchas de ellas de un odio irrefrenable hacia mi padre, pero en aquella primera conversación —la más importante que tendríamos en nuestra vida—, lo entendí.

—La policía ha venido a buscarme, Johnny. Tengo que enfrentar las consecuencias que impone la ley. Porque que uno no esté de acuerdo con las leyes no da derecho a desobedecerlas. Entiendes eso, ¿verdad?

—Sí.

—Muy bien. La tía Audrey vendrá a vivir con vosotros, pero será tu hermano quien te guíe cuando yo no esté en casa. Confía en Mark y escúchalo siempre.

Asentí. Por supuesto, tampoco me daba cuenta de que había en las palabras de mi padre una decisión posterior ya tomada, o por lo menos cobrando forma en su cabeza.

—Dame un abrazo —me dijo, y me estrechó entre sus brazos con fuerza.

Hasta ese momento yo no había llorado. No por falta de ganas sino porque mi cerebro estaba suficientemente convulsionado como para ocuparse de mi cuerpo y de sus emociones. Sin embargo, en ese momento, envuelto en sus brazos, respirando su característica colonia Old Spice, no pude evitarlo y rompí en llanto. Las frases que acababa de pronunciar empezaban a calar en mi mente.

La policía ha venido a buscarme. La tía Audrey vendrá a vivir con vosotros.

Mi padre me apartó con suavidad. Él no lloraba, pero tenía los ojos enrojecidos.

—Estoy muy orgulloso de ti, Johnny. Ahora ve a tu habitación. Mark está esperándote.

Le hice caso, y una vez arriba observé desde la ventana.

No fue una detención de película. Mi padre salió de la casa y entró voluntariamente en el coche patrulla.

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