Amnesia

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Al llegar a casa dejé la memoria USB sobre la mesa y me la quedé mirando como si se tratara de una singularidad en el universo.

Desestimar el vídeo nunca fue una opción real. Una parte de mí estaba convencida de que lo mejor que podría hacer era aplastar con la suela del zapato esos circuitos insignificantes, pero la sensatez nunca ha sido mi amiga favorita.

Introduje la memoria en el puerto USB del portátil y una ventana emergente me preguntó si quería reproducir el vídeo. Todo era tan sencillo hoy en día. ¿Quiere destruir el universo entero? Presione ENTER.

El vídeo comenzó y de inmediato reconocí la sala de Meditek donde Maggie, Mark y yo nos habíamos reunido la última vez.

A diferencia de la ocasión anterior, la mesa estaba completamente despejada, por lo menos la parte que era visible. No había ninguna persona en la imagen. La cámara se movió frenéticamente hasta que encontró su posición definitiva y entonces la imagen quedó perfectamente quieta. A juzgar por el ángulo, la cámara estaba apoyada sobre la mesa.

Entonces Mark, que evidentemente había estado operando la cámara, apareció de espaldas, después giró y se sentó en la cabecera. Verlo me produjo un shock inmediato, palpitaciones y el deseo irrefrenable de echarme a llorar. Ya he dicho que me considero un tipo fuerte, pero evidentemente no lo suficiente como para reencontrarme con mi hermano tan pronto, y en circunstancias tan particulares. Era como si él pudiera verme…, como si supiera que iba a ser yo el espectador al otro lado de la cámara. Mark no sonreía, pero tampoco estaba triste. Estaba concentrado.

Mark tenía puesta una camisa blanca de vestir con los dos botones superiores desabrochados. Se arremangó y abrió una delgada carpeta que había traído consigo, todo con movimientos calculados y sin el más mínimo apuro. Estudió las notas que tenía delante y se aclaró la garganta.

—Cuando mamá enfermó de ELA siempre vi la enfermedad en términos de costes y beneficios, una compleja ecuación con múltiples variables. El dinero que mi padre gastaba en tratamientos médicos, incluso en curas milagrosas, era una de las variables más fáciles de medir, por supuesto, pero también había otras: el sufrimiento de mi propia madre, el de mi padre…, el de Johnny.

Una gruesa lágrima bajó por mi mejilla. Escuchar a Mark era de por sí suficientemente doloroso, pero escucharlo referirse a mi madre era casi imposible de soportar. Intuí lo que diría a continuación.

—Pero la razón por la que la maté no fue el resultado de una compleja ecuación.

Extendí el brazo y presioné la barra espaciadora. El vídeo se detuvo. La temperatura de mi cuerpo bajó varios grados, o eso me pareció.

Tenía que seguir escuchando, por supuesto, conocer sus razones.

Papá asumió la culpa por algo que no hizo.

No, no algo. Un asesinato. El asesinato de su propia esposa.

—¿Qué has hecho, Mark? —musité.

Me estiré y presioné la barra espaciadora nuevamente, esta vez con bastante más fuerza de la necesaria.

—Cuando empecé a trabajar en la gasolinera durante el turno de tarde para ayudar con los gastos de la casa, mi plan original era que papá no se enterase, pero desde luego ese plan era inviable. En primer lugar, Frank Cassonwitz era conocido de mi padre y no iba a mantener un secreto semejante, especialmente porque la razón por la que accedía a que un chico de dieciséis años trabajara unas horas en su negocio era porque le debía a mi padre algunos favores. Además, estaba el hecho de que mi trabajo era atender el pequeño almacén, y si bien muchos eran clientes de paso que paraban en la ruta para abastecerse, otros eran residentes de Carnival Falls y tarde o temprano hablarían. Así que finalmente convencí a mi padre para que me permitiera trabajar. Fue difícil, porque en lo que se refiere a Ed Brenner sólo su enorme corazón competía con el tamaño de su ego. Le dije que no interferiría con el estudio y que utilizaría ese dinero para mis gastos y los de Johnny.

»En la gasolinera hacía casi de todo, desde atender el almacén, limpiar los baños, revisar los neumáticos de los clientes, todo salvo el expendio de combustible. Frank me dijo que tenía sus razones para esto último, aunque no llegó a compartirlas conmigo. Mi mejor conjetura era que no quería herir la susceptibilidad de Ronald Matkin, un viejo grandote y callado que era empleado de la gasolinera desde que el padre de Frank había iniciado el negocio en los años setenta. Mi relación con Ronald fue tensa al principio precisamente por este motivo, lo cual fue un problema, porque Frank no estaba casi nunca y yo tenía que convivir con el viejo.

