Amnesia

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Abril de 2001

Mi tía Audrey se mudó a casa dos días después de que se llevaran a mi padre. Lo hizo de buena gana; siempre se quejaba de que no la visitábamos más a menudo y ahora nos tendría todo el tiempo para ella. Nunca tuvo hijos, ni pareja —hasta donde tengo entendido—, y siempre le agradeceré esos años, porque no sé qué hubiera sido de nosotros hasta que Mark cumplió la mayoría de edad. Muchos años después, tía Audrey me confesó que unos pocos días antes de la muerte de mi madre, mi padre la llamó y le hizo una serie de preguntas extrañas. Estaba pensando en redactar un testamento y le gustaría que ella fuera nuestra tutora legal, en caso de que a él le pasara algo. Tía Audrey le hizo jurar por el abuelo Joseph que no tenía una enfermedad grave ni estaba teniendo ideas disparatadas. Mi padre le mintió, por supuesto.

Los años siguientes fueron difíciles, no tiene sentido negarlo. Transitar la adolescencia con una mochila tan pesada no es sencillo. En la escuela hablaban de mi historia —adornada con todo tipo de detalles estrambóticos—, y lo cierto es que no hubiera podido salir adelante de no ser por el apoyo de Mark, que siempre estuvo a mi lado, firme como una roca, de mis amigos y de la tía Audrey. Mark rechazó las mejores universidades para quedarse a mi lado. Ross y Maggie me defendieron incondicionalmente. Tía Audrey dedicó su vida a nosotros, siguió sin tener novio porque decía que Mark y yo éramos lo único que ella necesitaba para ser feliz, y nunca habló de mi madre de un modo negativo —aunque en el pasado habían tenido sus diferencias—. Fue Audrey la que más me alentó a seguir adelante con mi pasión por el dibujo.

Thomas Harrison, por entonces comisario de Carnival Falls, llegó a casa un viernes por la tarde. Yo estaba solo porque Mark había ido con tía Audrey a comprar varias cosas que ella necesitaba para mudarse. El salón estaba repleto de cajas que ella había traído desde Hawkmoon.

Como obsequio de bienvenida —y como un intento de alegrarme, supongo— Audrey me había regalado una caja de cuarenta lápices Caran d’Ache. Yo estaba fascinado con esos lápices, o al menos todo lo fascinado que puedes estar con algo cuando acabas de perder a tu madre. Por esa época dibujaba animales casi exclusivamente, incluso insectos que capturaba en frascos y que copiaba mientras estaban vivos. No me gustaba copiar fotografías.

Ese día dibujaba un conejo, cuando la silueta de Harrison se recortó en la ventana. Me recorrió un escalofrío.

—Perdón, Johnny —se disculpó—. No vi el coche y pensé que no había nadie en casa.

Paseó la vista por el salón, por las pertenencias de Audrey, y entonces pude advertir que su expresión no era la misma de siempre, que había una pátina de tristeza en su semblante normalmente severo. Un abatimiento.

Mi lápiz gris se quedó clavado en la oreja del conejo. Lo dejé en la caja y esperé mientras Harrison entraba en la casa y se sentaba a mi lado. Llevaba su uniforme, lo cual por alguna razón me intimidó, aunque conocía a aquel hombre desde la cuna y sabía que era incapaz de hacerme daño.

Harrison fue todo lo cuidadoso y amable que pudo.

—Tengo que darte otra noticia muy triste, Johnny. Tu padre ha tenido que tomar una decisión muy dura…

Ha tenido.

Me sentí indefenso, empequeñecido. Tenía las manos entre los muslos, los hombros encorvados hacia adelante.

—Ed se ha quitado la vida —culminó.

La ausencia de mi madre era difícil de digerir, pero el ELA me había preparado durante meses. Que mi padre se hubiera disparado —por alguna razón asumí que eso era lo que había sucedido—, era algo imposible de asimilar. Me quedé mirando a Harrison, sin poder articular palabra, con ojos horrorizados. Ahora pienso que la dureza de sus palabras debió ser premeditada.

—Ed se ha ido para acompañar a tu madre. No podía verla sufrir así y por eso hizo lo que hizo y ahora está con ella.

Harrison no me explicó en ese momento —ni nunca en realidad— cómo apareció esa escopeta en la celda de mi padre. La versión oficial fue que alguien se la dio, pero nunca supimos quién. Mi padre dejó una nota muy breve pidiéndole a Audrey que se ocupara de nosotros, y en la que nos pedía perdón a Mark y a mí por su decisión, que lo único que lamentaba era no poder quedarse con nosotros.

Pude leer esa nota bastante tiempo después, cuando aceptar lo sucedido estaba empezando a ser un problema. Saberlo de su puño y letra me ayudó un poco. Durante meses apenas hablé con nadie; me sumergí en mis dibujos de insectos, escuché mucho a Pink Floyd y perdí un año en la escuela.

La mía es una historia de cómo un amor de proporciones descomunales puede ser sustituido. Pierdes una red de contención pero otra igual de resistente te atrapa.

Audrey nos acompañó de manera incondicional hasta que yo cumplí los veintidós años y un infarto se la llevó, cuando ella tenía apenas cincuenta. Tras su pérdida empecé a beber; una estupidez entendible de un joven que no sabe lo que hace y que ha recibido muchos golpes muy rápido. El hecho coincidió con otra partida igualmente dolorosa: la de Maggie a Londres, y el nacimiento de Jennie terminó de arrojarme a un abismo de incertidumbre y miedo. Mi autoestima estaba por esos tiempos en el último subsuelo, y nada me aterraba más que fracasar como padre. Cuando veía a Jennie en su cuna, tan frágil e indefensa, una sensación de angustia me embargaba; la angustia de saber que no estaba a la altura, que lo arruinaría todo de alguna forma y la dejaría sola en el mundo. ¿Os suena esta historia de alguna parte?

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