En algún momento bajé la vista y sólo escuché la voz de Mark. Poco o nada conocía de sus días en la gasolinera de Cassonwitz. Lo que escuchaba era completamente nuevo para mí.

—Con el correr de los días, Ronald se dio cuenta de que yo era cualquier cosa menos una amenaza; no estaba allí para quedarme los próximos cuarenta años y ocupar su lugar, lo cual fue suficiente para que entre nosotros empezara a gestarse una convivencia pacífica. Además, yo me ocupaba de las tareas pesadas, que él no sólo detestaba sino que a sus casi setenta años empezaban a ser una limitación. Ronald se ocupaba exclusivamente del expendio de combustible, aguardaba sentado en una butaca vieja junto a la conservadora de hielo y se levantaba con calma cada vez que llegaba un coche. Todos conocían a Ronald, y Ronald los conocía a todos. Al cabo de un mes el viejo estaba más que satisfecho con nuestra dinámica; nunca me lo dijo, porque de las pocas palabras que Ronald pronunciaba casi ninguna estaba reservada para describir sus estados de ánimo. Pasaron semanas enteras sin que supiera una sola cosa personal de él; intuía que era viudo, pero nada más.

»Hasta que un día, estábamos solos y había muy poco trabajo, y Ronald me preguntó por el estado de mi madre. Yo no le había dicho nada, así que supuse que Frank lo había puesto al corriente de la situación. Se lo conté muy brevemente y él asintió en los momentos clave pero no dijo gran cosa. No puedo decir que llegué a conocerlo en profundidad, pero había en él cierta sabiduría a pesar de haber trabajado en esa misma gasolinera toda su vida. Entonces, al terminar, me contó su propia historia, y para mí fue importante porque sé que no lo hacía con todo el mundo. No sé si lo hizo porque sintió que tenía que compartir algo privado después de que yo lo hiciera o si, efectivamente, se estaba forjando entre nosotros un vínculo especial. Me gusta pensar que se trató de una mezcla de las dos cosas.

»Me confirmó que era viudo. Viudo desde hace medio siglo, me dijo. Al principio pensé que era una broma, porque nadie podía ser viudo durante cincuenta años, tenía que ser una especie de récord. Conoció a Marcia en la escuela primaria, me dijo. Fue su primera novia y a los dieciocho años ella se quedó embarazada. Se casaron, porque eso dictaban las reglas en ese momento. El padre de Marcia era un irlandés iracundo al que Ronald catalogó como gigante, así que no quiero ni pensar lo que debía de ser ese hombre. La cuestión es que tuvieron una conversación y, por supuesto, Ronald tenía que ocuparse de su nueva familia, buscar un empleo, un sitio para vivir. Alquilaron una caravana y Ronald empezó a trabajar en el aserradero de día y en la gasolinera de noche. Su turno terminaba a la una de la mañana. Su hija ya había nacido, se llamaba Becky y tenía tres meses cuando Ronald regresó a casa una noche de mucho frío. Encontró a Marcia y a Becky en la cama rebatible de la caravana, acurrucadas y envueltas en la manta. Se acostó con ellas y cayó rendido. Unas pocas horas después despertó sobresaltado, Marcia gritaba. Becky estaba muerta. El médico les dijo que la niña había muerto por asfixia. Me dijo que ahora los médicos se habían humanizado un poco —sólo un poco, bromeó—, pero que en ese entonces se manejaban con cierta impunidad verbal, y que abiertamente les dijo que había sido muy poco responsable de su parte acostarse con una niña tan pequeña en una cama que no tenía las dimensiones adecuadas. Ronald era joven y estaba muy asustado, pero en otro contexto le hubiera partido la cara a ese médico por hablarle así a Marcia. Unos meses después, Marcia se arrojó a las vías del tren y Ronald nunca volvió a formar una familia. Se responsabilizaba por vivir en esa caravana insignificante sin espacio para nada. Su único aliciente era que Becky había tenido una muerte piadosa; no podía decir lo mismo de Marcia y era algo que nunca se perdonaría.

Mark tenía algunos apuntes, pero era evidente que recordaba con cierta facilidad la mayoría de los detalles ocurridos hacía bastante más de una década.

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